Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Entonces alguien lo hundió o lo movió —replicó Pitt. Examinó, pensativo, el embarcadero durante unos momentos—. Ese remolcador, ¿no estaba delante del yate cuando desembarcamos?
—Sí, tienes razón. Ahora está detrás. En el camino de regreso apenas lo vimos debido al generador. Quizá remolcó al
Bala
a alguna parte.
De pronto se oyeron los gritos de una voz femenina en la costa, seguida por los gritos de varios hombres. Pitt se asomó desde detrás de la popa del carguero y vio que varios pistoleros corrían hacia el embarcadero.
—Parece que la fiesta se ha acabado —dijo. Miró el agua y añadió—: Creo que ha llegado la hora de mojarnos.
Zeibig levantó las muñecas esposadas.
—No es que le tenga miedo al agua —dijo con una sonrisa sarcástica—, pero la idea de ahogarme no me entusiasma.
Giordino le apoyó una mano en el hombro.
—Ven por aquí, amigo mío, te encontraré una butaca de platea.
Giordino llevó a Zeibig hacia la pila de bidones vacíos junto al borde del embarcadero. Apartó unos cuantos y los apiló como barriles de cerveza hasta crear un hueco.
—Asiento de embarcadero para uno —dijo, y lo señaló con una mano.
Zeibig se sentó en el muelle y encogió las piernas.
—¿Puedo pedir un Manhattan mientras espero? —preguntó.
—Eso en cuanto acabe la función —contestó Giordino al tiempo que encajaba un bidón delante del arqueólogo—. No te vayas a ninguna parte hasta que volvamos —añadió, y puso unos cuantos bidones más alrededor de Zeibig, hasta que quedó oculto del todo.
—No te preocupes —respondió la voz amortiguada de Zeibig.
Giordino dispuso rápidamente unos cuantos bidones más, y se volvió hacia Pitt, que observaba el embarcadero. En la otra punta, un par de guardias cruzaban el muelle hacia el embarcadero.
—Creo que lo mejor será que nos evaporemos —dijo Pitt; se dirigió hacia el final del embarcadero, donde una escalerilla de acero bajaba al agua.
—Iré detrás de ti —susurró Giordino, y los dos hombres bajaron por la escalerilla y se deslizaron en silencio dentro del agua oscura.
Sin perder ni un segundo, se dirigieron hacia la orilla; nadaron entre los pilotes del embarcadero, ocultos de quien andara por arriba. Pitt ya estaba elaborando un plan de fuga, pero se enfrentaba a un dilema. Robar una embarcación parecía lo mejor, y podían escoger entre el remolcador y el yate. El remolcador sería más fácil de pilotar, pero el yate los alcanzaría de inmediato. Se preparó para la difícil tarea de capturar el yate sin armas cuando Giordino le tocó el hombro. Se detuvo y se volvió para mirar a su amigo.
—El
Bala
—susurró Giordino.
A pesar de la oscuridad, Pitt vio los dientes blancos de la amplia sonrisa de su compañero.
Al mirar entre los pilotes, Pitt vio el remolcador, el yate y, muy abajo, dentro del agua, detrás del remolcador, la cúpula del sumergible. Habían pasado junto al
Bala
cuando recorrían el embarcadero. Oculto por el generador, no lo habían visto porque tenían toda su atención puesta en ocultar a Zeibig de las miradas de cualquiera que estuviese a bordo del yate.
Los dos hombres se acercaron en silencio y vieron que el cabo de amarre del sumergible estaba atado a la popa del remolcador. El guardia suspicaz del yate había bajado al embarcadero después de que Giordino y Pitt pasaran cargados con la escalera de mano, y había encontrado la extraña embarcación detrás del carguero. Con la ayuda del patrón del remolcador, lo habían arrastrado junto al yate para poder verlo a la luz de los focos del embarcadero.
Pitt y Giordino nadaron hasta el
Bala
. Vieron al guardia armado en la cubierta de popa del remolcador y otro hombre en la timonera.
—Creo que nuestra mejor opción es aferrar el cabo de amarre y arrastrarlo a la bahía para sumergirlo —susurró Pitt.
Unos gritos llegaron desde la orilla cuando los jenízaros comenzaron a extender la búsqueda por el embarcadero.
—Sube al
Bala
y prepáralo para la inmersión —dijo Pitt, poco dispuesto a desperdiciar más tiempo—. Veré qué puedo hacer con el remolcador.
—Necesitarás ayuda con el guardia armado —señaló Giordino, preocupado.
—Mándale un beso cuando estés a bordo.
Pitt respiró hondo y desapareció debajo del agua.
El guardia no alcanzaba a entender a qué se debía el alboroto en la costa, pero vio que algunos de sus compañeros jenízaros se acercaban por el embarcadero. Había intentado comunicar por radio a su comandante el descubrimiento del sumergible; no sabía que el hombre yacía inconsciente en el edificio de piedra. Contempló la idea de volver al yate, pero le pareció mejor vigilar el sumergible desde la popa del remolcador. Estaba allí, con la mirada puesta en la costa, cuando una voz lo llamó desde el agua.
—Perdona, muchacho, ¿esta es la estación del metro? —preguntó una voz ronca.
El guardia se acercó de inmediato a la borda de popa y miró el sumergible. Giordino, empapado hasta la médula, estaba de pie en el
Bala
1, con una mano se apoyaba en la burbuja de acrílico para mantener el equilibrio y con la otra saludaba alegremente al sorprendido pistolero. El pistolero ya había levantado el arma y comenzaba a gritar a Giordino cuando advirtió el sonido de unos pasos que se acercaban por detrás.
Se volvió demasiado tarde; Pitt se lanzó sobre él como sobre un muñeco en una práctica de bloqueo. Mantuvo los codos altos
y
golpeó al hombre en el costado, apenas por debajo del hombro. Con las piernas contra la borda, el guardia no tenía manera de mantener el equilibrio. Con una exclamación ahogada, cayó por la borda y se hundió en el agua.
—Compañía —gritó Giordino a Pitt mientras abría la escotilla y entraba en el sumergible.
Pitt se giró y vio a dos hombres que se acercaban por el embarcadero y le miraban alarmados. No les hizo caso; volvió su atención hacia la pequeña timonera del remolcador. Un hombre de mediana edad, de rostro regordete y con la piel bronceada, salió al oír el chapoteo y se quedó de piedra al ver a Pitt en la cubierta.
—¡Arouk! —llamó, pero el guardia estaba intentando salir a la superficie.
Los ojos de Pitt ya observaban la cubierta de popa. Sujeto a la borda, a unos pocos pasos, había un bichero de un metro ochenta de largo. Se acercó en un santiamén, lo sujetó por la base, y movió el afilado gancho de hierro hacia el patrón del remolcador.
—Al agua —ordenó, y movió el gancho afilado hacia la borda.
Al ver la decisión en los ojos de Pitt, el patrón no encontró ninguna razón para vacilar. Con las manos en alto, se acercó con calma a la borda, pasó las piernas por encima y se dejó caer al agua. Al otro lado de la embarcación, el tal Arouk había salido a la superficie y llamaba a sus compañeros del embarcadero.
Pitt no esperó a descifrar la conversación. Soltó el bichero, corrió a la timonera y puso el acelerador a tope. La embarcación se movió hacia delante con brío y luego se frenó un poco cuando el cabo tiró del sumergible. El remolcador ganó poco a poco impulso y aceleró a lo que Pitt le pareció la velocidad propia de un caracol. Miró hacia el embarcadero a tiempo para ver que dos guardias se acercaban al borde y apuntaban sus armas hacia él. Sus reflejos fueron instantáneos: se arrojó a la cubierta un segundo antes de que abriesen fuego.
La timonera estalló en una lluvia de astillas y cristales rotos cuando dos largas ráfagas atravesaron la estructura. Pitt se sacudió de encima el manto de astillas y cristales y se arrastró hasta el timón. Sujetó la rueda y la giró tres cuartos de vuelta a estribor.
Con solo unos pocos metros de espacio, el remolcador acortaba muy rápido la distancia que le separaba del yate amarrado delante. Pitt podría haber virado a fondo hacia la bahía, pero entonces hubiera puesto a Giordino y al
Bala
en la línea de tiro. En la confusión ni siquiera sabía si Giordino había entrado en el sumergible antes de que se iniciara el tiroteo. Solo podía confiar en desviar la atención hasta que encontrasen un lugar seguro en la bahía.
Vio un almohadón en la silla del piloto, lo cogió y se arrastró hasta los restos de la ventana de babor. Lo arrojó al aire, y consiguió llamar la atención de los pistoleros, que acababan de recargar las armas. Una nueva descarga alcanzó el exterior de la timonera con tremendos resultados. En el interior, Pitt permanecía apretado contra la cubierta, con el cojín sobre la cabeza mientras más astillas y trozos de cristal volaban por la cabina. Las balas continuaron silbando hasta que los pistoleros acabaron los cargadores por segunda vez.
Cuando los disparos cesaron, Pitt levantó la cabeza y vio que el remolcador estaba pasando al lado del yate. Se arrastró hasta el timón, lo giró a estribor y lo mantuvo firme. Cuando llegó a la proa del yate, se arrodilló y giró la rueda a fondo.
El viejo remolcador navegaba ahora a ocho nudos y la proa se apartó bruscamente del yate y el embarcadero. Pitt oyó más gritos, pero con la maniobra había ganado unos preciosos segundos de seguridad, pues el yate ocultaba el objetivo de los pistoleros. Para conseguir un disparo limpio tendrían que subir a bordo del yate o moverse por el embarcadero y para entonces Pitt esperaba estar fuera de su alcance.
Se levantó un momento y asomó la cabeza por la puerta de la timonera. Vio al
Bala
brincando alegremente detrás. El débil resplandor de algunos instrumentos electrónicos le dijo que Giordino se encontraba a bordo y estaba poniendo en marcha el sumergible. Al mirar hacia el yate, vio que una nube de humo salía del tubo de escape a popa, por encima de la línea de flotación. Pitt había esperado escapar en el
Bala
antes de que el yate zarpase, pero su oponente estaba saltándose algunas etapas. Para empeorar las cosas, vio a dos pistoleros correr por la cubierta de popa del yate con las armas preparadas.
Pitt se agachó y movió el timón para llevar el remolcador hacia el centro de la bahía y mantener el sumergible fuera de la línea de tiro directa. El tableteo de las metralletas precedió a una lluvia de balas, la mayoría de las cuales impactaron sin grandes daños en el espejo de popa. Deseó que el remolcador fuese más deprisa, pero esa era la velocidad máxima a la que podía llegar el viejo trasto con el
Bala
a remolque.
Cuando calculó que estaban a unos cien metros del embarcadero, giró el timón todo a babor y redujo la velocidad. Mantuvo el timón en posición hasta que el remolcador dio una vuelta, y el yate apareció por la proa. Mientras el remolcador permanecía en la bahía al ralentí, Pitt se acercó a la popa y desató el cabo que amarraba al
Bala
. Lo arrojó hacia el sumergible, se inclinó hacia la borda y gritó a Giordino:
—¡Espérame aquí!
Pitt le indicó con las manos que permaneciese en ese lugar.
Giordino asintió y apoyó el pulgar en la burbuja de acrílico para que su compañero lo viese. Pitt volvió a la carrera a la timonera mientras nuevos disparos llegaban desde la costa e impactaban en la proa del remolcador. Al llegar a la timonera, Pitt aceleró a fondo y movió el timón para que apuntara al final del embarcadero.
—Quédate dónde estás, muchachote —murmuró con la mirada puesta en el yate de lujo.
Libre del sumergible, el remolcador ganó unos cuantos nudos más. Pitt mantuvo la proa apuntada hacia el final del embarcadero; no quería descubrir su jugada. Para los pistoleros del yate, era como si el remolcador estuviese realizando un gran círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj. Pitt mantuvo el engaño hasta que la embarcación quedó en paralelo al yate a una distancia de unos cincuenta metros, y entonces giró de nuevo el timón a fondo. Apuntó la proa al centro del yate, mantuvo firme el timón, y encajó un chaleco salvavidas en los rayos inferiores para que no se moviese. Sin hacer caso de una nueva descarga que alcanzó la proa, salió corriendo hacia popa y se lanzó al agua por encima de la borda.
El capitán del yate fue el primero en darse cuenta de que el remolcador iba a embestirlos y pidió a gritos ayuda para soltar las amarras. Un tripulante apareció en cubierta y bajó al embarcadero para soltar las amarras de proa. Uno de los pistoleros guardó su fusil y cruzó la cubierta hasta el cabo de popa. En vez de saltar al embarcadero para soltar el cabo, intentó desanudar el extremo opuesto, sujeto en un bolardo en la popa del yate.
El capitán vio que los cabos de proa estaban libres, y al darse la vuelta vio horrorizado que el remolcador se hallaba a menos de veinte metros. Llevado por el instinto, saltó al timón y accionó al máximo los aceleradores gemelos con la esperanza de que la amarra de popa estuviese suelta.
No lo estaba.
Los grandes motores diésel rugieron cuando las hélices dobles batieron el agua e impulsaron la embarcación hacia delante. Pero solo avanzó un par de metros, pues el cabo de popa se tensó y lo sujetó al embarcadero. El guardia se echó hacia atrás con un alarido y a punto estuvo de perder varios dedos cuando se tensó el cabo.
El agua borboteaba en la popa mientras el yate luchaba por soltarse. Y entonces, de pronto, se soltó; el tripulante del embarcadero por fin había conseguido desatar el cabo del noray y corría a ponerse a cubierto. El yate se movió como un potro salvaje que escapa del corral envuelto en una nube de espuma. El capitán miró por la ventanilla del puente y sujetó el timón con todas sus fuerzas: había comprendido que el intento de fuga había fallado.
El remolcador sin piloto embistió al yate por el flanco de estribor, apenas por delante de la popa. La proa achatada destrozó con facilidad el casco de fibra de vidrio y aplastó el lado opuesto contra los pilotes del embarcadero. El sonido del metal roto llenó el aire cuando se partieron el eje de transmisión, las tuberías hidráulicas y del combustible y los engranajes que giraban a gran velocidad. La suma de movimientos llevó a la popa contra el muelle, donde la hélice de babor acabó arrancada al golpear contra uno de los pilotes. El yate se movió hacia delante en un último esfuerzo, y consiguió desprenderse del remolcador y del embarcadero antes de que los motores se apagasen y continuase a la deriva hacia la orilla.
Pitt no se molestó en mirar la colisión, avanzó bajo el agua y solo salió a la superficie una vez para respirar. Siguió hasta que los pulmones le dolieron y el número de brazadas le indicó que se acercaba donde había soltado al
Bala
. Al salir a la superficie miró hacia el embarcadero mientras recuperaba el aliento. El éxito del ataque era evidente. Vio que el yate derivaba impotente hacia la orilla y que el remolcador, con el motor todavía acelerado, golpeaba una y otra vez contra el embarcadero mientras la proa destrozada se hundía poco a poco en el agua. Numerosas personas corrían por el embarcadero, veían la escena y gritaban confundidas. Pitt no pudo evitar sonreír cuando oyó una voz femenina en medio de aquel alboroto.