El complot de la media luna (31 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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El yate navegó varias millas más a lo largo de la costa occidental turca, y de pronto aminoró la marcha y viró en una bahía resguardada. Cuando la pasaron de largo, Pitt y Giordino vieron unos cuantos edificios y un muelle donde estaba amarrado un carguero pequeño. Pitt mantuvo el rumbo hasta que estuvieron un par de millas al norte de la bahía, fuera de la vista, y entonces se detuvo.

—Parece que tenemos dos opciones —dijo Giordino—. Podemos desembarcar en alguna parte y llegar hasta la bahía a pie. O podemos esperar a que anochezca y llevar el
Bala
hasta la bahía pero por abajo.

Pitt observó la abrupta costa a media milla de distancia.

—No parece que aquí abunden los lugares para desembarcar. Además, si Zeibig o alguno de nosotros resulta herido, el regreso podría ser problemático.

—Estoy de acuerdo. Entonces la bahía.

Pitt miró el dial naranja de su reloj de inmersión Doxa.

—Anochecerá dentro de una hora. Esperaremos.

La hora pasó deprisa. Pitt transmitió la posición al
Aegean Explorer
y le dijo a Rudi que acercase el barco de investigación a algún punto a diez millas al sur de la bahía.

Giordino aprovechó el tiempo para buscar una carta náutica digital de la costa y programar una ruta por debajo del agua hasta el centro de la bahía. Una vez sumergidos, el piloto automático los llevaría hasta el punto especificado utilizando el sistema informático.

A medida que oscurecía, Pitt llevó el
Bala
a media milla de la entrada de la bahía y apagó los diésel de superficie. Giordino selló y presurizó el compartimiento de máquinas, luego abrió las válvulas que permitían bombear el agua a los tanques de lastre. El tanque de proa se llenó primero, y el sumergible enseguida comenzó a hundirse.

Pitt desplegó las aletas de inmersión y conectó los propulsores eléctricos. Tuvo que quedarse con las ganas de encender los faros de la nave a medida que el mundo acuático, más allá de la burbuja de acrílico, se volvía negro. Llevó el submarino hacia delante a baja velocidad hasta que Giordino le dijo que soltase los controles.

—A partir de aquí, el piloto automático se encargará de llevarnos —dijo.

—¿Estás seguro de que esta cosa no se estrellará contra una roca sumergida o algún obstáculo? —preguntó Pitt.

—Lleva un sonar de alta frecuencia que lee a cien metros por delante de nosotros. El piloto automático hará las correcciones de rumbo para los obstáculos menores o nos avisará si hay algo más grande en nuestro camino.

—Le quita la diversión de un vuelo a ciegas —comentó Pitt.

Si bien Pitt no era enemigo de los ordenadores, cuando se trataba de pilotar era de la vieja escuela. Nunca se sentía del todo cómodo dejando que un ordenador llevase los controles. En la sensación de llevar los mandos de pilotaje había, tanto en el aire como bajo el agua, un matiz que ni siquiera el mejor de los ordenadores podía percibir. O eso pensaba él. Con las manos libres, vigiló atento el avance, preparado para coger los mandos al primer aviso.

El
Bala
se sumergió a diez metros de profundidad y conectó de forma automática los propulsores eléctricos. El sumergible avanzó despacio según el rumbo programado y compensó una ligera corriente cuando entró en la bahía. Giordino observó que la pantalla del sonar permanecía limpia mientras avanzaban hacia el centro de la bahía. Una luz parpadeó en el monitor, y los motores eléctricos se apagaron cuando llegaron al punto designado.

—Aquí concluye la parte automática del programa —anunció Giordino.

Las manos de Pitt ya estaban en los mandos.

—A ver si encontramos un lugar donde aparcar —dijo.

Vaciaron los tanques de lastre muy despacio y subieron lentamente hasta que la burbuja de acrílico de la cabina asomó a la superficie unos pocos centímetros. Arriba, el cielo mostraba los últimos vestigios del crepúsculo, mientras que el agua a su alrededor se veía negra. Giordino apagó todas las luces interiores y los paneles innecesarios, y vaciaron otro poco los tanques de lastre para subir unos centímetros más.

Los dos hombres se irguieron y miraron la costa. En la orilla norte de la bahía circular había solo tres edificios. Las estructuras daban a un embarcadero de madera perpendicular a la costa. El yate azul estaba amarrado al costado derecho del embarcadero, detrás de un pequeño remolcador. En el lado opuesto había un gran buque de carga oxidado. Una grúa móvil, en el embarcadero, realizaba las operaciones de carga en el buque iluminado por los focos instalados en tierra.

—¿Crees que Rod sigue a bordo del yate? —preguntó Giordino.

—Creo que es una buena suposición de partida. ¿Qué te parece si aparcamos en doble fila, junto a ellos, y echamos una mirada? No estarán esperándonos.

—Me parece que la sorpresa siempre es algo bueno. Vamos allá.

Pitt tomó una marcación, luego sumergió el
Bala
y avanzaron hacia el muelle. Giordino puso en marcha el sistema del sonar, que los ayudó a acercarse a unos pocos metros del yate. Salieron de nuevo a la superficie muy despacio; se encontraban a la sombra de la banda de babor. Pitt se disponía a colocarse junto al yate cuando advirtió unos movimientos en la cubierta de popa.

Tres hombres armados salieron del interior y se volvieron hacia el muelle. Un segundo más tarde apareció un cuarto hombre que avanzaba a empujones.

—Es Zeibig —dijo Giordino, que alcanzó a ver por un instante el rostro del científico.

Su posición, prácticamente bajo el agua, apenas les permitía ver a Zeibig, que llevaba las manos atadas a la espalda. Un par de pistoleros lo bajaron al embarcadero y le obligaron a avanzar hacia la costa. Pitt vio que uno de los pistoleros volvía al yate y se apostaba en la popa.

—Borra el yate —dijo Pitt en voz baja—. Creo que es hora de que nos hagamos invisibles.

Giordino ya había abierto las válvulas de los tanques de lastre, y el
Bala
desapareció de inmediato en las oscuras profundidades. Recorrieron de nuevo la bahía y salieron a la superficie detrás de la popa del buque de carga, casi pegados al espejo de popa. Era un lugar ideal, oculto por el buque desde la costa y por una pila de bidones de combustible desde el embarcadero. Giordino salió por la escotilla y ató un cabo al muelle. Pitt apagó el sistema eléctrico y se unió a él.

—Si este muchachote pone en marcha las máquinas, no será una escena muy agradable —dijo Giordino con la mirada puesta en el sumergible, que flotaba justo por encima de la hélice del carguero.

—Al menos tenemos su número de matrícula —respondió Pitt, que miraba la popa del barco. El nombre del barco estaba pintado con grandes letras blancas:
Osmanli Yildiz
, que significaba «Estrella Otomana».

Los dos hombres avanzaron por el embarcadero hasta la sombra de un gran generador colocado de través a la altura de la bodega de proa del carguero. Un puñado de trabajadores cargaban los grandes cajones de madera con la ayuda de la grúa. El yate azul, con el pistolero armado recorriendo la cubierta, estaba amarrado unos pocos metros más allá. Giordino miró con tristeza los brillantes focos que iluminaban el camino que debían recorrer.

—Me parece que desde aquí no va a ser fácil llegar hasta allí y recoger nuestro premio.

Pitt asintió y espió las instalaciones desde una esquina del generador. Vio un pequeño edificio de piedra de dos plantas flanqueado por dos almacenes prefabricados. El interior del almacén derecho estaba iluminado y por las puertas abiertas vio un par de toros que sacaban cajones y los llevaban hasta la grúa. En cambio, el almacén de la izquierda estaba oscuro, sin ninguna actividad visible.

Volvió a fijarse en el edificio de piedra que había en el centro. La brillante luz del porche iluminaba la fachada: un pistolero montaba guardia en la puerta principal.

—El edificio de piedra —susurró a Giordino—. Zeibig tiene que estar ahí.

Miró de nuevo y vio los faros de un coche que se acercaba desde una colina. El coche bajó por la empinada carretera de grava, entró en el muelle y se detuvo delante del edificio de piedra. A Pitt le sorprendió ver que era un Jaguar último modelo. Un hombre y una mujer muy bien vestidos descendieron del coche y entraron en el edificio.

—Creo que tendremos que actuar deprisa —susurró Pitt.

—¿Alguna idea de cómo salir de este embarcadero? —preguntó Giordino, sentado en el borde de una escalera de mano apoyada contra el generador.

Pitt miró alrededor, luego observó a Giordino un momento y esbozó una sonrisa.

—Al, creo que estás sentado en ella —dijo.

34

Nadie prestó atención a los dos hombres vestidos con un mono turquesa desteñido que caminaban por el embarcadero con la cabeza gacha y cargados con una escalera de aluminio. Sin duda eran un par de tripulantes del carguero que devolvían el equipo prestado. Solo que nadie había visto antes a esos miembros de la tripulación.

Los hombres que trabajaban en el muelle estaban ocupados asegurando un cajón marcado con el rótulo
TEXTILES
al gancho de la grúa y no prestaron ninguna atención a Pitt y Giordino. Pitt advirtió que el guardia del yate los miraba un momento y luego se volvía.

—¿Hacia dónde vamos, jefe? —preguntó Giordino, que sujetaba la parte delantera de la escalera, cuando salieron del embarcadero.

El almacén iluminado y con las puertas abiertas estaba a solo unos metros a la derecha.

—Opino que evitemos las multitudes y vayamos a la izquierda —respondió Pitt—. Vamos al otro almacén.

Se desviaron, avanzaron por el muelle y pasaron delante del angosto edificio de piedra. Pitt dedujo que en su origen era una casa de pescadores y que ahora albergaba las oficinas administrativas de las instalaciones portuarias. A diferencia del pistolero del yate, el guardia que vigilaba la entrada los observó con suspicacia cuando pasaron por el porche de la casa. Giordino intentó que su paso resultara natural y comenzó a silbar «Yankee Doodle Dandy», en la suposición de que el pistolero turco no conocería la tonada.

No tardaron en llegar al segundo almacén, un edificio a oscuras con la gran puerta batiente de cara al mar. Giordino probó a mover la manija de la pequeña puerta lateral y resultó que estaba abierta. Sin vacilar, llevó a Pitt al interior y dejaron la escalera apoyada en una mesa iluminada por una bombilla colgada del techo. El interior estaba vacío excepto por unos cuantos cajones polvorientos en una esquina y un gran contenedor sellado cerca del muelle de carga posterior.

—Ha sido bastante fácil —comentó Pitt—, pero no creo que entrar por la puerta principal del edificio de al lado sea coser y cantar.

—Desde luego, el guardia nos miró como un halcón. ¿Crees que habrá una puerta trasera?

—Vamos a ver —dijo Pitt.

Cogió un mazo de madera que vio en la mesa, y cruzó el almacén con Giordino. Salieron por una puerta pequeña que daba al muelle de carga. Caminaron en silencio hasta la parte de atrás del edificio de piedra y descubrieron que no había ninguna puerta trasera o lateral. Pitt se acercó a una de las ventanas de la planta baja pero tenían las persianas cerradas. Se echó hacia atrás para mirar las ventanas del segundo piso, y a continuación volvieron al almacén con el mismo sigilo.

—Por lo visto tendremos que intentarlo por la puerta principal —dijo Giordino.

—Yo estaba pensando en probar a entrar por arriba —respondió Pitt.

—¿Arriba?

Pitt señaló la escalera de mano.

—Ya que está a mano podemos utilizarla. En las ventanas de arriba no se ve luz, pero no parece que las persianas estén echadas. Si puedes hacer algo que sirva de distracción, yo podría subir y entrar por una de las ventanas. Intentaríamos sorprenderlos desde arriba.

—Como dije, la sorpresa siempre es buena. Iré a buscar la escalera mientras tú piensas en ello.

Giordino se alejó, y Pitt asomó la cabeza por la puerta de atrás y buscó algo que pudiera servir de distracción. Vio una posibilidad en un camión de caja plana que había detrás del otro almacén. Entró de nuevo cuando su compañero se acercaba con la escalera, pero de pronto miró con curiosidad más allá de Giordino.

—¿Qué pasa? —preguntó Giordino.

—Mira esto —respondió Pitt y se acercó al contenedor de acero.

Estaba pintado con los colores de camuflaje del ejército, pero lo que le había llamado la atención eran los rótulos negros. Había varias advertencias de
PELIGRO - EXPLOSIVOS
. Y debajo de las advertencias, el rótulo
DEPARTAMENTO DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS
.

—¿Qué demonios hace aquí un contenedor de explosivos del ejército? —preguntó Giordino.

—A mí que me registren. Pero estoy dispuesto a apostar que el ejército no sabe nada.

Pitt se acercó al contenedor, descorrió el cerrojo y abrió la pesada puerta de acero. En el interior había docenas de pequeños cajones de madera con las mismas advertencias en los costados, cada uno de ellos bien sujeto a unos estantes metálicos. Cerca de la puerta había un cajón abierto. Contenía varios recipientes de plástico del tamaño de un ladrillo.

Pitt cogió uno y le quitó la tapa de plástico. Dentro había un pequeño bloque rectangular de una sustancia en polvo de color claro y comprimido.

—¿Explosivos plásticos? —preguntó Giordino.

—No parece que sea C-4, pero de todos modos tiene que ser algo similar. Aquí hay suficiente para volar este almacén hasta la luna y volver.

—¿Crees que podría servir para una distracción? —comentó Giordino con una ceja enarcada.

—Creo que sí —respondió Pitt. Tapó el recipiente y se lo dio con cuidado a su compañero—. Hay un camión aparcado detrás del otro almacén. A ver si consigues que explote.

—¿Qué harás tú? Pitt le mostró el mazo.

—Estaré llamando a la puerta en la planta de arriba.

35

Zeibig no había temido por su vida. Desde luego, le preocupaba que le hubieran secuestrado a punta de pistola, esposado y encerrado en el camarote de un yate de lujo. Al llegar a la bahía, había tenido sus dudas: le habían bajado a la playa sin miramientos y luego hasta un viejo edificio de piedra, donde le mandaron sentarse en una sala. Sus captores, todos hombres altos de piel clara y ojos oscuros de mirada dura, desde luego resultaban amenazadores. Sin embargo, hasta el momento no se habían mostrado violentos. Sus sentimientos cambiaron cuando un coche se detuvo delante del edificio y una pareja turca descendió y entró en la casa.

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