El comendador Mendoza (14 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
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—Allá voy, hija; ten calma que todo se andará. Mi encomio de Clarita estaba muy en su lugar, porque de Clarita voy a hablarte. Me consta, como su director espiritual que soy, que te obedecerá en todo; pero dime, ¿no consideras tú que para algunas cosas, de la mayor importancia, convendría consultar su voluntad?

—¿Y quién ha informado a V. de que yo no la consulto cuando conviene?

—¿Has preguntado, pues, a Clara si quiere casarse tan niña?

—Sí, padre, y, ha dicho que sí.

—¿Le has preguntado sí aceptará por marido a D. Casimiro?

—Sí, padre, y también ha dicho que sí.

—¿Y no serán parte el temor y el respeto que inspiras a tu hija en esas respuestas?

—Creo que no merezco sólo inspirar a mi hija respeto y temor, sino también cariño y confianza. Prevaliéndose, pues, mi hija del cariño y de la confianza que debo inspirarle, hubiera podido contestar que no quería casarse con D. Casimiro. Nadie la ha violentado para que diga que quiere. Querrá cuando lo dice.

—Es cierto; querrá, cuando lo dice. No obstante, para que una decisión de la voluntad sea válida, importa que la voluntad esté previamente ilustrada por el entendimiento acerca de aquello sobre lo cual decide. ¿Crees tú que Clarita sabe lo que quiere y por qué lo quiere?

—Acaba V. de hacer el encomio más extremado de mi hija, y ahora me induce a pensar que la tiene por tonta, por incapaz de sacramento. ¿Cómo quiere V. que una mujer de diez y seis años ignore los deberes que el santo matrimonio trae consigo?

—No los ignora… pero no me vengas con sofismas… una niña de diez y seis años no sabe toda la transcendencia del sí que va a dar en los altares.

—Por eso tiene a su madre, para iluminarla, aconsejarla y dirigirla.

—¿Y tú la has iluminado, aconsejado y dirigido según tu conciencia?

—La menor duda sobre eso, la mera pregunta que me hace V. es una ofensa terrible y gratuita. ¿Cómo presumir, sospechar, ni por un instante, que había yo de aconsejar a mi hija en contra de lo que mi conciencia me dictase? ¿Tan mala me cree V.?

—Perdona; me expliqué con torpeza. Yo no creo, ni puedo creer que hayas aconsejado a tu hija contra tu conciencia; pero sí puedo creer que en tu entendimiento cabe error, y que, llevada tú de algún error, induces a tu hija a dar un paso deplorable.

—Extraño muchísimo los razonamientos de usted en el día de hoy. ¡Qué diferentes de lo que eran antes! ¿Qué cambio ha habido en V.? Seré yo víctima de un error, y en virtud de ese error daré malos consejos y tomaré funestas resoluciones; pero usted lo sabía tiempo ha, y nada había dicho en contra cuando no había aún compromiso alguno contraído. ¿Cómo ha venido de pronto a hacerse patente a los ojos de V. ese error, que antes no percibía? ¿Qué luz del cielo le ha ilustrado a V. el alma? ¿Qué santo o qué ángel bendito ha bajado a la tierra a descubrir a V. lo bueno y a distinguirlo de lo malo?

Doña Blanca, según se ve, iba ya perdiendo su aplomo y su dificultosa dulzura. El P. Jacinto empezaba también a amostazarse; pero hizo un esfuerzo heroico, y en vez de seguir adelante y de excitar la tempestad, procuró calmarla por cuantos medios se le ocurrieron.

—Tienes razón que te sobra —contestó con mucha humildad—. Yo debí disuadirte a tiempo de que concertaras esa boda. Del error que noto en ti, confieso que he participado. Por lo menos, ha sido en mí un descuido atroz, una ligereza imperdonable, el no hablarte antes como te estoy hablando hoy. Pero si yo erré, con reconocerlo ya y con apartarme del error, te induzco a que me imites, aunque te dé armas en contra mía. Lo que afirmas, probará mi inconsecuencia, mas no prueba nada contra mi consejo.

—¿Cómo que no prueba nada? Quita a su consejo de V. toda la autoridad que de otra suerte hubiera tenido. Consejo dado tan de repente… hasta pudiera sospecharse… que no se funda en pensamiento propio del consejero.

Doña Blanca, al pronunciar esta última frase, lanzó al padre una penetrante y escrutadora mirada. El padre, que no era tímido, se cortó un poco y bajó los ojos. Serenándose al instante, repuso:

—No se trata aquí de más autoridad que de la autoridad de la razón. Para darte el consejo, válganme la amistad y el cariño que tengo a tu persona y a los de tu familia: para que le aceptes o le deseches, no pretendo que valga sino el ingenio, que pido a Dios me conceda, para llevar el convencimiento a tu alma.

—Está bien. ¿Quiere V. decirme qué razones, hay para que Clara no se case con D. Casimiro? V. es el confesor de Clara. ¿Ama Clara a otro hombre?

—Por lo mismo que soy su confesor, si Clara amase a otro hombre y ella me lo hubiera confiado, no te lo diría sin que ella me diese su venia, que yo sabría pedir y exigir en caso necesario. Por dicha, para nada tiene que entrar aquí la cuestión de si Clara ama o no a otro hombre.

—No me venga V. con rodeos y sutilezas. Yo he educado a mi hija con tal rigidez y con tal recogimiento, que no tengo la menor duda de que no ha tenido amoríos. Clara no ha mirado jamás con malicia a hombre alguno.

—Así será. Pero ¿no podrá mirarle el día de mañana? ¿No podrá amar, si no ama aún?

—Amará a su marido. ¿Por qué no ha de amarle?

—Vamos, señora —dijo el P. Jacinto ya con la paciencia perdida—: no amará a su marido, porque su marido es feo, viejo, enfermizo y fastidioso.

—Quiero suponer —contestó Doña Blanca con el reposado entono que tomaba cuando más tremenda se ponía—, quiero suponer que las caritativas calificaciones de V. cuadran perfectamente al sujeto, a la persona de mi familia, a quien V. honra con ellas. Su exquisito gusto de V. en las artes del dibujo halla feo a D. Casimiro; sus conocimientos de V. en la medicina le han hecho comprender que está el pobre mal de salud, y la amenidad y discreción que en V. campean, es natural que le induzcan a fastidiarse de todo ser humano que no sea tan ameno y tan ingenioso como V., cosa, por desgracia, rarísima; pero V. no me negará que mi hija, menos instruida en las proporciones y bellezas de la figura del hombre, puede no hallar feo a D. Casimiro, como no le halla; menos docta en ciencias médicas, puede creerle más sano, y menos chistosa que V., puede muy bien hallar en D. Casimiro algún chiste y no aburrirse de su conversación. Y por otra parte, aunque mi hija viese en D. Casimiro los defectos que V. señala, ¿por qué no había de amarle? Pues qué, ¿una mujer de honor, una buena cristiana, ha de amar sólo la hermosura física y el desenfado en el hablar? ¿Será menester buscarle para marido, no a un caballero de su clase, honrado, temeroso de Dios, virtuoso y lleno de atenciones y buenos deseos de hacerla dichosa, sino a algún saltimbanquis robusto, a algún truhán divertido, que provoque en ella con sus chocarrerías tina risa indecorosa y un regocijo poco honesto?

—Mira, Doña Blanca —dijo el fraile, que jamás abandonaba el tuteo, aunque se incomodara—, no creas que se necesite ser un Apeles o un Fidias para conocer que es feo D. Casimiro. Su fealdad es tan patente y somera, que no hay, que ahondar mucho para descubrirla. Y en cuanto a su ruin salud y escasa amenidad, te aseguro lo mismo. Sin haber cursado medicina, sin ser un Hipócrates, ve cualquiera que D. Casimiro está por demás estropeado. Y sin haber estudiado el
Examen de ingenios
, de Huarte, se descubre enseguida que el de don Casimiro es romo y huero. Yo no pretendo que busques para Clarita a Pitágoras y a Milón de Crotona en una pieza; pero ¿qué diablura te lleva a darle por marido a Tersites?

El P. Jacinto se abstenía de echar latines cuando hablaba a las mujeres; pero no podía menos de citar en romance, siempre que se dirigía a damas de distinción, hechos, personajes y sentencias de la antigüedad clásica y de las Sagradas Escrituras. Por lo demás, era tan claro el sentido de lo que decía, que Doña Blanca, aunque no hubiera sabido más o menos confusamente la condición de los personajes citados, no hubiera tenido la menor duda sobre lo que el fraile quería significar. Así es que le respondió:

—Reverendo padre, esos son insultos y no consejos; pero jamás me enojaré con V. Lo único que afirmo es que todos los defectos que pone V. a mi futuro yerno han de estar menos al descubierto de lo que V. supone ahora, cuando antes de ahora no los ha conocido V. Y si los conocía, ¿por qué antes no me los dijo? Repito que alguien ha venido a ilustrar su claro entendimiento de V. Alguien le induce a dar este paso. No hay que disimular. Sea V. leal y franco conmigo. V. ha hablado con alguien acerca de la proyectada boda de Clarita. Sus consejos de V. no son consejos, sino un mensaje solapado.

El P. Jacinto era fresco de veras; pero con Doña Blanca no había frescura que valiese. El pobre fraile estaba sofocado, rojo hasta las orejas. Por él hubiera podido inventarse aquella frase con que se denota que a alguien le han dado una buena descompostura:
tenía encarnadas las orejas como fraile en visita
.

Hasta su lengua, que por lo común estaba tan suelta, se le había trabado un poco y no atinaba a contestar.

Doña Blanca, notando aquel silencio, le excitaba a que se explicase y añadía:

—No me cabe duda. Está V. convicto y casi confeso. V. desaprueba hoy lo que ayer aprobaba, porque un enemigo mío le ha llenado la cabeza de ideas absurdas. Atrévase V. a negar la verdad.

Interpelado, acusado con tan desmedida audacia y con tan ruda serenidad, el P. Jacinto sacó fuerzas de flaqueza; puso a un lado la causa de su inusitada timidez, que era sólo el recelo de perjudicar los intereses de Clara y de su amigo y antiguo discípulo, y, ya libre de estorbos, contestó tan enérgica y sabiamente, que su contestación, la réplica a que dio lugar y todo el resto del diálogo tomaron un carácter distinto y solemne, por donde merecen capítulo aparte, el cual será de los más importantes de esta historia.

XVII

El P. Jacinto, sin alterarse, imitando el entonado reposo de su ilustre amiga, contestó lo que sigue:

—Ya he confesado con ingenuidad que debí aconsejarte antes. No lo hice, no porque aprobase tu plan, sino porque, llevado de ligereza vergonzosa y de indiferencia villana y grosera, no advertí todo el horror de la boda que tienes concertada. ¿Debo el advertirlo ahora a mi propio espíritu, o bien al de otra persona que me ha ilustrado? Punto es éste que podrá interesarte sabe Dios por qué y que podrá afectar mi reputación de hombre entendido; pero en nada altera el valor de mis consejos. No quiero ni puedo justificar mi inconsecuencia. Puedo y debo, con todo, mitigar un poco la rudeza de tu acusación, y lo haré al exponer las razones en que fundo mis consejos de ahora. Sentiré expresarme con impropiedad, aunque espero de tu buena fe que no me armes disputa sobre las palabras, si entiendes la idea y la sana intención con que la expreso. Tal vez está educada Clara con rigidez que raya en extremos peligrosos. Temiendo tú que un día pueda caer, le has exagerado los tropiezos. Temiendo tú que la nave pueda zozobrar e irse a pique, has ponderado los escollos y bajíos que hay en el mar del mundo, el ímpetu y violencia de los vientos que combaten la nave y hasta su fragilidad y desgobierno. Esto tiene también sus peligros. Esto infunde una desconfianza en las propias fuerzas que raya en cobardía. Esto nos hace formar un concepto de la vida y del mundo mucho peor de lo que debe ser. ¿Cómo ha de negar un creyente que de resultas de nuestros pecados el mundo es un valle de lágrimas; que el demonio tiende su red de continuo para perdernos; que nuestra flaca condición es propensa al mal, y que es necesario el favor del cielo para no caer en las tentaciones? Todo esto es innegable, pero conviene no exagerarlo. Una vez muy exagerado, o hay que huir al desierto y hacer la vida ascética de los ermitaños, y entonces todo va bien, porque la belleza y la bondad que no se ven en la tierra, se esperan, se presienten y casi se ven ya en el cielo, en éxtasis y arrobos, o hay que dar, faltando el amor divino, faltando la caridad fervorosa, en un desesperado desprecio de uno mismo y en tal desdén y odio a todo lo creado y a nuestros semejantes, que hacen a quien así vive odioso y enojoso a sí y a los demás seres. Hija, no sé si me explico, pero tú eres perspicaz y me irás entendiendo. Otro grave peligro nace también de tu método de educar. La conciencia se halla con él más apercibida y precavida para la lucha; pero al mancharlo todo, se mancha, al inficionarlo todo, se inficiona; al presentir en todo un delito, una impureza, provoca y hasta evoca las impurezas y los delitos. Clarita tiene un entendimiento muy sano, un natural excelente: pero, no lo dudes, a fuerza de dar tormento a su alma para que confiese faltas en que no ha incurrido, pudiera un día torcer y dislocar los más bellos sentimientos y convertirlos en sentimientos pecaminosos; pudiera concebir del escrúpulo de su conciencia, inquisidora del pecado, el pecado mismo que antes no existía. No tengo que asegurarte que yo por mil motivos no he procurado relajar la rigidez de los principios que has inculcado a Clarita, si bien mi modo de ser me lleva, por el contrario, a la indulgencia, a ver en todo el lado bueno, y a tardar muchísimo en ver el lado malo, y a no descubrirle sino después de larga meditación. Así es que al principio, contrayéndonos al asunto de la boda, no vi sino el lado bueno. Vi que D. Casimiro es un caballero de tu clase, honrado, religioso, prendado de Clarita y deseando hacerla feliz. Vi que, casándose con ella, seguiría ella aquí y no se la llevarían lejos de su madre y de nosotros, que la queremos tanto. Vi que con su mucha hacienda y la de su marido haría un bien inmenso en estos lugares, empleándose en obras de caridad. Y vi en la misma austeridad con que está educada la garantía de que para Clarita no podía ser el matrimonio el medio de satisfacer y aun de santificar, merced a un lazo sagrado e indisoluble, una pasión violenta, profana y algo impía, ya que consagra al hombre cierta adoración y culto que a sólo Dios se debe, y una ilusión caduca, efímera, que se disipa tanto más pronto cuanto más vivo y ardiente es el resplandor con que la fantasía la finge y colora. Todo esto vi, y por haberlo visto trato de cohonestar, ya que no disculpe, el no haberme opuesto antes a la boda. Imaginaba yo, además, que Clarita no la repugnaba. Clarita nada me ha dicho después; pero mis ojos se han abierto, y ahora comprendo que la repugna con repugnancia invencible, allá en el fondo de su alma. Ahora comprendo que Clarita no ve sólo en el matrimonio un voto de devoción y sacrificio. Clarita quiere amar y que el matrimonio sancione y purifique su amor. El matrimonio, por lo tanto, no puede ser para ella el mero cumplimiento de un deber social, un acto de abnegación, un padecimiento a que hay que resignarse, una penitencia, una prueba, un castigo. El profundo respeto que te tiene, la ciega obediencia con que se somete a tu voluntad, la creencia de que casi todo es pecado, no consentirán que ella confiese nunca ni a sí misma lo que te digo; pero yo no dudo ya que lo siente. Ahora bien; ¿es merecedora Clarita de esa penitencia? ¿Es digna de ese castigo? ¿Qué derecho tienes para imponérsele? Y si es prueba, ¿quién te da permiso para poner a prueba su bondad? ¿Por qué, si lo grave y áspero de un deber, como es el del matrimonio, puede mezclarse y combinarse con lícitos contentos que aligeren la cruz y con satisfacciones y gustos que suavicen la aspereza del camino, quieres tú sólo para tu hija la aspereza del camino y la pesadumbre de la cruz, y no también la permitida dulzura?

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