—Me parece que es ya tarde, —dijo el P. Jacinto, suspirando.
—Voto al mismo Satanás —replicó D. Fadrique—: no es tarde aún, si la dicha es buena. Vaya usted hoy mismo a ver a Doña Blanca. Infórmela de todo. Convénzala de que es libre Clara; de que los bienes, que de D. Valentín ha de heredar están ya pagados. Sepa Doña Blanca que yo rescato misteriosamente a nuestra hija. Sepa también que si no admite el rescate, romperé todo freno; lo diré todo; seré capaz de una villanía; la deshonraré en público; leeré a D. Valentín cartas que aún de ella conservo; haré doscientas mil barbaridades.
—Vamos, hombre, modérate. Enseguida iré a hablar con Doña Blanca. Ella es madrugadora. Estará ya de punta y me recibirá. Aguárdame en tu casa, y allá acudiré a referirte mi entrevista.
—En casa aguardaré a V. Apresúrese, padre, porque estoy devorado por la impaciencia.
Dicho esto, el fraile y D. Fadrique se levantaron y salieron juntos de la celda a la calle, por la cual caminaron en silencio, hasta que el uno entró en casa de su hermano y el otro en casa de Doña Blanca Roldán.
Dando paseos por su estancia; despidiendo desabridamente a la curiosa Lucía, que asomó la rubia cabeza a la puerta, y preguntó, como de costumbre, qué había de nuevo, y lleno todo de agitación, esperó D. Fadrique más de hora y media.
El fraile llegó al cabo; pero, antes de que abriese los labios, columbró D. Fadrique, en lo melancólico que venía, que era portador de malas nuevas.
No bien entrado el fraile, cerró la puerta con llave el Comendador, para que nadie viniese a interrumpirlos, y en voz baja dijo, mientras él y su maestro tomaban asiento:
—Cuente V. lo que ha pasado. No me oculte nada.
—Hablaré en resumen, porque ha sido larga la discusión. Doña Blanca ha celebrado tu generosidad. Dice que no atina a comprender cómo un impío es capaz de acción tan noble. Supone que es obra del orgullo; pero al fin la celebra. Mas no por eso te excita a que consumes el sacrificio. Afirma que será inútil, y te ruega que no le hagas. Doña Blanca considera que su hija tiene hoy una verdadera vocación; que Dios la llama a ser su esposa; que Dios la quiere apartar de los peligros del mundo; que Dios quiere salvarla, y que ella no puede, sin gravísima culpa, retraer ahora a su hija de tan santos propósitos.
—¡Hipocresía! ¡Refinamiento de maldad! —interrumpió D. Fadrique—. ¿Y V. no la ha amenazado con mi venganza? ¿No le ha dicho V. que estoy determinado a todo; que le arrancaré la máscara: que se acordará de mí; que la burla que de mí hace no quedará sin afrentoso castigo?
—Se lo he dicho todo; pero Doña Blanca ha contestado que, si bien te cree un hombre sin religión, todavía te tiene por caballero, y que no teme de ti esas villanas e infames acciones con que en tu rabia la amenazas. Añade, no obstante, que, aun cuando se engañase, aun cuando tú te olvidases de la honra y te vengases así, lo sufriría todo antes de disuadir a su hija contra lo que la conciencia le dicta.
—Esa mujer está loca, P. Jacinto. Esa mujer está loca, y creo que su locura es contagiosa; que a Clara y a V. los tiene ya enloquecidos, y que falta poco para que yo también lo esté. Pero, lo juro por mi honor, por Dios, por lo más sagrado: mi locura será de muy diversa índole. Soñará con mi locura. Pues qué, ¿imagina que soy yo un segundo D. Valentín? ¿Piensa que me someteré a sus monstruosos caprichos? ¿Entiende que soy necio y que voy a creer lo que a ella se le antoje hacerme creer? Clara tiene trastornada la cabeza, y por eso quiere ser monja de repente. ¿Qué vocación ha de tener, cuando me consta que estaba, que está aún, enamorada de ese muchacho rondeño, con quien podría ser felicísima? Aquí hay algún misterio abominable. Algo se ha hecho para infundir el delirio en Clara y perturbar su natural despejo. Yo ni puedo, ni quiero, ni debo consentir extravagancias tan criminales. ¿No comprende esa mujer de Satanás que la educación que ha dado a su hija, que esos terrores que le ha infundido son como un veneno? ¿Quiere saciar el odio que me tiene, asesinando a su hija, porque también es mi hija?
—Comendador, ten sangre fría; mira que te engañas. Mira que Clara no siente hoy la vocación religiosa por causa de su madre.
—Me importa poco que sea hoy o ayer cuando su madre le ha dado la ponzoña. El corazón me dice que las rarezas, que los extravíos de Clara provienen del tormento espiritual que le está dando su madre desde que la niña tiene uso de razón. Esto es menester que acabe. Si Clara, cuando esté en completa tranquilidad y serenidad de espíritu, sanos su cuerpo y su alma, persiste en ser monja, que lo sea: yo no me opondré. Mi sacrificio habrá sido inútil. No exhalaré una queja. Que disfrute de todos mis bienes D. Casimiro. Pero mientras Clara esté enferma, casi fuera de sí, con una especie de fiebre continua, no he de sufrir que se tome ese estado febril por éxtasis místico, y esos ataques nerviosos por llamamientos del cielo. Es mi hija, voto a quince mil demonios, y no quiero que me la maten. Ahora mismo voy a ver a Doña Blanca. Romperé la consigna para entrar. Romperé la cabeza a quien quiera oponerse a mi entrada. Si no la veo y la hablo, estallo como una bomba. No me detenga V., P. Jacinto. Déjeme V. salir.
El Comendador había abierto la puerta, se había puesto el sombrero, y forcejeaba por salir con el P. Jacinto, que procuraba detenerle.
—Quien está desatinado eres tú —decía el padre—. ¿A dónde vas? ¿No calculas el escándalo de lo que te propones hacer?
—Déjeme V., Padre. Yo no calculo nada.
—Esto es una perdición. Dios te ha dejado de su mano. Oye cuatro palabras con reposo y haz luego lo que quieras. Carezco de fuerzas para detenerte.
El P. Jacinto cedió en su resistencia y el Comendador se paró a escucharle.
—Quieres ver a Doña Blanca, y la verás, pero con menos peligro de lances y de escándalo. Pasado mañana va D. Valentín a la casería con el aperador, a vender unas tinajas de vino. Entonces podrás ver y hablar a Doña Blanca. Para evitar mayores males, te llevaré yo mismo. Yo entretendré a Clara a fin de que hables a solas con Doña Blanca y le digas cuanto tienes que decirle. Ya ves a lo que me allano. Ya ves a lo que me comprometo. Vas a sorprender desagradablemente a Doña Blanca con tu inesperada visita. Vuestra conversación va a tener algo de un duelo a muerte; mas prefiero intervenir en él, ser cómplice en el delito de vuestro espantoso diálogo, a que sucedan cosas peores. Por las ánimas benditas, Comendador, aguarda hasta pasado mañana. Vendrás conmigo. Verás a Doña Blanca. Por la amistad que me tienes, por la pasión y muerte de Cristo te suplico que te calmes para entonces, y trates de que sea lo menos cruel posible la entrevista que te voy a procurar.
El Comendador cedió a todo, y agradeció al P. Jacinto los consejos que le daba y la protección que le ofrecía.
Con febril impaciencia aguardó D. Fadrique el plazo que el padre le había pedido.
No hay plazo que no se cumpla, y dicho plazo se cumplió al cabo. Cumpliéronse también los pronósticos del Padre. D. Valentín salió aquel día muy de mañana con el aperador para ir a la casería, de donde no pensaba volver hasta la noche.
El Comendador, que lo espiaba todo, se preparó para la entrevista prometida. El P. Jacinto no se hizo aguardar mucho tiempo y vino a buscarle.
Reconociendo que lo menos peligroso, lo menos ocasionado a males, era que se viesen ambos cómplices, por si lograban entenderse y convenir en algo acerca de la hermosa Clarita, no quiso el padre hablar con Doña Blanca y proponerle una conferencia con el Comendador. Tenía por seguro que se negaría, y que, ya sobre aviso, le haría más difícil, casi imposible, el hacer entrar al Comendador hasta donde ella estuviese. Así, pues, se resolvió por la sorpresa. Sabía las costumbres de la casa, sabía las horas de todo, y todo lo dispuso con sencillez y habilidad.
Antes de las diez de la mañana, una hora después del almuerzo, Clara se retiraba a su cuarto y Doña Blanca se quedaba sola en la sala donde estaba de diario.
El padre se puso en marcha en punto de las diez llevando al Comendador en pos de sí. Entraron en el zaguán, y el padre dio dos aldabonazos.
La voz de una criada gritó desde arriba:
—¿Quién es?
—Ave María purísima. Gente de paz, —contestó el padre.
La moza, que reconoció la voz, tiró del cordel desde un balcón del piso principal que daba al patio. Con este cordel se abría la puerta sin bajar la escalera.
La puerta se abrió, y entraron el Comendador y el fraile, sin que los viese nadie, ni la misma criada que les había abierto, pues entre el patio, a donde daba el balcón en que se hallaba la criada, y la puerta de la calle, había otro zaguán, del cual arrancaba la escalera principal o de los señores.
No bien entró el P. Jacinto con su compañero, cerró de nuevo la puerta y dijo en alta voz:
—Dios te guarde, muchacha.
—Dios guarde a su merced, —contestó ella.
Entonces el Comendador y su guía subieron rápidamente la escalera. Ya en la antesala, donde tampoco había un alma, dijo el fraile a D. Fadrique, señalándole una puerta:
—Allí está Doña Blanca. Entra… háblale; pero ten juicio.
Don Fadrique, con ánimo decidido, con verdadero denuedo, se dirigió a la puerta señalada, entró, y la volvió a cerrar.
No bien desapareció D. Fadrique, llegó la criada.
—¡Hola! —dijo el P. Jacinto—. ¿Está Doña Blanca sola?
—Sí, padre. —¿No entra su merced a verla?
—No; más tarde. Déjala tranquila. No entres ahora, que estará ocupada en sus negocios. No la distraigamos. ¿Está Clarita en su cuarto?
—Sí, padre.
—Ea, vete a tus quehaceres, que yo voy a ver a Clarita.
Y, en efecto, el P. Jacinto y la criada se fueron por su lado cada uno.
Entre tanto, D. Fadrique se hallaba ya en presencia de Doña Blanca, sorprendida, pasmada, enojada de tan imprevisto atrevimiento. Sentada en un sillón de brazos, había levantado la cabeza al sonar el pestillo y la puerta que se abría, había visto que la volvía a cerrar quien había entrado, había reconocido al punto al Comendador, y aun casi inmóvil, silenciosa, le miraba de hito en hito, sospechaba si estaría soñando, y apenas si se atrevía a dar crédito a sus ojos.
El Comendador se adelantó lentamente dos o tres pasos.
No saludó de palabra; no pronunció una sola: no hallaba, sin duda, fórmula de saludo que no disonase en aquella ocasión; pero con el gesto, con el ademán, con la expresión de toda su fisonomía, mostraba que era un caballero respetuoso, que pedía humildemente perdón de la astucia y de la audacia que se había visto obligado a emplear para llegar hasta allí. En su rostro se veían las disculpas que de palabra no daba. Si atropellaba respetos, lo hacía con razón suficiente. A par de estas cosas, se leía asimismo en el rostro varonil del Comendador la firme resolución de no salir de allí hasta que se le oyese.
Doña Blanca se hizo al punto cargo de todo esto. Conocía tan bien a aquel hombre, que no necesitaba a veces oírle hablar para penetrar sus intenciones y sus sentimientos. Doña Blanca comprendió que lo menos malo era oírle; que no podía echarle, sin exponerse a dar el mayor de los escándalos. No quiso, sin embargo, aparecer desde luego resignada. Se alzó de su asiento, y antes de que el Comendador hablase, le dijo:
—Váyase V., D. Fadrique, váyase V. ¿Qué palabras, qué explicaciones pueden mediar entre nosotros, que no produzcan una tempestad, sobre todo si nos hablamos sin testigos? ¿Para qué me busca V.? ¿Para qué me provoca? No podemos hablamos; apenas si podemos mirarnos sin herirnos de muerte. ¿Es V. tan cruel, que desea matarme?
—Señora —contestó el Comendador—: si no creyese que cumplo un deber imperioso viniendo hasta aquí, no hubiera venido. Cuando penetro furtivamente en esta sala, es porque tengo razones suficientes para ello.
—¿Qué razones alega V. para venir a turbar mi reposo?
—El interés que me inspira un ser a quien me une estrechísimo lazo.
—Muy disimulado, muy oculto ha tenido V. ese interés durante diez y seis años. No se ha acordado V. de ese ser hasta que por casualidad ha tropezado con él en su camino. Ha sido menester que salga V. de paseo con una sobrina suya, y que esta sobrina tenga una amiga, y que esta amiga vaya con ella, para que el amor paternal, que vivía latente y ni siquiera sospechado allá en las profundidades de su magnánimo corazón, se revele de pronto y dé gallarda y briosa muestra de sí. Si el acaso no nos hubiese traído a vivir en la misma población, o si Clara no hubiese sido amiga de Lucía, aunque en la misma población viviésemos, su interés de V., su amor paternal, sus deberes imperiosos, confiéselo V., dormirían tranquilos en el fondo de esa envidiable y harto cómoda conciencia.
—Justo es que me moteje V. No debo defenderme. Confieso mi culpa. Voy, con todo, a tratar de explicarla y de atenuarla. Yo no podía sospechar que al lado de V., bajo el amparo de una madre cariñosa, corriese mi hija ningún peligro, hallase motivo para ser desventurada.
—Su desventura no proviene de mí solamente. Su desventura proviene del pecado en que fue concebida, y del cual ni V. ni yo, que somos los pecadores, podemos salvarla ni redimirla.
—Ella no es responsable: nadie es responsable de faltas que no comete. Esa transmisión es un absurdo. Es una blasfemia contra la soberana justicia y la bondad del Eterno.
—No llevemos la conversación por ese camino, Sr. D. Fadrique. Si a V. le parece blasfemia lo que yo creo, impiedad y blasfemia me parece a mí cuanto V. dice y piensa. ¿A qué, pues, hablar conmigo de Dios? Deje V. a Dios tranquilo, si por dicha cree en Él, allá a su modo. La desventura de mi hija, llámela V. fatal, llámela como guste, procede de su nacimiento. Pues qué, ¿no ha reconocido V. mismo esa desventura, al querer librar de ella a mi hija, haciendo un gran sacrificio, que yo le agradezco, pero que juzgo ya inútil?
—Alguna verdad hay en lo que V. dice. Yo reconozco que Clara, sin culpa, estaba condenada por la suerte o a sacrificarse o a ser una usurpadora indigna.
—Estamos de acuerdo, salvo que donde V. dice por la suerte, digo yo por el pecado, y no por el pecado de ella, sino por el pecado de otros. Esto es inicuo para V., que no acata los inescrutables designios de la Providencia. Esto es solo misterioso para mí. Por eso es lo mejor no tocar tales cuestiones. Hablemos de aquello en que convenimos. Convenimos en que Clara estaba, sin culpa suya, condenada a una pena.