—No, tío, no me amará —replicó Lucía—. Yo soy muy desgraciada.
Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, a la dulce y escasa luz de los astros, vio entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillas de Lucía. La luz de los astros se quebraba en aquellos líquidos diamantes y daba reflejos de iris.
El Comendador no fue dueño de sí mismo. Acercó su rostro al de Lucía y puso los labios en una de aquellas lágrimas. Luego exclamó:
—¡Te amo!
Lucía no contestó palabra. Echó a andar hacia su casa; llamó, abrieron, y entró seguida del Comendador.
Al llegar a la escalera, se volvió y le dijo:
—Buenas noches, tío. Adiós, hasta mañana. Mamá me estará aguardando.
El Comendador puso la cara más afligida del mundo, viendo que tan secamente respondía la muchacha, o mejor dicho, no respondía a su repentina y vehemente declaración.
Ella se apiadó entonces, sin duda, y añadió sonriendo:
—Hable V. mañana con mamá…
—¿Y qué?… —interrumpió D. Fadrique.
—Y pida V. la licencia a Roma.
Dicho esto, muy avergonzada, pero muy satisfecha, Lucía subió a brincos la escalera, y dejó al Comendador no menos contento que ella iba.
Cuando supo Clara que Lucía y el Comendador habían decidido casarse, se alegró en extremo.
Don Carlos de Atienza compartió la alegría de su mujer, y recordando que debía una especie de satisfacción al Comendador, el cual se había creído aludido cuando le oyó leer el idilio contra el viejo rabadán, compuso otro idilio en defensa de un rabadán no tan viejo y en alabanza del amor de los rabadanes.
Este segundo idilio, que viene a ser como la palinodia del primero, se conserva aún en los archivos de Villabermeja, de donde mi amigo D. Juan Fresco me ha remitido copia exacta y fidedigna, que traslado aquí para terminar. El idilio es como sigue:
Idilio
En la vid, con sus pámpanos lozana,
relucen cual topacio los racimos.
Quita lluvia temprana
al alma tierra la aridez estiva,
y los frutos opimos
medran con nuevos jugos en la oliva
y en el almendro que entre riscos brota.
Recobra el claro río
el caudal que perdiera en el estío;
y el áspera bellota
se madura y endulza entre el pomposo
follaje, donde el viento,
para las gentes de la edad primera,
con fatídico acento
la voluntad de Júpiter dijera.
No como en primavera
el campo está de flores matizado;
que el labrador cansado
en las flores cifraba su esperanza,
y ora en cosecha sazonada alcanza
el premio de su afán y su cuidado.
Embalsama el membrillo con su aroma
los céfiros ligeros;
y en el limón y en la madura poma,
y en los sabrosos peros
el oro luce y el carmín asoma,
que brillaron en rosas y alelíes;
mientras, por celos de su flor, empieza
a romper la granada su corteza,
descubriendo un tesoro de rubíes.
Con la otoñal frescura
nace la nueva hierba, y su verdura
la palidez de los rastrojos cubre.
Serena está la esfera cristalina,
y hacia el rojo Occidente el sol declina
en una hermosa tarde del Octubre.
Filis, la pastorcilla soñadora,
bella como la luz de la alborada,
abandonando ahora
su tranquila morada,
va de las ninfas a la sacra gruta;
y en vez de flores, por presente lleva
un canastillo de olorosa fruta.
Con que a vencer la resistencia prueba
que hacen a sus amores
las Ninfas que en el suelo
a Cupidos traviesos y menores
dan vida y ser contra el amor del Cielo.
No bien el antro con su planta huella,
donde reinan las sombras y el reposo
con terror religioso
se estremece la tímida doncella.
Su presente coloca
de las silvestres Ninfas en el ara,
y altas razones de prudencia rara,
que pone el Numen en su fresca boca,
con esmerada concisión declara:
«Ninfas, no os ofendáis de mi desvío;
no deis vuestro favor a los zagales
que cautivar pretenden mi albedrío.
Son como los rosales,
que lucen mucho en la estación florida
y dan amarga fruta desabrida.
De su orgullosa mocedad el brío
apetece y no ama;
y con enojo en sus palabras leo
que poética llama
ni ennoblece ni ilustra su deseo;
y que el conato que imprimió natura
en todo ser viviente,
no se acrisola allí ni se depura
del Cielo con la luz resplandeciente.
Ya sé que los Cupidos,
vuestros hijos queridos,
dan a la tierra su virtud creadora;
mas el amor, que en el Empíreo mora,
esa misma virtud en ellos vierte,
y difunde do quier su vida arcana,
vencedora del mal y de la muerte.
Pues bien; la que se afana
los misterios ocultos y supremos
por saber de este Amor, ¿lograrlo puede
con un zagal sencillo y sin doctrina?
Las que tesoro tal gozar queremos,
¿no es mejor que busquemos
al varón sabio a quien el Dios concede
el vivo lampo de su luz divina?
Por esto, Ninfas, a mi Irenio adoro:
como en arca sagrada,
guarda dentro del alma inmaculada
del Amor el tesoro;
y arde su llama bajo el limpio hielo
con que el tenaz trabajo de la mente
corona ya su frente,
como corona el cano Mongibelo.
Así Irenio recobra por la ciencia
lo que roba del tiempo la inclemencia.
¡Cuánto zagal con incansable mano
toca el rabel en vano
por carecer de gracia y maestría;
mientras que Irenio, con su blando tino
y su plectro divino,
produce encantadora melodía,
y hace sentir al alma lo que quiere,
no bien la cuerda hiere!
Si el zagal inexperto
persigue al perdigón en la carrera,
o le pierde o le coge medio muerto;
mas la diestra certera
pone Irenio prudente
en el oculto nido,
do el pájaro reposa con descuido,
y su pluma naciente
sin destrozar, sus alas no fatiga,
y le aprisiona al fin para su amiga.
Ni resplandece menos el ingenio
del doctísimo Irenio
en componer cantares
y en referir historias singulares.
Cuando me alcanza de la rama verde
la tierna nuez, la alloza delicada,
elige lo mejor, sin tronchar nada.
Cuando algún corderillo se me pierde,
él le busca y a casa me le lleva;
y de continuo me regala y prueba
su cariño sincero,
o haciendo con esmero
de los huesos de guinda
ya un barquichuelo, ya una cesta linda,
o enseñando a sacar a mi jilguero
el alpiste menudo
de entre mis labios con su pico agudo.
Tan sólo me perturba y me desvela
que Irenio a veces con el alma vuela
por donde de su amor terreno dudo,
pero si Irenio de verdad me amara,
mayor triunfo sería
el lograr la victoria,
no de pastoras de agraciada cara,
sino de la poesía,
de la ciencia, del arte y de la gloria».
Irenio a Filis, escondido, oía;
y apareciendo y dándole un abrazo,
dijo con modestísima dulzura:
«Este amoroso lazo,
que labra mi ventura,
en vano, Filis, explicar pretendes
con tus alambicadas discreciones.
¡Ay, candorosa Filis! ¿No comprendes
que, a pesar del saber que en mí supones,
amor no te infundiera
tu rabadán si muy anciano fuera?
Cuando mi amor al del zagal prefieres
por viejo no, por rabadán me quieres».
Madrid, 1876.
Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.
Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.
En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la Historia crítica de nuestra poesía con un éxito inmenso. En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose. Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían entre otros Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.
Colaboró en diversas revistas desde que como estudiante lo hiciera en La Alhambra. Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.
Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo; actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista. Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras, y fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos; cultivó en ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía; le declararon su admiración escritores como José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas (una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío).
Ideológicamente, era un liberal moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas, la más famosa de las cuales continúa siendo Pepita Jiménez (1874), publicada inicialmente por entregas en la «Revista de España», traducida a diez lenguas en su época y que vendió más de 100.000 ejemplares; el gran compositor Isaac Albéniz hizo una ópera del mismo título.
Fue tío del escultor Lorenzo Coullaut Valera, que precisamente sería el encargado de realizar el monumento que se le dedicó en el Paseo de Recoletos de Madrid.
Cultivó diferentes géneros. Como novelista, fueron dos sus ideas fundamentales:
* La novela debe reflejar la vida, pero de una manera idealizada y embellecida. Es realista porque rechaza los excesos de fantasía y sentimentalismo y porque escoge ambientes precisos, pero a la vez procura eliminar los aspectos penosos y crudos de la realidad. La diferencia con Galdós es evidente, ya que éste considera que la novela tiene que ser fiel reflejo de la realidad.
* La novela es arte, su fin es la creación de la belleza. De ahí que cuide tanto el estilo. Éste se caracteriza por su corrección, precisión, sencillez y armonía.
Se pueden reducir a dos los temas fundamentales de sus obras: los conflictos amorosos y los religiosos.
Cultivó todos los géneros literario: epistolar, periodístico, crítica literaria, poesía, teatro, cuento y novela. Sus obras completas alcanzan los 46 volúmenes.