—Convenimos; pero convenga V. también en que yo la he libertado.
—Si la ha libertado V., habrá sido por una serie de casos fortuitos: porque vio V. a Clara y la reconoció; porque Clara es bonita, ya que, si hubiera sido fea, no se hubiera V. entusiasmado tanto, ni la vanidad de padre hubiera provocado con ímpetu el amor de padre, y porque, en suma, tiene usted bastante dinero que dar, y halla V. un hidalgo con bastante poca vergüenza para tomarle sin motivo justificado.
—A mi vez suplico yo también a V. que no entremos en cuestiones inútiles. Yo no he venido aquí a discretear ni a filosofar.
—Yo no discreteo ni filosofo. Digo lo que es cierto. El pecado no fue un acaso; no fue algo independiente de nuestro libre albedrío. El que usted haya encontrado a Clara; el que ella sea bonita, por donde juzga V. que no debe casarse con D. Casimiro ni ser monja, y el que tenga V. más de cuatro millones, no son cosas que de su voluntad de V. han dependido. Para V. son casuales, aunque por Dios estuviesen previstas y preparadas, como lo está cuanto ocurre en el universo.
—Vamos, señora, no apure V. mi paciencia. Tan casual será todo eso, como el haber yo encontrado a V. en Lima, el que fuese V. bonita y el que yo no fuese un monstruo de feo. Lo que no fue casual, sino voluntario, fue la caída; pero tampoco es casual, sino voluntario, el rescate. Será casual, no dependerá de mi voluntad el tener cuatro millones, pero es voluntario, es mi voluntad misma el darlos. Clara, no por casualidad, sino por un acto libre, está ya rescatada del cautiverio, al cual, según V. juzga, y no sin razón, se hallaba sometida por otro acto, que no supongo que considere V. más voluntario, más reflexionado, más meditado y más deliberado con perfecta claridad en la conciencia. Hasta este punto el diálogo había sido de pie. Doña Blanca ni se sentaba ni ofrecía asiento al Comendador. Éste, después de un momento de pausa, porque Doña Blanca no respondió al punto a su último razonamiento, dijo con serenidad:
—Mire V., señora: yo no quiero que disertemos ni que divaguemos. Tengo, no obstante, mucho que hablar; y para que la conferencia sea breve, importa proceder sin desorden. El desorden no se evita sino con la comodidad y el reposo. ¿No le parece a V., pues, que sería bueno que nos sentásemos?
Doña Blanca siguió silenciosa, lanzó una mirada al Comendador, entre iracunda y despreciativa, y se dejó caer de nuevo en el sillón, como aplanada. Entonces se sentó el Comendador en una silla, y prosiguió hablando.
—Mi resolución —dijo—, es irrevocable. Sea por lo que sea: por un capricho, porque Clara es bonita, porque he tropezado con ella casualmente en mi camino, por lo que a V. se le antoje, yo la he rescatado. Todo lo que herede ella por muerte de su marido de V. lo gozará ya, con años de anticipación, el que debiera heredarle, si Clara no viviese. Viva, pues, Clara. Vengo a pedir a V. su vida.
—A lo que viene V. es a insultarme. ¿Mato yo acaso a Clara?
—Lejos de mí el propósito de insultar a V. Sin querer, podría V. acaso matar a Clara, y esto es lo que vengo a evitar. Para ello estoy resuelto a apelar a todos los medios.
—¿Me amenaza V.?
—No amenazo. Declaro mi pensamiento sin rebozo.
—¿Y qué me toca hacer, según V., para evitar que Clara muera?
—Disuadirla de que sea monja.
—Eso es imposible. Yo no creo que entrar monja sea morir, sino seguir la mejor vida.
—Ya he dicho que no discuto, ni trato de teologías con V. Concedo, pues, que la vida del claustro es la mejor vida; pero es cuando hay vocación para seguirla; cuando no se va al claustro desesperada, casi loca, llena de desatinados terrores.
—Vuelvo a repetir a V. que me deje, Sr. D. Fadrique. ¿Para qué hablar? Nos atormentaremos y no nos entenderemos. Usted llama terrores desatinados al santo temor de Dios, desesperación al menosprecio del mundo, y locura a la humildad cristiana y al recelo de caer en tentación y de faltar a los deberes. Usted considera muerte la vida que en este mundo se asemeja más al vivir de los ángeles. ¿Cómo, pues, hemos de entendernos? Usted me honra más de lo que merezco, pensando que me acusa, al suponer que yo he inspirado a mi hija tales ideas y tales sentimientos.
—Por amor del cielo, mi señora Doña Blanca, yo no sé por quién conjurar a V., en nombre de quién suplicarle, que no involucre las cosas, que no me oiga con prevención, que atienda al bien de su hija, y que no dude de que yo vengo aquí, la molesto con mi presencia y la mortifico con mis palabras, sin prevención también, y sólo por el deseo de ese bien impulsado. ¿Cómo he de condenar yo el santo temor de Dios, el menosprecio del mundo, si es razonable, y la humildad cristiana, que nos lleva a desconfiar de nuestra flaca y pecadora naturaleza? Lo que yo condeno es el delirio. Concedería que Clara tomase el velo aun cuando no le tomase después de pensarlo reflexivamente; aun cuando lo tomase por un rapto fervoroso de devoción; pero lo que no concedo, lo que no consiento es que le tome en un arrebato de desesperación. Sería un suicidio abominable y sacrílego.
—¿Y de dónde infiere V. que Clara está desesperada? ¿Quién se lo ha dicho a V.? ¿Qué motivos tiene ella para desesperarse?
—Nadie me lo ha dicho. Basta mirar a Clara para conocerlo. Usted misma lo conoce. No disimule V. que lo conoce. Si no temiese V. hasta por su vida corporal, ¿no hubiera ya dejado que entrase en el convento? Al darle ahora la libertad que le da, ¿no lo hace V. excitada por el deseo de que su salud se mejore? En cuanto a los motivos de su desesperación, concretamente yo los ignoro; pero los percibo de cierta manera confusa. Usted la ha hecho dudar de sí más de lo que debiera: sin prever un resultado tan funesto, ha infundido V. en su espíritu que está predestinada a pecar si no busca asilo al pie de los altares. En suma, V. la ha envenenado con tal desconfianza, que ella, al sentir los latidos de su corazón juvenil y la lozanía de la vida en su verde primavera; al ver el fuego, si puro, ardiente de sus ojos; al oír la voz de la naturaleza, que la incita a que ame; al soñar acaso con lícitas venturas, logradas en este mundo al lado de un ser de su misma humana condición, se ha figurado que era presa de impuras pasiones, se ha creído perseguida por los monstruos del infierno, y para no ser ella un monstruo, ha querido refugiarse en el santuario.
—Demos que todo eso sea exacto —replicó imperturbable Doña Blanca—. Demos que los hechos son los mismos para V. y para mí. La diferencia subsistirá siempre en la manera de apreciarlos. Si Clara se va al claustro, no ya por puro amor de Dios, sino por temor de ofenderle, por considerarse sobrado frágil para resistir las tempestades del mundo y por miedo de sí misma y del infierno, Clara, a mi ver, no desatina: Clara procede con recto juicio y consumada prudencia. Los motivos de su vocación para la vida religiosa, si no son los más elevados, son buenos. Lejos de mí el tratar de disuadirla, aunque pudiese. A fin de que goce Clara una efímera e incierta dicha en la tierra, no he de oponerme yo a que tome el camino que más derechamente pueda llevarla al cielo. No por dar gusto a V. he de aconsejar yo a Clara, cuando la nave de su vida va a entrar ya en el puerto segurísimo y abrigado, que vuelva la proa y que se engolfe en el piélago borrascoso, donde puede zozobrar y hundirse con eterno hundimiento.
—Sí —interrumpió el Comendador, harto ya—, lo mejor es que se muera para que se salve.
—¿Y cómo negarlo? —respondió fuera de sí Doña Blanca—. Más vale morir que pecar. Si ha de vivir para ser pecadora, para su eterna condenación, para su vergüenza y su oprobio, que muera. ¡Llévatela, Dios mío! Así me hubiera muerto yo. ¡Cuánto más me valiera no haber nacido!
—Los mismos furores de siempre. Está V. como atormentada de un espíritu maligno. Yo me lo sabía. Yo tengo la culpa de todo. Yo hubiera debido robar a mi hija de la casa de V., y criarla conmigo, y hacerla dichosa, y darle mi nombre.
—Bendito sea Dios porque no ha sido así. ¡Criada mi hija por un impío! ¿Qué hubiera sido de ella? ¡Debe de ser repugnante una mujer sin religión!
—No sé lo que será una mujer sin religión, ni hubiera sido mi propósito que mi hija no la tuviera. Lo que sé es que una mujer exaltada por el fanatismo religioso puede hacerse insufrible.
—¡Qué feliz sería yo si tal hubiera aparecido a los ojos de V. desde el principio! ¡Cuántos males se hubieran evitado! Pero V. pensaba entonces de otra manera, y me persiguió con constancia, me pretendió con terquedad, y no hubo medio de seducción, ni mentira, ni engaño, ni blandura de regaladas palabras, ni encarecimiento de amante que muere de amor, ni promesa de darme toda el alma, que V. no emplease para vencer mi honrado desvío. Llegó V. a alucinarme hasta el extremo de anhelar yo perderme por salvar a V. ¡Aquél sí que fue delirio! ¿Pues no llegué a soñar con que, cayendo yo, iba a ganar su alma de V. y a sacarla de la impiedad en que estaba sumida? ¿Pues no me desvanecí hasta el punto de creer que, incurriendo con V. en el pecado, había de levantarle y traerle luego conmigo en la purificación y en la penitencia? ¿De qué artificios no se vale el demonio para envolvernos en sus redes? Yo estaba ciega. Creí ver en V. un hombre extraviado que me enamoraba, que estaba prendado de mí, a quien por amor mío iba yo a cautivar el alma, haciéndola capaz de más altos amores. No advertí que ni siquiera era V. capaz del bajo y criminal amor de la tierra. Usted buscaba sólo la satisfacción de un capricho, un goce fácil, un triunfo de amor propio. V. creyó que, una vez vencido mi desvío, que después de un instante de pasión y de abandono, todo sería paz, todo lo olvidaría yo por V., para que V. me hallase siempre sumisa, alegre, con la risa en los labios. V. imaginó que yo iba a matar en mi alma todo remordimiento, toda vergüenza, toda idea del deber a que había faltado, todo temor de Dios, todo respeto a mi honra, todo sentimiento amargo de su pérdida, todo miedo a las penas del infierno, todo aguijón en la conciencia. Se equivocó V., y por eso le parecí insufrible. Era V. dueño de mi alma; pero, así como en tierra de valientes y generosos, que jamás olvidan lo que deben a su patria, sólo posee el feroz conquistador la tierra que pisa, así V. no me poseía sino cuando hasta de mí misma me olvidaba. Cuando no, me alzaba yo contra V., trataba de limpiar mi culpa con la penitencia, y luchaba siempre por libertarme. ¿Cuánto, no obstante, hubiera debido enorgullecer a V. cada una de sus victorias, aun siendo impío, sí hubiera V. acertado a comprender la grandeza sublime y tempestuosa de las grandes pasiones? Horribles eran aquellas frecuentes luchas; pero V., cuando triunfaba, triunfaba, no sólo de mí, sino de los ángeles que me asistían; de mi fe profunda; del cielo, a quien yo invocaba; del principio del honor arraigado en mi alma, y de mi conciencia acusadora y severa contra mí misma. V., que sólo buscaba alegría y deleite, se fatigó de luchar. Así me liberté del cautiverio infame. Alabado sea Dios, que lo dispuso. Alabado sea Dios, que ha castigado después tan justamente mi culpa; pero, se lo confieso a V., el castigo que más me ha dolido siempre, el que más me duele todavía, es el tener que despreciar al hombre que he amado. Ya lo sabe V. Usted me halla insufrible: yo le hallo a V. despreciable. Váyase de aquí. Salga de aquí, o haré que le echen. ¿Quiere V. delatarme? ¿Quiere V. declararme culpada? Hágalo. No temo ya desventura ni humillación, por grande que sea. Sépalo V. de una vez para siempre: me alegro de que Clara entre en un convento. No seré tan vil, que por miedo de V. falte a mi deber inculcándole lo contrario. Ahora, márchese; salga de mi casa; déjeme tranquila.
Doña Blanca, puesta de pie otra vez, con ademán imperioso, señalando la puerta con la mano, expulsaba al Comendador. ¿Qué había de hacer, qué había de contestar éste? Doña Blanca pareció frenética a los ojos del Comendador, lleno de piedad y casi de susto. Temió ser cruel y mal caballero si respondía. Guardó silencio. Vio el asunto perdido, al menos por aquel lado, y no quiso prolongar más el doble martirio.
Don Fadrique inclinó la cabeza y salió de la sala harto apesadumbrado. Apenas se vio en la antesala, bajó la escalera, abrió la puerta del zaguán y se lanzó a la calle, respirando con delicia el ambiente, como quien se está ahogando y logra sacar la cabeza del agua en que se hallaba sumergido.
A pesar de su optimista y regocijada filosofía; a pesar de su propensión natural a reír y a ver las cosas por el lado cómico, D. Fadrique estuvo todo aquel día meditabundo, callado, con una seriedad melancólica harto extraña en él.
A la hora de comer apenas probó bocado; apenas si habló con su hermano, con su cuñada y con su sobrina, los cuales, cada uno por su estilo, le agasajaban mucho.
Don José era un señor excelente, que no hacía más que cuidar de su hacienda, jugar a la malilla en la reunión de la botica y dar gusto a Doña Antonia.
Esta señora tenía una pasta de las mejores: cuidaba de la casa con esmero, cosía y bordaba. Era buena cristiana, iba a misa todos los días y rezaba el rosario con los criados todas las noches; pero en todo ello había algo de maquinal, de fórmula, costumbre o rutina, sin que Doña Antonia se metiese en honduras religiosas. Sólo salía algo de sus casillas y mostraba cierto entusiasmo apasionado en favor de la Virgen de Araceli, de Lucena (Doña Antonia era lucentina), prefiriéndola a las otras Vírgenes y hallándola más milagrosa.
En cuanto a director espiritual, Doña Antonia tenía a un capuchino fervoroso y elocuente, cuya fama eclipsaba entonces la del P. Jacinto, el cual, como más tibio en el predicar y en el reprender, no hacía tantas conversiones ni traía al redil tantas ovejas descarriadas como su cofrade barbudo.
Lucía tenía por confesor al P. Jacinto, y se llevaba tan bien con su madre, que las únicas discusiones que había entre ellas eran sobre los méritos de sus respectivos confesores. Por lo demás, como Doña Antonia no tenía voluntad ni opinión, y de todo se le importaba lo mismo, francamente no era gran prueba de sumisión y deferencia en Lucía el no discutir nunca con su madre, salvo sobre el capuchino, y alguna que otra vez, aunque raras, acerca de la Virgen de Araceli. Lucía no era muy devota, y careciendo de otra Virgen predilecta, concedía pronto a su madre la superior excelencia de la suya.
La única causa de disidencia era, pues, el P. Jacinto, en quien Lucía hallaba superior entendimiento e ilustración; mas al cabo, como buena hija que era, y a fin de contentar a su madre, declaraba que el capuchino había reunido a un sinnúmero de malos casados, que andaban campando por sus respetos y viviendo aparte engolfados en mil marimorenas, y había logrado que no pocos pecadores y pecadoras dejasen las malas compañías y peores tratos, e hiciesen vida ejemplar y penitente: de todo lo cual podía jactarse muchísimo menos el P. Jacinto; de donde infería Lucía que el capuchino era mejor director espiritual de los extraviados, y el P. Jacinto mejor director de los que estaban en el buen sendero o dentro del aprisco. El uno valía para vencer y reducir a la obediencia a los rebeldes; el otro para gobernar sabia y blandamente a los sumisos.