—Sí, —dijo el Comendador teniendo que mentir por segunda vez. Luego prosiguió:
—Lucía, tú has dicho una cosa que me interesa. ¿Qué clase de amoríos das a entender que hubo o hay entre D. Casimiro y esa bella Nicolasa?
—Nada, tío… ¿No lo he dicho ya? Fueron antes del noviazgo con Clarita. D. Casimiro no iba con buen fin… y Nicolasa le desdeñó siempre; pero de esto informará a V. mejor que yo el P. Jacinto. Yo lo único que añadiré es que el tal D. Casimiro me parece un hipocritón y un bribón redomado.
—No es malo saberlo —pensó el Comendador.
—¡Ah! diga V., tío. Ya sé que se fue a Sevilla D. Carlos. Envió recado despidiéndose y excusándose de no haberlo hecho en persona por la priesa. Es evidente que V. le ha hablado al alma y le ha convencido para que se vaya, asegurándole que esto convenía al logro de nuestro propósito. ¿No es así, tío?
—Así es, sobrina —respondió el Comendador—. Veo que nada se te oculta.
Cuando ocurrían los sucesos que vamos refiriendo, no había tantas carreteras como ahora. Desde Villabermeja a la ciudad puede hoy irse en coche. Entonces sólo se iba a pie o a caballo. El camino no era camino, sino vereda, abierta por las pisadas de los transeúntes racionales e irracionales. Cuando había grandes lluvias, la vereda se hacía intransitable: era lo que llaman en Andalucía un camino real de perdices.
Poseía el padre Jacinto una borrica modelo por lo grande, mansa y segura. En esta borrica iba y venía siempre, como un patriarca, desde Villabermeja a la ciudad y desde la ciudad a Villabermeja. Un robusto lego le acompañaba a pie. En el viaje que hizo a la ciudad, al día siguiente de su largo coloquio con el Comendador, le acompañó, a más del lego, un rústico seglar o profano, para que cuidase la corza.
Seguido, pues, de su lego, de la corza y del rústico, y caballero en su gigantesca borrica, el padre Jacinto entró sano y salvo en la ciudad a las diez de la mañana. Como el convento de Santo Domingo está casi a la entrada, no tuvo el padre que atravesar calles con aquel séquito. En el convento se apeó, y apenas se reposó un poco, se dirigió a casa de D. Valentín Solís, o más bien a casa de Doña Blanca. El cuitado de D. Valentín se había anulado de tal suerte, que nadie en el lugar llamaba a su casa la casa de D. Valentín. Sus viñas, sus olivares, sus huertas y sus cortijos eran conocidos por de Doña Blanca, y no por suyos. Aquella anulación marital no había llegado, con todo, hasta el extremo de la de algunos maridos de Madrid, a quienes apenas los conoce nadie sino por sus mujeres, cuya notoriedad y cuya gloria se reflejan en ellos y los hacen conspicuos.
Pero dejemos a un lado ejemplos y comparaciones, que pueden tomar ciertos visos y vislumbres de murmuración, y sigamos al P. Jacinto, y penetremos con él en casa de Doña Blanca, donde tan difícil era entrar para el vulgo de los mortales.
Merced a la autoridad del reverendo, y siguiéndole invisibles, todas las puertas se nos franquean.
Ya estamos en el salón de Doña Blanca. Clara borda a su lado. D. Valentín, a respetable distancia y sentado junto a una mesa, hace paciencias con una baraja. D. Casimiro habla con la señora de la casa y con su hija.
Los lectores conocen ya a D. Casimiro, como si dijéramos de fama, de nombre y hasta de apodo, pues no ignoran que para D. Carlos, Lucía, Clara y el Comendador, era
el viejo rabadán
. Veamos ahora si logramos hacer su corporal retrato.
Era alto, flaco de brazos y piernas y muy desarrollado de abdomen; de color trigueño, poca barba, que se afeitaba una vez a la semana, y los ojos verde-claros y un poquito bizcos. Tenía ya bastantes arrugas en la cara, y el vivo carmín de sus narices no armonizaba bien con la palidez de los carrillos. En su propia persona se notaba poco esmero y aseo; pero en el traje sí se descubrían el cuidado y la pulcritud que en la persona faltaban, lo cual denotaba desde luego que D. Casimiro más se cuidaba la ropa por ser ordenado, económico y aficionado a que las prendas durasen, que por amor a la limpieza. Iba vestido muy de hidalgo principal, si bien a la moda de hacía quince o veinte años. Su casaca, su chupa, sus calzones y medias de seda no tenían una mancha, y si tenían alguna rotura, ésta se hallaba diestra y primorosamente zurcida. Gastaba peluca con polvos y coleta, y lucía muchos dijes en las cadenas de sendos relojes que llevaba en ambos bolsillos de la chupa. Su caja de tabaco, que él mostraba de continuo, pues no cesaba de tomar rapé, era un primor artístico, por los esmaltes y las piedras preciosas que le servían de adorno. Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad y pausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándose provenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y más aún de que, en su casa y despojado de las galas de novio o de pretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.
La expresión de su semblante, sus modales y gestos no eran antipáticos: eran insignificantes; salvo que no podía menos de reconocerse por ellos en D. Casimiro a una persona de clase, aunque criada en un lugar.
Se advertía, por último, en todo su aspecto, que D. Casimiro debía de padecer no pocos achaques. Su mala salud le hacía parecer más viejo.
Dado a conocer así somera, y no favorablemente, por desgracia, podemos ya lisonjearnos de conocer a cuantas personas ocupaban la sala cuando entró en ella el padre Jacinto.
Doña Blanca, Clarita, D. Valentín y D. Casimiro se levantaron para recibirle, y todos le besaron humildemente la mano. El padre estuvo sonriente y amabilísimo con ellos, y a Clarita le dio, como si no fuese ya una mujer, como si fuese una niña de ocho años, y con la respetabilidad que setenta bien cumplidos le prestaban, dos palmaditas suaves en la fresca mejilla, diciéndole:
—¡Bendito sea Dios, muchacha, que te ha hecho tan buena y tan hermosa!
—Su merced me favorece y me honra —contestó Clarita.
Doña Blanca se lamentó del mucho tiempo que el padre había estado sin venir de Villabermeja, y todos le hicieron coro. Se trató de que el padre tomase algo hasta la hora de comer, y el padre no quiso tomar nada, salvo asiento cómodo. Desde su asiento habló de mil cosas con animada y alegre conversación, resuelto a aguardar allí a que Don Casimiro se fuese y a que D. Valentín y Doña Clara despejasen, para hablar a solas con Doña Blanca.
Doña Blanca adivinó la intención del fraile, entró en curiosidad, y pronto halló modo de despedir a D. Casimiro y de echar de la sala a D. Valentín y a Clarita.
Verificado ya el despejo, dijo Doña Blanca:
—Supongo y espero que, después de tan larga ausencia, honrará V. nuestra mesa comiendo hoy con nosotros.
El P. Jacinto aceptó el convite, y Doña Blanca prosiguió:
—He creído advertir que estaba V. impaciente por hablarme a solas. Esto ha picado mi curiosidad. Todo lo que V. me dice o puede decirme me inspira el mayor interés. Hable V., padre.
—No eres lerda, hija mía —contestó éste—. Nada se te escapa. En efecto, deseaba hablarte a solas. Y lo deseaba tanto, que dejo para después de tu comida, que acepto gustoso, dejo para sobremesa la aparición de un objeto que traigo de presente a nuestra Clarita, y que le va a encantar. Figúrate que es una lindísima corza, tan mansa y doméstica, que come en la mano y sigue como un perro. Pero vamos al caso: vamos a lo que tengo que decirte. Por Dios, que no te incomodes. Tú tienes el genio muy vivo: eres una pólvora.
—Es verdad; yo soy muy desgraciada, y los desgraciados no es fácil que estén de buen humor. V., sin embargo, no tiene derecho a quejarse del mío. ¿Cuándo estuve yo, desde que nos tratamos, desabrida y áspera con V.?
—Eso es muy verdad. Convendrás, con todo, en que yo no he dado motivo. Yo no soy como otros frailes, que se meten a dar consejos que no les piden, y quieren gobernar lo temporal y lo eterno, y dirigirlo todo en cada casa donde entran. ¿No es así?
—Así es. Más bien tengo yo que lamentarme de que V. me aconseja poco.
—Pues hoy no te quejarás por ese lado. Tal vez te quejes de que te aconsejo mucho y de que me meto en camisón de once varas.
—Eso nunca.
—Allá veremos. De todos modos, tengo disculpa. Tú sabes que Clarita es mi encanto. Me tiene hecho un bobo. ¿Quién ignora mi predilección hacia las mujeres? Menester ha sido de toda mi severidad para que allá cuando mozo no me quitaran el pellejo los maldicientes. Hoy, hija mía (alguna ventaja ha de traer el ser viejo), con treinta y cinco años en cada pata, puedo, sin temor de censura, quereros a mi modo y trataros con la íntima familiaridad que me deleita. Te confieso que para querer a los hombres tengo que acordarme a menudo de que son prójimos y queremos por amor de Dios. A las mujeres, por el contrario, las quiero, no ya sin esfuerzo, sino por inclinación decidida. Sois dulces, benignas, compasivas, y muchísimo más religiosas que los hombres. Si no hubiera sido por vosotras, lo doy por cierto, hubiérase perdido hasta la huella de la primitiva cultura y revelación del Paraíso, y los hombres jamás hubieran salido del estado salvaje. Si yo fuera un sabio, había de componer un libro demostrando que todo este ser de la Europa del día, que todos estos adelantamientos sociales de que el mundo se jacta, se deben, en lo humano, principalmente a las mujeres. Calcula, pues, cuán alto y lisonjero es el concepto que tengo de vosotras. Pues bien; en los últimos años de mi vida, tu hija Clara ha venido a sublimar mucho más aún este concepto de mi mente. En mi mente tenía yo como un tipo soñado de perfección, al cual ninguna de las mujeres que he conocido se acercaba ni en diez leguas. Clarita ha ido más allá. ¡Qué inocencia la suya, tan rara por su enlace con la discreción y el despejo! ¡Qué fe religiosa tan sana y atinada! ¡Qué amor a su madre y qué sumisión a sus mandatos! Clara es una santita en este mundo, y al verla hay que alabar a Dios, que la ha criado a fin de dejarnos rastrear y columbrar por ella lo que serán en el cielo los angelitos y las bienaventuradas vírgenes.
Mucho lisonjean mi orgullo de madre —interpuso Doña Blanca—, esos encomios de Clarita que oigo en boca de V.; pero mi amor a la justicia me induce a creerlos exagerados. Yo me los explico de cierto modo, que voy a tener la sinceridad de declarar a V. En el puro amor que en general profesa V. a las mujeres, hay algo del antiguo caballero andante, algo del hechizo que tiene para todo ser fuerte dar protección a los débiles y desvalidos. En el concepto superior a la realidad que de las mujeres V. forma, hay gran bondad e instintiva poesía. Todos estos nobles sentimientos de V. se han empleado, durante una larga y santa vida, en lugareñas, jornaleras unas, e hidalgas o ricachas otras, pero toscas las más, en comparación con Clara, criada en grandes ciudades, con otro barniz, con otra más elevada cultura, con mayor delicadeza y refinamiento. Ventajas tales, meramente exteriores y debidas a la casualidad, han sorprendido y alucinado a V., y le han hecho pensar que lo que está en la superficie está en el fondo; que modales más distinguidos, mayor tino y mesura en el hablar, y ciertas atenciones y miramientos que nacen de más esmerada educación, y que llegan a tenerse maquinalmente, gracias a la costumbre, son virtudes y excelencias que brotan del centro mismo de un alma que se eleva sobre las otras.
No, hija mía; nada de eso basta a explicar mi predilección por Clarita.
¿Cómo que no basta? Sea V. franco. ¿No quiere V. y estima casi tanto a Lucía?
Las comparaciones son odiosas, y las del cariño más. Supongamos, a pesar de todo, que estimo y quiero a Lucía casi tanto. Eso probaría sólo que Lucía vale casi tanto como Clara.
Y que ambas están educadas con más esmero.
Bueno… ¿Y qué?… Concedo que así sea. ¿Quién te ha negado el poder de la educación? Lo que niego es que la educación valga hasta ese punto sobre un espíritu estéril e ingrato; y lo que niego también es que su influjo no pase de la superficie y no penetre en el fondo, y no mejore el ser de las personas. Es, pues, evidente que Clara debe mucho a Dios, y luego a ti, que la has educado bien; pero esto que debe a ti no es superficial y externo: los modales, las palabras, las atenciones y los miramientos no son signos vanos. Cuando no hay en ellos afectación, es porque brotan del alma misma, mejor criada por Dios o por los hombres que otras almas sus hermanas. Cierto que yo no he visto ni conocido más gente en mi vida que la de esta ciudad y la de Villabermeja; pero adivino y veo claramente que ha de haber duquesas y hasta princesas cuyo barniz no me engañaría ni me alucinaría. Yo conocería al momento que era falso y, de relumbrón, y que en el fondo eran aquellas damas más vulgares que tu cocinera. Conste, por consiguiente, que no me alucino al encomiar a Clarita.
—¿Y no provendrá la alucinación, —dijo Doña Blanca—, de la cándida y espontánea propensión de Clarita a hacerse agradable?
—Sin duda que provendrá; pero esa misma propensión, siendo espontánea y cándida, prueba la bondad de alma de quien la tiene.
—¿V. no sabe, padre, que eso se califica con un vocablo novísimo en castellano, y que suena mal y como censura?
—¿Qué vocablo es ese?
—Coquetería.
—Pues bien; si la coquetería es sin malicia, si el afán de agradar y el esfuerzo hecho para conseguirlo no traspasan ciertos límites, y si el fin que se propone una mujer agradando no va más allá del puro deleite de infundir cordial afecto y gratitud, digo que apruebo la coquetería.
Doña Blanca y el P. Jacinto se tenían mutuamente miedo. Ella temía la desvergüenza del fraile, y el fraile el genio violentísimo de ella. De este miedo mutuo nacía el que se tratasen por lo común con extremada finura y con el comedimiento más exquisito y circunspecto, a fin de no terminar cualquier coloquio en pelea o disputa.
Llevada de esta consideración, Doña Blanca no impugnó la defensa de la coquetería; dio por satisfecha su modestia de madre, y acabó por aceptar como justos y merecidos los encomios de su hija Clara.
Luego añadió:
—En suma, mi hija es un prodigio. En las alabanzas de V. no toma parte sino la justicia. Me alegro. ¿Qué mayor contento para una madre? Imagino, con todo, que tan lisonjero panegírico bien se podía haber pronunciado en presencia de testigos. Lo que sigilosamente tenía V. que decirme no ha salido aún de sus labios.
El P. Jacinto se paró a reflexionar entonces, al verse tan directamente interrogado, y casi se arrepintió de haber venido a tratar del asunto de la boda de Clarita, dejándose llevar de un celo impaciente, sin ponerse antes de acuerdo con el Comendador, según habían concertado; pero el padre Jacinto no era hombre que cejaba una vez dado el primer paso, y después de un instante de vacilación, que no dejó percibir a ojos tan linces como los de su interlocutora, dijo de esta manera: