La lectura de escrito tan melancólico aguó el contento del paseo del Comendador y de su sobrina. Apenas se hablaron ya hasta volver a casa.
Aquella crisis repentina del alma de Clara puso a D. Fadrique taciturno.
Las ideas que acudían a su mente no eran para reveladas a su sobrina.
Pensaba el Comendador que el perpetuo roce del espíritu de Doña Blanca con el de su hija; que la presión que ejercía en aquella joven de diez y seis años el severo y atrabiliario carácter de su madre, y que los terrores de que había cargado su conciencia, tenían a la pobre Clara en un estado de ánimo no muy distante del delirio. La carta a Lucía era la señal alarmante que Clara daba de aquel estado.
El Comendador, empero, aunque lleno de zozobra, decidió no intervenir aún en nada. La resolución de la crisis podía ser favorable si él no intervenía. Su intervención podía hacerla más peligrosa.
La sinceridad de Clara era evidente. De súbito, sin que el P. Jacinto, ni nadie, se lo inspirase, había cambiado de propósito y se hallaba resuelta a ser monja. Harto se comprende que para las creencias del Comendador esta resolución era funesta; pero en virtud de esta resolución era casi seguro que D. Casimiro sería despedido. Iba a eliminarse un obstáculo; iba a descartarse mi adversario.
D. Fadrique determinó, pues, a guardar con calma, sin dejar de estar a la mira.
Al mismo P. Jacinto no le insinuó ningún aviso que pudiera servirle de regla de conducta. Se fió, por completo, de su buen natural, y le dejó seguir libremente sus propias inspiraciones.
La prudencia del Comendador se vio coronada del éxito al cabo de pocos días.
Doña Blanca, persuadida de que la súbita vocación de su hija era sincera y profunda, tuvo con D. Casimiro una conversación muy afectuosa y, grave, y le dio sus pasaportes.
El P. Jacinto ponderó el fervor de Clara y animó a Doña Blanca para que a la mayor brevedad la dejase entrar de novicia en un convento de carmelitas descalzas que en la ciudad había.
D. Valentín se avino a todo sin chistar.
Clarita hubiera, pues, entrado enseguida en el convento, como lo deseaba y lo pedía; pero la crisis de su alma había influido poderosamente sobre su hermoso cuerpo. Sus ojeras eran más obscuras y extensas que de ordinario; había adelgazado mucho; la palidez de su rostro hubiera inspirado miedo, si su rostro no hubiera sido tan hermoso; su distracción y su embebecimiento parecían a veces más propios de un ser del otro mundo que de una criatura de éste, y en su andar vacilante y, en el brillo momentáneo de sus ojos, seguido siempre del prolongado adormecimiento de tan divinas luces, había como un mal agüero, como un anuncio fatídico, que no pudo menos de perturbar la férrea conciencia de Doña Blanca, de doblegar bastante su inflexibilidad, y de aterrarla por último.
Las causas del cambio de Clara eran vagas y confusas; pero Doña Blanca reconocía que de su modo de educar a Clara, de su involuntario tenaz prurito de mortificarla y asustarla con los peligros del mundo y con su propia condición de pecadora, y de aquel duro yugo que desde la infancia había hecho pesar sobre la conciencia de su infeliz hija, provenía en gran parte la situación en que se hallaba. El motivo, o mejor dicho, la ocasión de exacerbarse el mal y de aparecer de repente con tan medrosos síntomas, era para todos un misterio. Esto no obstaba para que Doña Blanca empezase a temer que pudiera caer sobre ella el crimen de infanticidio por esquivar el delito de hurto.
Doña Blanca procedió, pues, con inusitada blandura y exquisita prudencia; pero sin desmentir su carácter y sin faltar a su más importante propósito.
No contenta con estar persuadida de la firme resolución que tenía Clara de tomar el velo, hízola prometer que profesaría. Y esto de suerte que la promesa no pareció arrancada por instigación de Doña Blanca, sino a su despecho. Así se aseguraba Doña Blanca de que su hija, renunciando al mundo, renunciaría a los bienes de D. Valentín y no podría transmitirlos a nadie.
Pero Doña Blanca no quería matar a su hija. Atormentábase previamente con el remordimiento de que fuera al claustro desesperada y herida d muerte. Deseaba verla profesar, pero alegre, lozana, llena de vida; no apareciendo como una víctima, sino con el deleite, el gozo y la satisfacción de una esposa que vuela a los brazos de su gallardo y feliz prometido.
A fin de lograr que las cosas fueran así, Doña Blanca puso a un lado su constante severidad; empezó a tratar a Clara hasta con mimo, y anhelante de que recobrase la alegría y la salud, rompió el entredicho; abrió las puertas de su casa para Lucía, y consintió en que Clara volviese a salir con ella de paseo, aun a pesar del Comendador.
Doña Blanca, no obstante, antes de dar este permiso, preparó a su hija contra D. Fadrique, pintándosele como un monstruo de impiedad y de infamia, y recomendándole mucho que hablase con él lo menos posible.
Doña Blanca, entre tanto, se propuso seguir encastillada en su caserón, sin ver a nadie más que al P. Jacinto, y a Lucía, si acaso.
El destino de D. Casimiro es el más extraño caprichoso entre los de cuantos personajes figuran en esta historia. En el tejido de su vida había puesto él un orden envidiable y gastado poquísimo. Así es que, por más que D. Casimiro distase mucho de ser un águila en nada, había atinado a darse tan buena traza con economía y juicio, que era un señor acaudalado para lo que entonces se usaba en Villabermeja. Esto se lo debía a sí mismo, y, de ello podía estar con razón y estaba orgulloso. Lo que debió a la casualidad, a un conjunto de hechos para él inexplicables, fue el momentáneo encumbramiento a novio de su linda y rica sobrina la señorita Doña Clara.
Con cincuenta y seis años de edad, no pocos padecimientos y la facha que ya hemos descrito, don Casimiro mismo, a pesar de su amor propio, que no era flojo, había hallado, allá en el centro de su conciencia, un si es no es inverosímil que le quisiesen casar con aquel pimpollo. El amor propio, no obstante, es ingeniosísimo, estando casi siempre su ingenio en razón inversa del ingenio de las personas; por donde D. Casimiro imaginó pronto que en su alma había de haber tan escondidos tesoros de bondad y de belleza, y que en sus modales y porte habían de transcender tal distinción hidalga y tal elegancia ingénita, que, descubierto todo por los ojos zahoríes de Doña Blanca, bastó y sobró para que ella ansiase tener a D. Casimiro, por yerno. Don Casimiro, pues, desde que empezó a ser novio de Clara, se puso más orondo y satisfecho que antes.
Terrible fue el desengaño cuando Doña Blanca le despidió. El enojo interior de D. Casimiro no fue menos terrible; pero él era encogido y muy torpe para expresarse; Doña Blanca hablaba bien y, con autoridad e imperio, y el Sr. D. Casimiro se tragó su enojo, y recibió los pasaportes, hecho manso cordero.
Como sucede a todas las personas débiles y soberbias a la par, la ira de D. Casimiro se fue aglomerando después y poco a poco en el corazón, cuando se detuvo a considerar el chasco que se le daba y el desaire grandísimo que se le hacía.
Cierto que el rival por quien Clara le dejaba era Dios mismo; pero D. Casimiro no se aplacaba con esto.
¿Si querrá ser monja —decía—, para no casarse conmigo? Valiera más haberlo pensado con tiempo y no ponerme en ridículo ahora. Sin duda que para mí es menos cruel que me deje por tan santo motivo que no que me deje para casarse con otro mortal. Yo no hubiera consentido esto último. Nos hubieran oído los sordos. Yo hubiera tenido un lance con mi rival. Pero ¿contra Dios qué he de hacer?
Don Casimiro se consolaba algo con la imposibilidad de tener un lance con Dios, y hasta con la obligación piadosa en que se veía de resignarse.
Su encono contra Doña Blanca y contra Clarita no se mitigaba, a pesar de todo. No había quedado perro ni gato, en diez leguas a la redonda, a quien D. Casimiro no hubiera dado parte de su ventura. Ahora, su caída y su desventura debían de ser e iban siendo no menos sonadas, y, por desgracia, harto más aplaudidas.
La vanidad del hidalgo bermejino recibía desaforados golpes. Pero ¿cómo vengarse?
—La venganza es el placer de los dioses —exclamaba a sus solas el dichoso hidalgo—; pero decididamente yo no soy un dios. ¿Qué me conviene hacer? Es refrán frailuno, y muy discreto, que
la injuria que no ha de ser bien vengada ha de ser bien disimulada
. Disimulemos, pues. También hay otro refrán que reza:
Cachaza y mala intención
. Sigamos lo que prescriben dichos refranes. Lo primero que me importa es dejar ver que no me afligen los desdenes de Clarita. Si ella no me quiere, otra que vale tanto como ella, más que ella, estoy seguro de que me querrá. Voy a volver a pretender a Nicolasa. No es rica, pero es mejor moza que Clarita.
Sin desistir, por consiguiente, de vengarse si se presentaba ocasión cómoda para ello, D. Casimiro resolvió enamorar estrepitosamente a Nicolasa, esperando que así daría picón a la futura carmelita, o probaría al menos que tenía por amiga una mujer de mucho mérito.
Nicolasa, en efecto, lo era. Hija del tío Gorico de su primera mujer, alcanzaba fama en casi toda la provincia por su singular hermosura, discreción y rumbo. Caballeros, ricos hacendados y hasta usías o señores de título, menos comunes entonces que ahora, habían suspirado en balde por Nicolasa, la cual, con modesta dignidad, había respondido siempre en prosa aquello que dice en verso cierta dama de una antigua comedia nada menos que al Rey:
Para vuestra dama, mucho;
para vuestra esposa, poco.
Nicolasa excitaba y provocaba con sus risas, con sus ojeadas lánguidas y, con su libertad y desenvoltura. Los hombres se prendaban de ella, la perseguían y se llenaban de esperanzas; pero, no bien querían propasarse para que se lograsen, Nicolasa se revestía de gravedad y entono, propios de la mejor heroína de Calderón, hablaba de la inestimable joya de su castidad y limpísima honra, y ponía a raya todo atrevimiento, todo desmán y todo propósito amoroso algo positivo que no llevasen por delante al padre cura.
Nicolasa había heredado de su madre ciertas prendas que valen más que los bienes de fortuna, porque los conservan, si los hay, y suelen proporcionarlos, si no los hay. Tenía don de mando y don de gentes, extraordinaria energía de voluntad y perseverancia en sus planes. Se había propuesto o ser una señorona principal o quedarse para vestir imágenes y, sirviéndole esto de pauta, ajustaba a ella todos los actos de su vida.
Aunque el tío Gorico había contraído segundas nupcias, y Nicolasa tuvo madrastra en vez de madre casi desde la infancia, lejos de contribuir esto a que se criase con menos mimo, había ocasionado lo contrario. La madre de Nicolasa había sido tremenda, dominante, feroz: una Doña Blanca a lo rústico; mientras que Juana, la segunda mujer del tío Gorico, era la propia dulzura, sometida siempre a su marido, quien a su vez no hacía más que lo que a Nicolasa se le ocurría. Nicolasa lo podía y mandaba todo en casa de su padre, menos impedir que el tío Gorico dejase de beber bebida blanca.
Los preliminares amorosos de Nicolasa, que estaba entre los veinte y los treinta años de su edad, habían sido ya innumerables. Todos sus amores habían muerto al nacer. A los pretendientes encopetados los había Nicolasa despedido, apelando al cura. A los pretendientes de su clase los había desdeñado cuando ya llegaban a lo serio y hablaban del cura ellos mismos.
Nicolasa, no obstante, como todas las mujeres frías, pensadoras y traviesas, había sabido retener en sus redes, en este crepúsculo de amor, que califican de platónico, a varios suspiradores perpetuos, de los que llaman en Italia
patitos
. Uno, sobre todo, pudiera servir de ejemplo portentoso por su pertinacia, resignación y fervor en las incesantes adoraciones. Tal era el hijo del maestro herrador, Tomasuelo.
Desde los diez y siete hasta los veinticinco años que ya tenía, estaba como en cautiverio agridulce. Jamás Nicolasa le dijo que le amaba de amor, y jamás le quitó la esperanza de que tal vez un día podría amarle. En cambio, le declaraba de continuo que le amaba más de amistad que a ningún otro ser humano; y cuando le declaraba esto, se le veía al chico hasta la última muela, sentía una beatitud soberana, y, daba por bien empleados sus, para otras cosas, inútiles y perennes suspiros.
Y no se crea que Tomasuelo era canijo, ruin y tonto. Tomasuelo era listo, despejado y fuerte: el mozo más guapo del lugar; pero Nicolasa le había hechizado. Con un rayo de luz de sus ojos podía darle una dosis de aparente bienaventuranza que le durase una semana. Con una palabra sola podía hacerle llorar como si fuese un niño de cuatro años.
Las cadenas en que Tomasuelo gemía y gozaba a la vez de verse cautivo, estaban suavizadas para el mozo, y en cierto modo justificadas para el público, con notable habilidad y profundo instinto. Tomasuelo podía entrar cuando se le antojase en casa del tío Gorico, ver a Nicolasa, requebrarla, mirarla con amor, acompañarla cuando salía; en suma, servirla y cuidarla, sin que nadie fuese osado a censurar lo más mínimo. Aunque entre Nicolasa y el hijo del herrador no había el más remoto grado de parentesco, Nicolasa había preconizado a Tomasuelo por su hermano. Dios naturalmente no le había dado objeto en quien poner amor fraternal; pero ella, que sentía con viveza y hondura este amor, se proporcionó a Tomasuelo para consagrársele. Con frases sencillas con ánimo imperturbable, Nicolasa explicaba de esta manera sus extrañas relaciones con Tomasuelo; y como Tomasuelo hacía gala de su adoración espiritual y se lamentaba resignado de no ser querido de otra suerte, todos en el lugar, lejos de censurar, se maravillaban de aquel purísimo y angélico lazo que estrechaba así dos almas.
Cuanto pretendiente se acercaba a Nicolasa era respetado por Tomasuelo, quien no le ponía el menor estorbo, durante los preliminares y coqueteos; pero si más tarde se extralimitaba y dejaba ver que venía con mal fin, ya podía temer el enojo y las pesadas manos de aquel hermano adoptivo, celoso de la honra de su familia. Asimismo Tomasuelo se ponía zahareño y poco agradable en su trato con todo aquel rival que por cualquier causa era despedido definitivamente y seguía importunando.
Don Casimiro había estado, antes del noviazgo con Clara, en un largo período de coqueteo con Nicolasa, la cual, con exquisita circunspección, había sabido ir templando y moderando la máquina de los efectos, a fin de no precipitar al hidalgo en declaraciones y demostraciones tales, que no tuviesen ya más salida que la de ponerle en la disyuntiva de prometer boda o de abandonar la empresa. Gracias a esta conducta, que pasa de hábil y raya en primorosa, D. Casimiro no había sido despedido; sus amores con Nicolasa habían sido como aurora, como amanecer poético de un día, que no llegó por haberse interpuesto el compromiso con Clarita. Roto ya este compromiso, don Casimiro pudo volver, previo el perdón de su inconsecuencia, pedido con humildad y concedido magnánimamente, al mismo punto en que lo había dejado: al amanecer, a la aurora.