Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—¿Te importa conducir el resto del camino? Tengo los nervios destrozados.
—En absoluto —contestó Summer—. Mientras no te importe que vaya despacio por los baches...
Cogió las llaves, se sentó al volante, puso el coche en marcha y lo llevó a la carretera. No notaron nada extraño, y muy pronto accedieron al aparcamiento de Broome Park. Las dos mujeres entraron en la finca y se encontraron a Aldrich sirviendo cruasanes y té en el atrio del jardín. Julie no hizo ninguna mención al accidente cuando se lo llevó aparte.
—Aldrich, me pregunto si podría decirme algo sobre Emily Kitchener.
Los ojos del hombre se encendieron de inmediato.
—Vaya, Emily era una dama encantadora. Anoche precisamente estuve contándole cosas de ella a un huésped. Solía gustarle mucho pasear por el jardín a última hora de la tarde para oír cantar a los ruiseñores. Resulta difícil creer que ya hace diez años que murió.
—¿Vivía aquí, en la finca? —preguntó Summer.
—Sí. Mi padre le dio alojamiento cuando su marido murió en un accidente de tren. Debió de ser alrededor de 1970. Vivía en lo que ahora es la Windsor Suite, en la última planta.
—¿Por casualidad recuerda si tenía alguna amiga o conocida llamada Sally? —preguntó Julie.
—No recuerdo a ninguna Sally —respondió él.
—¿Alguna vez mencionó haber recibido documentos o papeles de lord Kitchener? —quiso saber Summer.
—A mí nunca me contó nada de eso. Por supuesto, ella debía de ser muy joven cuando el conde murió. Si les apetece, pueden echar un vistazo a sus cosas. Tengo unas cuantas cajas con sus posesiones en el sótano.
Summer miró a Julie con esperanza.
—Si no es mucha molestia... —dijo Julie.
—En absoluto. Ahora mismo las acompaño.
Aldrich las llevó a sus dependencias y abrió una puerta que daba a una escalera en un rincón. Bajaron los escalones y llegaron a un sótano mal iluminado que era poco más que un ancho pasillo que se extendía bajo una pequeña zona de la residencia. Había cajones viejos y muebles cubiertos de polvo amontonados junto a ambas paredes.
—La mayoría de estos muebles antiguos eran del conde —explicó Aldrich mientras avanzaba por el pasillo—. Un día de estos tengo que organizar una nueva subasta.
Al final del pasillo llegaron a una puerta cerrada con pestillo.
—Aquí había una despensa —comentó. Acercó la mano para quitar el pestillo y en eso vio que ya lo habían quitado—. La sellaron para que no entraran ratas.
Apretó el interruptor exterior, sujetó la manija y tiró de la pesada puerta; al otro lado había un espacio de unos tres metros de largo con estanterías a ambos lados y un armario de madera al fondo. Los estantes estaban llenos de cajas de cartón, la mayoría de ellas contenían documentos y escrituras.
—Las cosas de Emily tendrían que estar aquí mismo. —Fue hacia el fondo para señalar un estante donde había tres cajas en las que se leía
E. J. KITCHENER
—. Emily Jane Kitchener —dijo Aldrich—. Quizá les resulte más fácil mirar las cajas aquí mismo. ¿Necesitarán que las escolte de vuelta arriba?
—Gracias, Aldrich, pero no será necesario —contestó Summer—. Cerraremos y encontraremos la salida.
—Espero que se queden a cenar con nosotros esta noche. Prepararemos pescado en el jardín. —El anciano dio media vuelta y salió de la despensa.
Summer sonrió mientras lo veía alejarse.
—Es un hombre encantador —comentó.
—Un caballero a la antigua —añadió Julie, y cogió dos cajas del estante—. Ya está, una para ti y una para mí.
Summer se acercó y quitó la tapa de la caja; no estaba sellada. El contenido era un revoltijo, como si alguien hubiese arrojado las cosas dentro de cualquier manera, o las hubiese revuelto. Sonrió al sacar una colcha de bebé que dejó en el estante. A su lado colocó unos cuantos vestidos de niña, una muñeca grande, y varias figurillas de porcelana. En el fondo de la caja encontró bisutería de fantasía y un libro de nanas.
—La caja número uno está llena de recuerdos de la infancia —dijo mientras guardaba con cuidado los objetos—. Me temo que nada de importancia.
—A mí no me ha ido mejor —dijo Julie mientras dejaba unas botas con lentejuelas en el estante—. Casi todo son zapatos, jerséis y varios vestidos. —Del fondo, sacó una fuente—. Y un poco de plata sucia —añadió.
Guardaron las dos cajas y abrieron juntas la tercera.
—Esta parece más prometedora —anunció Julie, que había sacado un pequeño paquete de cartas.
Comenzó a leerlas mientras Summer hacía inventario del resto. En su mayoría, libros de Emily y algunas fotos enmarcadas de ella y su marido. En el fondo de la caja, Summer encontró un sobre grande con fotos antiguas.
—No ha habido suerte —dijo Julie, que acabó de leer la última carta y la guardó en el sobre—. Son cartas de su marido. No hay ninguna mención a nuestra muchacha misteriosa. Supongo que nunca conoceremos el secreto de Sally.
—No olvides que fue un disparo a ciegas —replicó Summer.
Sacó las fotos del sobre y las colocó sobre el estante para que Julie las viese. Todas eran imágenes color sepia de casi un siglo atrás. Julie sostuvo en alto una foto de una mujer joven vestida de amazona que sujetaba las riendas de un caballo.
—Era una joven muy bonita —dijo Summer; se había fijado en su delicado rostro y sus penetrantes ojos, muy parecidos a los de su famoso tío.
—En esta sale con Kitchener. —Julie señalaba una foto tomada en un jardín.
Kitchener, vestido de uniforme, junto a una pareja con su hijita, que sujetaba una muñeca grande entre ellos. Summer reconoció a la pequeña como una versión menuda de la Emily de la foto del caballo.
—Aquí parece que tenga cuatro años —comentó Summer; cogió la foto y le dio la vuelta para ver si había una fecha en el dorso. Casi se ahogó al leer la inscripción.
«Abril, 1916. Tío Henry con Emily y Sally en Broome Park».
Le pasó la foto a Julie. La historiadora leyó la inscripción, le dio la vuelta y observó la imagen con el entrecejo fruncido.
—Pero esta es Emily con sus padres. Creo que su madre se llamaba Margaret.
Summer la miró y sonrió.
—Sally es la muñeca.
Para el momento en que a Julie se le hizo la luz, Summer ya estaba buscando en la primera caja de las posesiones de Emily Kitchener. En un instante, sacó la muñeca rubia con cara de porcelana y vestida con un delantal a cuadros. Sostuvo la muñeca en alto y la comparó con la de la foto.
Era la misma muñeca.
—Kitchener escribió que el Manifiesto estaba bien seguro con Sally —murmuró Julie—. ¿Y Sally es una muñeca?
Las dos mujeres observaron la muñeca, cuyas ropas y extremidades estaban muy gastadas por los juegos de una niña casi un siglo atrás. Con dedos temblorosos, Summer dio la vuelta a la muñeca y le quitó el delantal a cuadros y el vestido de algodón. A lo largo de la espalda había una gruesa costura que mantenía el relleno en el interior. Solo que era una costura burda y desigual y no se correspondía con las del resto del juguete.
—No parece el trabajo de una costurera experta —comentó Summer.
Julie buscó dentro de otra de las cajas y acabó por sacar un cuchillo de plata.
—¿Te encargas tú de la cirugía? —preguntó, nerviosa, mientras le pasaba el cuchillo.
Summer colocó la muñeca boca abajo, en el estante, y comenzó a cortar la primera puntada. El cuchillo estaba desafilado y no podía hacer gran cosa contra el duro hilo de tripa de gato, pero por fin cortó las primeras puntadas. Dejó el cuchillo, tiró de la tela para rasgar el resto de la costura y dejó abierta la espalda. Dentro había una masa de algodón apretada.
—Lo siento, Sally —dijo, y comenzó a quitar el relleno con mucho cuidado, como si la muñeca fuese un ser vivo.
Julie miraba ansiosa por encima del hombro de Summer, pero se apartó al ver que en el torso de la muñeca solo había algodón. Cuando Summer sacó un trozo de algodón como una pelota, Julie cerró los ojos y sacudió la cabeza.
—Una idea
ridícula
—murmuró.
Pero Summer no había acabado. Miró dentro del hueco y luego palpó con la punta de los dedos.
—Espera, creo que aquí hay algo.
Julie abrió los ojos y miró con atención cómo Summer buscaba dentro de la pierna izquierda de la muñeca y agarraba algo. Lo movió atrás y adelante hasta que sacó un cilindro de varios centímetros de largo envuelto en una tela. Julie se acercó mientras Summer dejaba el objeto en la estantería y apartaba la tela con delicadeza. En el interior había un trozo de pergamino enrollado. Summer sujetó la parte superior y lo desenrolló poco a poco. Las dos mujeres aguantaron la respiración.
El pergamino estaba en blanco. Pero muy pronto vieron que protegía otro pergamino más pequeño enrollado. Era un papiro de color bambú con una columna de escritura en el centro.
—Esto... esto tiene que ser el Manifiesto —dijo Julie en voz baja, con la mirada fija en el viejo documento.
—Parece una escritura antigua —comentó Summer.
Julie miró las letras y le recordaron a otras.
—Se parece algo al griego, pero no es nada que haya visto antes.
—Seguramente es griego copto —afirmó una voz masculina detrás de ellas.
Las dos mujeres dieron un brinco. Cuando volvieron la cabeza hacia la puerta, se quedaron estupefactas: Ridley Bannister estaba en el umbral. Vestía una chaqueta negra acolchada y pantalones de motocross. Pero ninguna de las dos prestó atención a su inusual vestimenta. Su atención se centraba en el revólver de cañón corto que sujetaba en la mano y les apuntaba al pecho.
—¡Usted es el que me atacó en la habitación! —exclamó Julie, que por fin reconoció las prendas de cuero.
—Atacar es una descripción bastante fuerte —respondió Bannister con tono despreocupado—. Prefiero creer que solo estábamos compartiendo información.
—Querrá decir robando —intervino Summer.
Bannister le dirigió una mirada dolida.
—En absoluto. Solo es un préstamo. Verá que el diario ha encontrado un nuevo hogar con el resto de los documentos privados de Kitchener en el piso de arriba.
—Oh, un ladrón arrepentido —replicó Summer, sarcástica.
Bannister no hizo caso de la pulla.
—Debo decir que sus actividades detectivescas me han dejado impresionado —dijo; tenía la mirada puesta en Julie—. El diario fue un descubrimiento maravilloso, aunque los comentarios del conde eran menos que sorprendentes. Pero después identificar a Sally... Una proeza.
—No fuimos tan chapuceras como usted —señaló Summer.
—Bueno, sí, tuve muy poco tiempo para revisar las posesiones de Emily Kitchener. Sea como fuere, han hecho un buen trabajo. Yo lo busqué durante diez años sin éxito. —Levantó el revólver y señaló—. Les importaría, señoras, tener la amabilidad de desplazarse hacia el fondo de la habitación. Tengo que marcharme con el Manifiesto.
—¿En préstamo? —preguntó Summer.
—Me temo que esta vez no —respondió Bannister con una sonrisa de tiburón.
Julie miró el pergamino y luego retrocedió poco a poco.
—Primero díganos una cosa. ¿Por qué es tan importante el Manifiesto?
—Hasta que no sea autentificado, nadie puede decirlo a ciencia cierta —contestó Bannister, que se acercó para recoger el pergamino con el papiro en el interior—. No es más que un viejo documento que algunos creen que podría sacudir los poderes teológicos. —Cogió el pergamino con la mano libre y lo guardó con cuidado en el bolsillo interior de la cazadora.
—¿A Kitchener le asesinaron por él? —preguntó Summer.
—Yo diría que sí. Pero eso es algo que tendrán que tratar con la Iglesia de Inglaterra. Ha sido un placer hablar con ustedes —añadió mientras retrocedía hacia la puerta—, pero me espera un avión.
Salió de la despensa y comenzó a cerrar la puerta.
—¡Por favor, no nos deje aquí! —suplicó Julie.
—No se preocupen —respondió Bannister—. Dentro de un día o dos llamaré a Aldrich
y
le haré saber que tiene un par de hermosas muchachas encerradas en su sótano. Adiós.
La puerta se cerró con un susurro seguido por el sonido del pestillo. Bannister apagó la luz y las dejó en tinieblas. Subió la escalera hasta las dependencias de Aldrich
y
dejó el revólver Webley, descargado, en una vitrina que contenía las pertenencias militares de Kitchener, de donde lo había cogido minutos antes. Esperó a que no hubiese nadie en el vestíbulo para salir de la casa sin ser visto, y sin perder un segundo se alejó en su moto alquilada.
Tres horas más tarde llamó al jefe de seguridad de Lambeth Palace desde un teléfono del aeropuerto de Heathrow.
—Judkins, soy Bannister.
—Bannister —dijo el hombre en tono agrio—. Esperaba su informe. ¿Ha dado con esa tal Goodyear?
—Sí, ella y la estadounidense han estado en Broome Park curioseando en los documentos de Kitchener. En realidad, todavía están allí.
—¿Podrían ser un problema?
—Bueno, tienen sus sospechas y desde luego iban bien encaminadas.
—Pero ¿tienen algo que pueda perjudicarnos? —preguntó el jefe de seguridad con impaciencia.
—Oh, no. —Bannister sonrió de oreja a oreja y se palpó el bolsillo—. No tienen nada. Nada en absoluto.
Dentro de la despensa estaba tan oscuro como en una cueva. Summer apoyó una mano en la estantería para mantener el equilibrio y esperó unos segundos a que sus ojos se adaptasen a la súbita oscuridad. Pero sin una fuente de luz, no había nada que ver. Recordó que llevaba el móvil, lo sacó del bolsillo y la pantalla emitió un débil resplandor azul.
—Aquí abajo no hay cobertura, pero al menos tenemos algo de luz —dijo.
Utilizó el móvil como linterna para acercarse a la puerta, primero la empujó con el hombro y después le dio unas cuantas patadas. La pesada puerta no se movió en absoluto; comprendió que ni siquiera un luchador de sumo podría romper el pesado pestillo. Se acercó a Julie, la alumbró con el teléfono y vio que estaba asustada.
—Esto no me gusta nada —comentó Julie con voz temblorosa—. Creo que voy a gritar.
—¿Sabes, Julie?, es buena idea. ¿Por qué no lo hacemos?
Summer echó la cabeza hacia atrás y gritó con todas sus fuerzas. Julie la imitó de inmediato y juntas gritaron varias veces pidiendo ayuda.
Amortiguados por la gruesa puerta, los gritos solo se oyeron muy débiles en la planta baja. Los pocos huéspedes que los oyeron supusieron que alguien llevaba un iPod con el volumen demasiado alto. Los oídos del viejo Aldrich no registraron el sonido.