El comendador Mendoza (18 page)

Read El comendador Mendoza Online

Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
12.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las cosas estaban dispuestas con tal arte, que en lugar de escamarse un pretendiente con Tomasuelo, lo primero que tenía que hacer era como impetrar el beneplácito de aquel espiritual hermano, tan celoso, vigilante e interesado en el bien de su hermanita. D. Casimiro obtuvo la confianza y venia de Tomasuelo, y lo consideró buena señal.

Abandonada la ciudad, y vuelto D. Casimiro a sus reales de Villabermeja, se puso a galantear a Nicolasa con la imprudencia y el ímpetu del despechado. Ella era harto discreta para no conocer que entonces o nunca: que la fortuna le presentaba el copete y que importaba asirle. D. Casimiro buscaba en Nicolasa refugio y compensación contra el desdén de Clarita. D. Casimiro estaba en su poder.

Nicolasa provocó la declaración seria y definitiva. Hecha ésta, planteó los dos términos del fatal dilema: o promesa formal de casamiento, o despedida y nuevas calabazas ruidosas. D. Casimiro no pudo resistir y prometió casarse.

Espantoso día de prueba fue aquel en que supo este triunfo el platónico Tomasuelo. Hasta entonces no había tenido rival que fuese más dichoso que él. Ya le tenía. La amargura de los celos le acibaró el corazón; las lágrimas brotaron en abundancia de sus ojos.

Cuando vio a solas a Nicolasa, con los ojos encarnados de llorar y con voz trémula le dijo:

—¿Conque cedes al amor de D. Casimiro? ¿Conque vas a casarte? ¿Conque me matas?

—Calla, tontito mío, —contestó ella—. ¿A qué vienen esas quejas? ¿Te he engañado yo jamás?

—No; no me has engañado.

—¿Querías que dejase pasar tan buena proporción de ser señora principal y millonaria? ¿Tan mal me quieres, egoísta?

—No porque te quiero mal, sino porque te quiero a manta, lo siento y lo lloro.

Y Tomasuelo lloraba en efecto.

—Anda, no llores, majadero. ¡Si vieses qué feo te pones! ¿Quién ha visto llorar a un hombrón como un castillo?

—Pero ¡si no puedo remediarlo!

—Sí puedes; haz un esfuerzo, ten valor y, sosiégate. Ten en cuenta que, de aquí adelante, no sólo hallarás en mí a una hermana, sino a una madrina y a una protectora muy pudiente.

—¿Y a mí qué se me da todo eso? Nada. Lo que yo codiciaba era tu cariño.

—¿Y no lo tienes como antes, ingrato? Pues qué, ¿los buenos hermanitos dejan de amarse aunque se case uno de ellos?

—No seas tramoyona, no me aturrulles. Ya sabes tú que la ley que yo te tengo no puede sufrir…

—Vamos, vamos; déjate de niñerías. ¿Quién crees tú que ocupa y llena el lugar más bonito, principal y escondido de mi corazón? Tú. Mi alma es tuya. Te la di toda con el amor que en ella se cría; con afecto de hermana. ¿Qué sombra puede hacerte que sea yo la mujer legítima de D. Casimiro? ¿Por eso hemos de dejar de querernos como hasta aquí, más que hasta aquí? Nos querremos cuanto tú quieras y cuanto sea posible quererse, sin ofender a Dios. ¿Supongo que tú no querrás ofender a Dios? Contesta.

—No, mujer; ¿cómo he de querer yo ofender a Dios? Pues qué, ¿no soy buen cristiano?

—Lo eres. Es una de las partes que más aprecio en ti. Por eso confío en que pienses que voy a ser esposa de otro y no desees nada. Sólo el deseo es ya pecado. Acuérdate de los mandamientos.

—Oye, ¿y está en mi poder no desear?

—Sí. Cállate; no digas nada a nadie, ni a ti mismo, cuando desees, y el silencio matará el deseo.

—Me matará a mí antes.

Tomasuelo lloró más fuerte que nunca. Las lágrimas caían a modo de lluvia, acompañadas por tempestad de sollozos.

—¡Por vida de los hombres endebles! —exclamó Nicolasa. ¿Qué locura es ésta? Cálmate, por Dios y ten pecho ancho.

Nicolasa, con suma blandura, enjugó las lágrimas del mozo con el propio pañuelo de ella; luego le dio tres o cuatro palmaditas en el grueso y robusto cogote; luego le hizo unas cuantas muecas como remedando la desconsolada cara que ponía, y, por último, le pegó un afectuoso y archifamiliar tirón de las narices.

Tomasuelo no supo resistir a tanto favor y regalo. Como rayos de sol entre nubes, la alegría y la satisfacción aparecieron en sus ojos a través de las lágrimas. La boca de Tomasuelo se abrió, enseñando la blanca, completa y sana dentadura. No pudo sonreír, porque se quedó boquiabierto y como traspuesto.

Nicolasa entonces repitió los cogotazos; añadió al tirón de las narices unos cuantos tirones de las orejas, y Tomasuelo pensó que se le llevaban al paraíso y que era el más feliz de los mortales.

En esta situación de ánimo convino en que Nicolasa debía casarse con D. Casimiro; en que él debía seguir siendo su hermano, sin pensar, o sin decir al menos que pensaba en otra cosa; y concibió con claridad, más que por el discurso y las razones, por los blandos cogotazos y por los tirones de orejas, toda la suavidad, hechizo, consistencia y deleite del amor espiritual que a Nicolasa le ligaba.

Así venció Nicolasa los obstáculos todos y aseguró su proyectada boda con D. Casimiro.

La fama difundió al punto la noticia por toda Villabermeja; salvó luego su término y la llevó a la ciudad, y a los oídos del Comendador, de su familia y de los señores de Solís.

El Comendador había sido visitado por D. Casimiro y le había pagado la visita. No se habían hallado en casa y no se habían visto. La frialdad de sus relaciones no hacía necesario más frecuente trato.

No bien supo el Comendador el resuelto proyecto de boda entre D. Casimiro y Nicolasa, fue a Villabermeja; visitó a la chacha Ramoncica y tuvo una larga conferencia con ella, de cuyo objeto se enterara más tarde el curioso lector. Después de esto se volvió a la ciudad D. Fadrique.

XXII

Clara había vuelto a salir de paseo con Lucía y acompañada del Comendador y de Doña Antonia; pero Clara estaba cambiada.

Su palidez y su debilidad eran para inspirar serios temores. Su distracción continua asustaba también al Comendador. Cuando éste le dirigía la palabra, Clara se estremecía como si la sacasen de un sueño, como si cortasen el vuelo remontado de su espíritu y le hiciesen caer de pronto del cielo a la tierra, a modo de pajarillo herido por el plomo allá en lo sumo del aire.

A pesar de la benignidad y dulce condición de Clara, D. Fadrique advertía con pena que aquella linda criatura esquivaba su conversación; casi no le respondía sino con monosílabos, y hasta procuraba que él no le hablase.

Con Lucía era Clara más expansiva, y Lucía seguía siéndolo siempre con el Comendador. Por medio, pues, de Lucía penetraba aún el Comendador en el espíritu de aquel ser querido y comunicaba algo con él.

Las nuevas que Lucía le daba eran en substancia siempre las mismas, si bien más inquietantes cada vez.

—No lo comprendo, tío —decía Lucía—, pero a veces me doy a cavilar que a Clara le han dado un bebedizo. ¡Tiene unos terrores tan inmotivados! ¡Siente unos remordimientos tan fuera de razón!… No sé qué sea ello. Doña Blanca le ha puesto tan feroces escrúpulos en el alma, le ha hecho recelar tanto de su apasionada natural condición… que la infeliz se cree un monstruo, y es un ángel. Tal vez imagina que la persiguen las furias del infierno, los enemigos del alma, una legión entera de diablos, y entonces no se considera en salvo sino acogiéndose al pie del altar. Es menester que avisemos a D. Carlos que venga pronto, a ver si liberta a Clara de este género de locura.

El Comendador y Lucía escribieron con la misma fecha a D. Carlos de Atienza, participándole la novedad de la despedida de D. Casimiro, de la resolución de Clara de retirarse a un convento y de estado poco satisfactorio de su salud. Don Carlos partió desatentado de Sevilla, y estuvo en la ciudad a poco.

Con el mismo recato y disimulo de siempre Don Carlos volvió a ver a Clara en los paseos que ésta daba con Lucía; pero la delicada salud de Clara le llenó de desconsuelo. Y más aún, si cabe, le atormentó y afligió el ver a Clara esquiva, tímida como nunca, apartándose de él y no queriendo apenas hablarle, aunque mirándole a veces con involuntarias amorosas miradas, que se conocía que ella dejaba escapar a su despecho, y con las cuales, más que amor, reclamaba piedad, conmiseración y hasta perdón por su inconsecuencia de dejarle, de haber alentado sus esperanzas, y de matarlas ahora entrando en el claustro.

La desesperación de D. Carlos de Atienza llegó a su colmo. Con no poca amargura echaba la culpa de todo al Comendador.

Para esto —decía— me obligó V. a que me ausentase. En esto han parado las promesas de arreglarlo todo en menos de un mes: en que Clara se me esté muriendo, y en que además haya dejado de amarme y quiera ser monja; en que acabe por tomar el velo… y luego la mortaja. Pero yo me moriré también. Yo no quiero sobrevivir. Me mataré si no me muero.

El Comendador no sabía qué responder a tales quejas. Procuraba consolar a D. Carlos, que le juzgaba indiferente y extraño; que ignoraba que él tenía mayor necesidad de consuelo.

Iba D. Fadrique a buscarle en el P. Jacinto. Iba asimismo a buscar en él alguna luz sobre aquel misterio; pero ¡caso extraño! el P. Jacinto, todo franqueza y jovialidad antes, se había vuelto muy grave, muy misterioso y muy callado.

Don Fadrique entrevía, no obstante, que el padre Jacinto aprobaba la resolución de Clara de ser monja. Esto le ponía fuera de sí, y a veces estaba a punto de romper con el P. Jacinto y de mirarle como a amigo desleal o como a fanático sin entrañas.

Con todo, en medio de sus tribulaciones el Comendador se reportaba y no perdía la calma. Había tomado sus medidas. Su conducta estaba prescrita y determinada con firmeza, y aguardaba sereno el resultado.

Este no tardó mucho en venir.

Era muy de mañana cuando trajo mi criado desde Villabermeja una carta para D. Fadrique. Don Fadrique la leyó rápidamente, estando en la cama aún. Se levantó a escape, se vistió y se fue al convento de Santo Domingo en busca de su maestro.

El padre acababa de levantarse y recibió a Don Fadrique en su celda. Sentados ambos, como en la otra celda de Villabermeja, hablaron de este modo.

XXIII

Padre Jacinto —dijo el Comendador con aire de jubiloso triunfo—, Clara es libre ya. No es menester que se case con D. Casimiro ni que sea monja.

—¿Cómo es eso, hijo mío?

—He dado por ella una suma igual a todo el caudal de D. Valentín.

—¿A quién?

—A D. Casimiro.

—¿Y con qué razón? ¿Con qué pretexto ha podido aceptarla?

—La ha aceptado con una razón que promete callar; por un motivo secreto.

—¡Válgame Dios, hijo mío! ¡Qué delirio! ¡Qué sacrificio inútil: Y dime… ese motivo secreto…! ¡Confiar así a D. Casimiro la honra de una familia ilustre!…

—Yo no le he confiado nada.

—¿Pues de qué medio te has valido?

—De una mentira; pero mentira indispensable y con la cual nadie pierde.

—¿Puedo saber esa mentira?

—Todo lo va V. a saber.

El padre prestó la mayor atención. Don Fadrique prosiguió diciendo:

—De sobra sabe V. que Paca, la primera mujer del tío Gorico, fue una mala pécora.

—Es evidente. Dios la haya perdonado.

—La buena reputación de Paca no tiene nada que perder.

—Absolutamente nada.

—Pues bien. Hay la feliz coincidencia de que Nicolasa nació pocos meses después de mi ida de Villabermeja, cuando estuve allí de vuelta de la Habana.

—¿Y qué?

—He hecho creer primero a la chacha Ramoncica, con el mayor sigilo, que Nicolasa es hija mía. Le he dicho que un deber imperioso de conciencia me obliga a dotarla, ahora, que ella se va a casar. La chacha entiende poco de números. Se ha espantado, no obstante, de la enorme cantidad que yo quería dar por dote; pero la he echado de espléndido y me he supuesto más rico de lo que soy. A las observaciones que la chacha me ha hecho, he respondido que mi resolución era irrevocable. He persuadido, por último, a la chacha de que no conviene que Nicolasa sepa los lazos que a ella me unen, y que es más delicado y honesto que lo sepa sólo el sujeto que va a ser su marido. He logrado, pues, que la chacha se encargue de persuadir a D. Casimiro a que tome lo que libre, aunque misteriosamente, quiero dar y doy a su futura. No creo que la chacha haya tenido que hacer grandes gastos de elocuencia para convencer a D. Casimiro de que debe aceptar. Don Casimiro me ha escrito esta carta, donde me dice que acepta, me colma de elogios por mi generosidad, y me promete callar el motivo de la donación que le hago, y la misma donación, hasta donde sea posible.

El P. Jacinto leyó la carta que le entregó D. Fadrique. Luego sacó éste del bolsillo un paquete de papeles. Le puso sobre la mesa y dijo:

—Aquí están los papeles todos que se requieren para formalizar la donación, la cual deseo que se lleve a feliz término por medio de V. Éste es el poder más amplio, otorgado ante un escribano de esta ciudad, para que V. disponga, venda, enajene y haga lo que convenga con todo cuanto me pertenece. Éstas son las cartas a los banqueros que tienen fondos míos, poniéndolos todos a la orden de V. Ésta, por último, es la lista, inventario, cuenta o como quiera llamarse, de lo que en poder de dichos banqueros tengo hasta ahora; y esta otra es la cuenta de lo que valen los bienes de D. Valentín, justipreciados por peritos. Escasamente llegará lo mío a cubrir el importe de lo que disfruta dicho señor; pero V. sabe que poseo algunas finquillas, y, si fuere menester, supliré la falta. Querido maestro, V. va a ser ejecutor fiel y pronto de mi decidida voluntad, de la cual pretendo que dé V. noticia y testimonio a Doña Blanca, exigiéndole en cambio de mi parte la libertad de mi hija. Y digo exigiéndole la libertad de mi hija, porque si no le da libertad, si no procura quitarle de la cabeza tanto insano delirio, si no determina curarla de la mortal enfermedad de alma y de cuerpo, que su orgullo, su fanatismo y sus remordimientos, mil veces más odiosos que el pecado, han hecho nacer, yo me he de vengar, dando el más insolente escándalo que se ha dado jamás en el mundo. Espero que aceptará V. gustoso mi encargo.

—Le acepto, —respondió el padre—; mas no sin condiciones. Yo no he de ser el instrumento de tu ruina, si tu ruina es inútil.

—¿Y por qué inútil?

—Porque Clara, a mi ver, no desistirá ya de tomar el velo.

—¿Cómo que no desistirá? Sobre Clara pesa el yugo férreo de su madre. Quitémosle ese yugo, y Clara volverá a vivir, y volverá a amar a su gallardo estudiante, y se casará con él, y, será dichosa.

—Lo dudo.

—Yo no lo dudo. Lo que no me explico es cómo se ha vuelto V. tan tétrico.

Other books

For Now (Forever Book 1) by Richards, Kylee
The Neighbor by Lisa Gardner
Wolf Dream by M.R. Polish
Pegasus: A Novel by Danielle Steel
Morning Man by Barbara Kellyn
The Corruption of Mila by Jenkins, J.F.
Damned and Desired by Kathy Kulig