Con esta disposición de ánimo entró Lucía a ver a Clara. Apenas se vieron, se abrazaron estrechamente.
Clara, al contrario de Lucía, era melancólica, vehemente y apasionada, como su madre. Sobre esta condición del carácter, que era ingénita en ella, la educación severísima de Doña Blanca, su continuo hablar de nuestra perversidad nativa, su concepto del mundo y del vivir como valle de lágrimas y tiempo de prueba, y su terror de la eterna condenación y de lo fácil que es caer en el pecado, habían difundido por toda el alma de Clara una sombra de amarga tristeza y de medrosa desconfianza. Por dicha, Clara carecía de aquel orgullo, de aquel imperio de su madre, y el lado obscuro y tenebroso de su espíritu estaba suavemente iluminado por un rayo celeste de humildad, resignación y mansedumbre.
Clara era mil veces más amante que su madre, y se abandonaba a la dulzura de amar, si bien con recelo siempre de pecar amando.
Ambas amigas se hallaban en un cuarto contiguo a la alcoba de Doña Blanca.
El cuitado de D. Valentín no sabía qué hacer: andaba inquieto; bullía de un lado a otro, sin atreverse a entrar en la alcoba de su mujer para que no le despidiese a gritos, porque venía a turbar su reposo, y sin atreverse tampoco a no estar allí cerca para que su mujer no le acusase de indiferente, egoísta y desalmado, que no miraba con interés sus males, y ni siquiera preguntaba por su salud. En esta perplejidad, D. Valentín entraba y salía; asomaba de vez en cuando la nariz a la alcoba, a ver si le veía Doña Blanca y le decía que entrase, y, sin decidirse a entrar, mientras no alcanzaba la venia, preguntaba a Clara por su madre, ni en voz muy alta para que Doña Blanca se incomodase, ni en voz muy baja para que fuera posible que Doña Blanca le oyese y comprendiese que su marido cuidaba de ella y no era un hombre sin entrañas.
Este procedimiento prudentísimo no le valió, sin embargo. Ya una vez, como repitiese con harta frecuencia lo de asomar la nariz a la puerta de la alcoba, Doña Blanca había dicho:
—¿Qué haces ahí? ¿Vienes a molestarme? Pareces un búho que me espanta con sus ojos. Déjame en paz, por Dios.
Poco después se descuidó algo D. Valentín, alzó la voz demasiado al preguntar a Clara por su madre, y ésta exclamó desde la alcoba:
—¡Qué pesadilla de hombre! Se ha propuesto no dejarme descansar. ¡Si parece que está hueco! Valentín, habla bajo y no me mates.
D. Valentín salió entonces zapeado de la estancia en que se hallaban Clara y Lucía, y las dejó solas.
Aunque Doña Blanca era buena cristiana, estos raptos de mal humor contra su marido se comprenden y explican como en cierto modo independientes de su voluntad. Doña Blanca no había encontrado en él ni un átomo de la poesía, ni una chispa de las sublimidades que había soñado hallar, en su inexperiencia, en el hombre a quien dio su mano, siendo aún muy niña. Luego, hacía diez y siete años, no veía ella en D. Valentín sino un hombre cuya serenidad era el perpetuo sarcasmo de las borrascas de su corazón; cuya unión con ella había hecho que lo que pudo ser un bien lícito, una felicidad santificada, fuese un pecado abominable, y cuya salud corporal parecía una burla de los achaques y padecimientos que a ella la atormentaban. Hasta la paciencia con que D. Valentín la sufría era odiosa a Doña Blanca, cual si implicase bajeza, gana de no incomodarse por no molestarse, desdén o menosprecio.
En balde procuraba Doña Blanca formar mejor opinión de su marido, a fin de respetarle, como reflexivamente conocía que era su deber: Doña Blanca no lo lograba. Las mejores prendas de alma de D. Valentín, con intervención quizás de algún demonio astuto, se trocaban, en el alma de Doña Blanca, en defectos ridículos. En balde pedía a Dios Doña Blanca que le concediese, ya que no amar, estimar a su marido. Dios no la oía.
Zapeado, pues, D. Valentín, Doña Blanca quedó sola en la alcoba, abismada, sin duda, en sus hondos y amargos pensamientos, y Clara y Lucía, casi al oído la una de la otra, hablaron así:
—¿Qué ha dicho el médico, Clara? ¿Qué tiene tu madre? —preguntó Lucía.
—El médico hasta ahora —respondió Clara—, no ha dicho más que lo que cualquiera de nosotros ve y comprende: que mi madre tiene calentura; pero la calentura es sólo síntoma de un mal que el médico desconoce aún. Anoche la calentura fue muy fuerte y nos asustamos mucho. Hoy de mañana ha cedido.
—Vamos, Clarita, ya veo que exageraste en tu carta y me alarmaste sin motivo. Tu madre se curará pronto. Apuesto que la causa de toda su indisposición ha sido alguna rabieta que ha tenido con D. Valentín.
—Pues te equivocas. Mi madre no ha tenido la menor rabieta con nadie en todo el día de ayer. Papá estuvo en el campo.
Entonces se concibe que no rabiase con él. ¿Y contigo no rabió?
—Hace días que mi madre está dulcísima conmigo. Te repito que ayer no se sofocó mamá con nadie; no riñó a ninguna criada, estuvo apacible y silenciosa.
Clara, si bien era una criatura de singular despejo, se forjaba la extraña ilusión de que una buena madre de familia tenía forzosamente que rabiar, y así no decía nada de lo dicho para censurar a su madre, sino candorosamente.
Lucía no insistió en buscar el origen del mal de Doña Blanca: se inclinó a creer que este mal era pequeño, a fin de no tener que afligirse; y volviendo la conversación hacia otros puntos, preguntó a su amiga:
—Clara, ¿sigues firme en tu resolución de tomar el velo?
—Estoy más resuelta que nunca. Una voz misteriosa me grita en el fondo del alma que debo huir del mundo; que el mundo está sembrado de peligros para mí.
—Confieso que no te entiendo. ¿Qué peligros tendrá el mundo para ti, que para los demás no tenga?
—¡Ay, querida Lucía; el desorden de mi espíritu, los extraños impulsos de mi corazón, la violencia de mis afectos!
—Pero, muchacha, ¿qué violencia, ni qué desorden es ese? Yo no hallo desordenado ni violento el que ames a D. Carlos, que es muy guapo y joven, y el que no gustes de D. Casimiro, que es viejo y feo. Esto me parece naturalísimo.
—Será natural, porque la naturaleza es el pecado.
—¿Dónde está el pecado?
—En desobedecer a mi madre, en engañarla, en haber atraído a D. Carlos con miradas amorosas y profanas, en complacerme en que guste de mí y en que me persiga, en desear que siga queriéndome hasta en este instante, cuando ya estoy decidida a no ser suya. En suma, Lucía, mi alma es un tejido de marañas y de enredos, que el mismo diablo trama y revuelve. Además, yo he prometido a mi madre que seré monja, y para que lo sea, ha despedido ella a D. Casimiro. ¿Cómo faltar ahora a mi promesa, burlarme de mi madre y hasta de Cristo, a quien he dado palabra de esposa? ¿Qué infamia me propones?
—Es verdad, hija mía: el caso es apurado; pero ¿quién te mandó que dijeses que querías ser monja y que lo prometieses? ¿Por qué no declaraste con valor a tu madre que no querías a D. Casimiro y que no querías ser monja tampoco?
—Bien sabe Dios —respondió Clara—, que deseo desahogarme contigo, depositar en tu amistoso corazón el secreto de mi infortunio, confiártelo todo; pero yo misma no me comprendo sino de un modo imperfecto, y lo que de mí misma comprendo está tan enmarañado, que no encuentro palabras para explicártelo. Siento la razón y causa de todas mis acciones, y no las percibo bien para exponerlas. Quiero, no obstante, sincerarme y tratar de probarte que no es absurda mi conducta. Voy a ver si lo consigo. Yo he amado, yo amo aún a D. Carlos de Atienza. Yo detesto a D. Casimiro. Esto es verdad; pero mi amor por D. Carlos y mi odio a D. Casimiro no han tenido jamás la suficiente energía para hacerme arrostrar la cólera de mi madre, declarándole que amaba al uno y odiaba al otro. Así, pues, te aseguro que durante meses he estado resignada a sofocar en mi alma el naciente amor a D. Carlos y a casarme con D. Casimiro para ser una hija obediente. Hubiera yo preferido a todo ser esposa de Cristo; pero me consideraba indigna. Para ser mujer de D. Casimiro me sentía con fuerzas. Yo esperaba vencer mi fatal inclinación a D. Carlos, y, logrado esto, ser modelo de casadas: cuidar al achacoso D. Casimiro, y hasta quererle, imponiéndome como deber el cariño. Hallándome de esta suerte, nuevos y extraños sentimientos han combatido mi alma y han hecho que mi espíritu dude más de sí. Me he llenado de terror. En mi humildad, no me he creído digna ni de ser mujer de D. Casimiro. Me he espantado de mi flaqueza, de la perversidad de mis inclinaciones, y entonces he pensado en refugiarme en el claustro. Juzgándome menos digna que antes de ser esposa de Cristo, he pensado en la infinita bondad de aquel Soberano Señor, padre de las misericordias, y he comprendido que, aun siendo yo indigna de todo, podía acudir a Él y refugiarme en su seno, segura de que no me rechazaría, de que me acogería amoroso, purificándome y santificándome con su gracia.
—Tú me hablas de nuevos y extraños sentimientos, pero sin decir cuáles son —dijo Lucía—. Aquí hay un misterio que no me dejas penetrar.
—¡Ay! —exclamó Clara—, apenas si yo le penetro. ¿Cómo declarártele? Mira, Lucía, yo conozco que amo siempre a D. Carlos. Si me finjo en completa libertad de elegir mi vida, me parece que mi elección será ser mujer de D. Carlos. Su talento, su bondad, su delicada ternura, me hacen presentir que sería yo dichosa viviendo a su lado. Te lo confesaré. A pesar del horror que mi madre ha sabido inspirarme a la complacencia de los sentidos, la imagen material de D. Carlos, su porte, la gallardía de su cuerpo, la elegancia y pulcritud de su vestido, el fuego de sus ojos y la viva animación de su semblante y la frescura de su boca me atormentan y me hieren, y me distraen de mis piadosas meditaciones.
—Te lo repito, Clarita: en nada de eso veo yo la obra del diablo; en nada descubro influencias sobrenaturales: todo es naturalísimo. Y si, como tú afirmas, la naturaleza es el pecado, bien es menester, o que Dios nos dé medios sobrenaturales para vencerla, o que nos perdone con muchísima generosidad cuando ella nos venza. ¿Dónde están esos sentimientos singulares que te perturban?
—Lucía, tú hablas con suma ligereza. Tus razones tienen no sé qué fondo de impiedad. Me da miedo. Mi madre no se engañaba. El trato, la conversación con tu tío debe de ser muy peligrosa.
—No disparates, Clara. A mi tío no se le ha ocurrido jamás darme lecciones de impiedad. Si lo que yo sostengo es poco piadoso, la culpa es completamente mía. Seré yo la que está endiablada. Pero dejemos a un lado esas cuestiones: vamos a lo que importa. Dime qué raros sentimientos te asaltan el alma, inspirándote esa humildad, esa desconfianza profunda, que te induce a tomar el velo.
—No acierto a decírtelo. Me falta valor.
—Ea… ánimo… di lo que es.
—Mi madre no ha hecho más que hablarme de tu tío desde que apareció en esta ciudad… desde que yo le vi y paseé con él una tarde. Me le ha pintado como pudiera haberme pintado a Luzbel, rodeado aún de hermosos fulgores de su primitiva naturaleza angélica, valeroso, audaz, inteligente como pocos seres humanos. Me ha hecho creer que ejerce tal imperio sobre las almas, que las atrae y las cautiva, y las pierde si gusta. En su mirada hay una luz siniestra que ciega o extravía. En su palabra, una música seductora que embelesa los entendimientos y ensordece la voz del deber en la conciencia. Según mi madre, tu tío es la maldad personificada, el dechado de la irreligión, un rebelde contra Dios, de quien conviene apartarse para no contaminarse. En resolución, cuanto mi madre ha dicho de tu tío debiera infundirme hacia él un odio, una aversión grandísima. Sé por mi madre que el Comendador es un réprobo. No hay esperanza de que se salve. Está condenado. Es como Luzbel. Y, sin embargo, lejos de producir en mí los discursos de mi madre el horror hacia el Comendador que ella deseaba, tal es mi perversidad, tan pecaminoso es mi espíritu de contradicción, que han avivado mis simpatías hacia tu tío. Yo no debiera decírtelo, yo no sé cómo tengo la desvergüenza de decírtelo. Apenas si a mi confesor le he dejado entrever algo de lo que siento en el negro abismo de mi corazón. Pero, si no te lo digo… ¿con quién me desahogo?… Lucía, tú eres mi mejor amiga… Yo quiero al Comendador de un modo inexplicable. Me siento arrastrada hacia él. Creo en todas sus maldades porque mi madre me las ha dicho; y creo que Dios, a quien el Comendador es simpático, se las va a perdonar, como yo se las perdono. ¿No es una monstruosidad, no es una aberración este cariño hacia una persona casi desconocida? Yo me condenaba antes por mi inclinación a D. Carlos, a despecho, a escondidas de mi madre. Ahora me sucede casi lo mismo que a ti: mi inclinación a D. Carlos me parece natural. Lo diabólico, lo abominable es mi inclinación a tu tío. Es un sentimiento tan distinto, que no destruye ni aminora mi afecto a D. Carlos. Esto prueba mi desordenada índole, mi pecadora y, perturbada manera de ser. No sé con qué pretexto, bajo qué título, con qué nombre cariñoso he de acercarme a él, hablarle, llegar a su intimidad, y lo deseo. Cuantas cualidades detestables mi madre le atribuye, se me antoja que no lo son en él, porque es un ser de superior natural jerarquía y está exento de la ley común para los demás mortales.
Con la mirada fija, con el semblante no risueño, como le tenía de costumbre, sino triste y grave, y sin acertar a contestar palabra, oyó Lucía la inesperada confesión de Clara.
Después de unos instantes de silencio Clara prosiguió:
—Nada me respondes; nada observas; te callas; reconoces que soy un monstruo. Será amor de otro género, será un sentimiento indefinido, que carece de nombre en la clase e historia de las pasiones; pero yo quiero a tu tío y le quiero por esa misma pintura con que mi madre ha procurado que yo le aborrezca.
A este punto llegaba Clara, cuando vino a interrumpirla la voz de Doña Blanca, que decía:
¡Hija, hija!
Lucía y Clara se estremecieron. Aunque era imposible que Doña Blanca las hubiese oído, imaginaron por un instante que milagrosamente las había oído y que iba a terciar en la conversación por estilo terrible.
—¿Qué manda V., mamá? —dijo Clara temblando.
—Agua. Dame un poco de agua. ¡Me ahogo!
Las dos amigas acudieron a la alcoba a dar agua a la enferma. Entonces notaron con pena y sobresalto que la fiebre había crecido. Las palpitaciones del corazón de Doña Blanca eran tan violentas, que se hacían perceptibles al oído.
—¿Qué siente V., señora? —preguntó Lucía…
—Una ansiedad… una fatiga… —respondió Doña Blanca—, el corazón me late con tanta fuerza.