Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—¿Tiene el pago inicial? —preguntó el árabe.
Maria se levantó y sacó un bolso de cuero del cajón de un armario.
—El veinticinco por ciento del total, como habíamos acordado. En euros. De acuerdo con sus instrucciones, el resto será depositado en una cuenta de un banco libanés.
Se acercó a Zakkar pero no soltó el bolso.
—La seguridad de esta operación tiene que ser absoluta —dijo—. No debe involucrarse a nadie que no sea de confianza total.
—No estaría vivo ahora si las condiciones fuesen otras —afirmó Zakkar en tono frío. Señaló el bolso—. Mis hombres están dispuestos a morir por la paga correcta.
—No será necesario —replicó ella, y le dio el bolso.
Mientras Zakkar examinaba el contenido, Maria se acercó a una mesa de escritorio y sacó varios mapas enrollados.
—¿Conoce Jerusalén? —preguntó al tiempo que dejaba los mapas en la mesa de centro.
—Opero en Israel buena parte del tiempo. ¿Debo transportar los explosivos a Jerusalén?
—Sí. Veinticinco kilos de HMX.
Zakkar enarcó las cejas ante la mención del explosivo plástico.
—Impresionante —murmuró.
—Necesitaré su ayuda para colocar los explosivos —dijo ella—. Quizá haya que realizar alguna excavación.
—Por supuesto. Eso no es problema.
Maria desenrolló el primer mapa; era antiguo y tenía el título en turco: «Rutas acuáticas subterráneas del antiguo Jerusalén». Lo dejó a un lado, y sacó una foto de satélite ampliada de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Recorrió con el dedo el lado este del muro hasta la colina que bajaba al valle de Kidron. El dedo se detuvo en un gran cementerio musulmán que había en la colina. La foto era tan nítida que se veían las lápidas blancas de cada tumba.
—Me reuniré con usted aquí, en este cementerio, pasado mañana a las once de la noche en punto.
Zakkar estudió la foto, se fijó en las calles cercanas, superpuestas en la imagen. Una vez que las guardó en su memoria, miró a Maria con expresión interrogante.
—¿Se reunirá con nosotros allí? —preguntó.
—Sí. El barco navegará desde aquí hasta Haifa. —Hizo una pausa y después añadió con firmeza—: Yo dirigiré la operación.
El árabe estuvo a punto de soltar una risotada de desprecio ante la idea de que una mujer fuera a estar por encima de él en una misión, pero luego pensó en la suculenta recompensa que recibiría por esa indignidad.
—Allí estaré con los explosivos —prometió.
Maria fue a su litera y sacó un par de cajas de madera que había guardadas debajo. Las pesadas cajas tenían asas metálicas en cada extremo y cada una llevaba un rótulo escrito en hebreo:
SUMINISTROS MÉDICOS
.
—Aquí tiene el HMX. Ordenaré a mis guardias que lo lleven a cubierta.
Se acercó al mercenario árabe y le miró a los ojos.
—Una última cosa. No admito acobardamientos ante nuestro objetivo.
Zakkar sonrió.
—Siempre que sea en Israel, no me importa qué o a quién se destruya. —Se volvió y abrió la puerta—. Nos vemos en Jerusalén. Que Alá la acompañe.
—Y a usted —murmuró Maria, pero el árabe ya se alejaba por el pasillo escoltado por el jenízaro.
Una vez que los explosivos estuvieron cargados en la camioneta del árabe, Maria se sentó y estudió de nuevo la fotografía de Jerusalén. Sus ojos se desplazaron desde el antiguo cementerio hasta el resplandeciente objetivo ubicado en lo alto de la colina.
«Esta vez sacudiremos el mundo», pensó; luego volvió a guardar la foto y los mapas en el armario.
Rudi Gunn iba de un lado a otro del puente como un felino enjaulado. El chichón había desaparecido hacía mucho, pero aún tenía un morado en la sien. Cada pocos pasos se detenía, observaba el viejo muelle de Çanakkale y buscaba una razón para calmarse. Como no la encontraba, sacudía la cabeza y echaba a andar.
—Esto es una locura. Llevamos tres días retenidos. ¿Cuándo nos van a dejar ir?
Pitt alzó la cabeza desde la mesa de cartas; estaba estudiando una carta de la costa turca con el capitán Kenfield.
—Nuestro consulado en Estambul me ha asegurado que nuestra liberación es inminente. Por lo visto, mientras nosotros estamos hablando, el papeleo necesario sigue recorriendo las mesas de la burocracia local.
—Toda esta situación es un escándalo —se quejó Gunn—. A nosotros nos detienen y a los asesinos de Tang e Iverson los dejan escapar.
Pitt no podía discutírselo, pero comprendía el dilema. Mucho antes de que el
Aegean Explorer
se pusiera en contacto con los guardacostas turcos, la autoridad marítima había sido alertada por dos llamadas de radio. La primera informaba de que el barco de la NUMA estaba recuperando ilegalmente objetos de un antiguo pecio turco protegido por el Ministerio de Cultura. La segunda informaba de que dos buceadores habían muerto durante la operación. Los turcos se negaron a identificar la fuente de las llamadas y actuaron antes de recibir la petición del
Aegean Explorer
.
Una vez que la nave de la NUMA fue escoltada al puerto de Çanakkale e incautada, el caso fue trasladado a la policía local, algo que había aumentado la confusión. Pitt llamó de inmediato al doctor Ruppé, en Estambul, para documentar la autorización de su presencia en el lugar del naufragio, y después telefoneó a su esposa. Loren llamó al Departamento de Estado para que agilizara la liberación incluso después de que la policía hubiese registrado el barco y, al no encontrar ningún objeto, acabara por entender que no había razón para retenerlos.
Rod Zeibig asomó la cabeza por la puerta y calmó los ánimos.
—¿Tenéis un minuto?
—Claro —respondió Gunn—. No tenemos otra cosa que tirarnos de los pelos.
Zeibig entró con una carpeta en la mano y fue hacia la mesa de cartas.
—Quizá esto te alegre un poco. Tengo información sobre tu monolito.
—Ya no es mío —murmuró Gunn.
—¿Has conseguido recordar la inscripción en latín? —preguntó Pitt; se apartó para que Gunn y Zeibig pudieran sentarse.
—Sí. La escribí en cuanto volvimos a bordo, pero con todo este jaleo la dejé a un lado. Esta mañana por fin la he estudiado y he hecho una traducción rigurosa.
—Dime que es la lápida de la sepultura de Alejandro Magno —dijo Gunn, ilusionado.
—Eso sería falso por dos razones. Esa piedra no es una lápida sino una estela conmemorativa. Y no hay ninguna mención a Alejandro.
Abrió la carpeta y dejó a la vista una página con el texto en latín que había apuntado después de ver el monolito. La página siguiente contenía una traducción mecanografiada; se la entregó a Gunn. El la leyó primero en silencio y después en voz alta.
En recuerdo del centurión Plautio.
Scholae Palatinae y leal guardián de Helena.
Perdido en la batalla en el mar en este punto.
Fe. Honor. Fidelidad.
Cornicular Trajano
—Centurión Plautio —repitió Gunn—. ¿Es una estela en memoria de un soldado romano?
—Sí —respondió Zeibig—, lo que añade verosimilitud a que la corona de Al sea de origen romano, un regalo del emperador Constantino.
—Un
Scholae Palatinae
leal a Helena —dijo Pitt—. Si no recuerdo mal, la
Scholae Palatinae
era la guardia de élite de los últimos emperadores romanos, como la guardia pretoriana. Helena debe de ser Helena Augusta.
—Exacto —convino Zeibig—. La madre de Constantino I, que gobernó a principios del siglo
IV
. Helena vivió del año 248 al 330; es de suponer que la piedra y la corona pertenezcan a esa época.
—¿Alguna idea de quién es este Trajano? —preguntó Gunn.
—Un
cornicular
era un oficial militar, por lo general un cargo delegado. Busqué Trajano en algunas bases de datos romanos pero no encontré nada.
—Entonces supongo que el gran misterio permanece: ¿de dónde vinieron la corona y el monolito y por qué estaban en un pecio otomano?
Miró más allá de Zeibig, y vio que dos hombres de uniforme azul se acercaban por el muelle hacia el barco.
—Bueno, bueno, vuelven los polis locales —dijo, más animado—. Espero que traigan los papeles de nuestra libertad condicional.
El capitán Kenfield recibió a los dos agentes en el muelle y los escoltó a bordo; Pitt y Gunn se reunieron con ellos en la sala.
—Tengo aquí la orden para su puesta en libertad —afirmó el oficial de más edad en un inglés muy claro. Tenía el rostro redondo, orejas caídas y un grueso bigote negro—. Su gobierno ha sido muy persuasivo —añadió con el principio de una sonrisa—. Pueden marcharse.
—¿Qué pasa con la investigación de los tripulantes asesinados? —preguntó Kenfield.
—Hemos reabierto el caso como posible homicidio. Sin embargo, por el momento no tenemos ningún sospechoso.
—¿Qué pasa con el yate, el
Sultana
? —preguntó Pitt.
—Sí, ese yate estuvo a punto de hacer añicos a Pitt —insistió Gunn.
—Hemos rastreado dicho barco hasta su propietario, quien nos informó que sin duda están ustedes equivocados —respondió el oficial—. El
Sultana
se halla realizando un crucero frente a las costas del Líbano. Esta mañana hemos recibido por correo electrónico las fotos del yate amarrado en el puerto de Beirut.
—El
Sultana
acabó gravemente dañado —replicó Pitt—. Es imposible que haya navegado hasta allí.
El otro agente abrió un maletín, sacó varias fotos y se las entregó a Pitt. Mostraban la proa y la banda de babor del yate azul amarrado en un muelle. Pitt se fijó en que no había ninguna foto del flanco de estribor, donde el remolcador lo había embestido. La última foto mostraba en primer plano un periódico libanés con la fecha del día y el yate al fondo. Gunn miró la foto por encima del hombro de Pitt.
—Parece el mismo barco —admitió Rudi de mala gana. Cuando Pitt le mostró la foto de un salvavidas con el nombre del yate no le quedó más remedio que asentir.
Pitt no encontró ningún indicio de que las fotos hubiesen sido manipuladas.
—De todos modos —dijo—, eso no desmiente el hecho de que uno de nuestros científicos fue capturado y llevado en el yate hasta la costa.
—Nuestro departamento se puso en contacto con el jefe de la policía local en Kirte, quien envió a un inspector para que investigara la instalación portuaria que usted nos describió.
Se volvió e hizo un gesto a su ayudante; este sacó un grueso sobre del maletín y se lo dio a su jefe.
—La copia del informe que se realizó en Kirte. Lo he traducido para usted. —El oficial le entregó el sobre y miró a Pitt con expresión de disculpa—. El inspector informó de que esos barcos que usted describió no estaban en el puerto; de hecho, en el muelle no había ninguna embarcación.
—Se las han ingeniado para no dejar rastro —comentó Gunn.
—Los archivos del puerto indican que un carguero similar al que usted describió amarró a primera hora de la mañana para cargar una partida de textiles. Sin embargo, también indican que ese barco zarpó por lo menos ocho horas antes de que usted llegara al puerto. —El oficial miró a Pitt con pesar—. Lamento que no podamos hacer nada más por el momento, a la espera de más pruebas —añadió.
—Comprendo que esto se ha convertido en un incidente un tanto confuso —dijo Pitt, que ocultó su enfado—. Me pregunto si usted podría decirme quién es el propietario de esas instalaciones portuarias.
—Pertenecen a una compañía privada llamada Anatolia Exports. La información de contacto aparece en el informe. —Miró a Pitt con expresión pensativa—. Si puedo prestarle algún otro servicio, le ruego que me lo haga saber.
—Gracias por su ayuda —contestó Pitt en tono seco.
Los dos policías bajaron del barco y Gunn sacudió la cabeza.
—Increíble. Dos asesinatos y un secuestro y no hay culpables, solo nosotros.
—Algo duro de aceptar —dijo el capitán Kenfield.
—Estamos jugando contra cartas marcadas —señaló Pitt—. Todo apunta a que Anatolia Exports tiene comprada a la policía de Kirte. Creo que nuestro oficial lo sabe.
—Supongo que toda la situación es un tanto embarazosa para ellos; tal vez solo estén tratando de salvar la cara —opinó Kenfield.
—Pues deberían estar más preocupados por hacer su trabajo —protestó Gunn.
—Creí que cuando les dijeras que habías visto a la mujer del robo de Topkaki se tomarían este asunto muy en serio —dijo Kenfield a Pitt.
—No la mencioné —replicó Pitt.
—¿Por qué no? —preguntó Gunn, incrédulo.
—No quería volver a poner en peligro el barco mientras estuviésemos en aguas turcas. Hemos visto de primera mano lo que son capaces de hacer. Sean quienes sean. Además, tengo la incómoda sospecha de que no llegaremos a ninguna parte con la policía local.
—En eso probablemente no se equivoca —dijo Kenfield.
—Pero no podemos dejar que se vayan de rositas —protestó Gunn.
—No —dijo Pitt con firmeza—. No lo haremos.
Soltaron las amarras y el
Aegean Explorer
empezó a separarse del muelle cuando vieron que se acercaba un destartalado taxi amarillo. El oxidado vehículo se detuvo junto a la orilla, la puerta trasera se abrió y una mujer alta y delgada saltó del coche.
Pitt estaba en el puente cuando vio a su hija corriendo por el muelle.
—¡Es Summer! —gritó al capitán—. ¡Detén el barco!
Pitt corrió a la cubierta principal y se agachó cuando una bolsa grande de lona salió volando y cayó a sus pies. Un segundo después, unas esbeltas manos se asomaron a la borda, seguidas por una cabellera roja. Summer saltó por encima de la borda y aterrizó en la cubierta de proa. Pitt se acercó, con la bolsa en la mano, y le dio un fuerte abrazo.
—¡Volvíamos a buscarte! —dijo con una carcajada.
Al ver que el barco había dado marcha atrás y se acercaba al muelle, Summer miró a su padre como quien pide disculpas.
—Lo siento —dijo, con la respiración agitada—. Cuando llamé al barco desde Londres, Rudi me dijo que probablemente estarías aquí un par de días. Pero cuando el taxi se acercó al muelle, vi que te alejabas y me entró pánico. No quería por nada del mundo perder el barco.
Pitt se volvió e hizo un gesto hacia el puente en señal de que podían marcharse. Luego acompañó a Summer a su camarote.
—No esperaba verte hasta dentro de unos días.
—Tomé un vuelo temprano en Londres y me dije que, viniendo de Estambul, sería más fácil alcanzarte aquí, en Çanakkale. —Su rostro se volvió sombrío cuando añadió—: Sé lo del naufragio... y lo que les pasó a Tang y a Iverson.