El complot de la media luna (48 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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De pronto, el puente de Gálata estaba ahí delante, y Giordino pasó por debajo como un rayo. Viró de nuevo a fondo y miró atrás: el yate acababa de atravesar el puente. El
Bala
, más rápido y maniobrable, por fin estaba mostrando sus virtudes, y poco a poco la distancia entre las dos embarcaciones comenzó a aumentar. Pero eso se tradujo en más disparos desde el yate.

Giordino siguió navegando en zigzag, atento al otro puente, el Atatürk, a menos de media milla. Un golpe súbito por encima de su cabeza le obligó a agacharse involuntariamente, y al mirar arriba vio tres agujeros de bala en la burbuja acrílica del sumergible. Cualquier idea de ocultarse detrás de un obstáculo e intentar sumergirse desapareció en el acto, así que fijó la mirada en el puente.

En busca de refugio, se dirigió hacia los gruesos pilares que emergían del canal para soportar el puente. Rodear los pilares y avanzar en zigzag le permitiría entretener al yate y evitar ofrecer una línea de tiro clara. Pero su preocupación por salvarse disminuyó cuando pensó en Pitt y en el buque tanque cargado de explosivos.

A poco más de una milla, el
Dayan
sin duda continuaba su marcha letal. Giordino tenía que estar preparado para recoger a sus dos compañeros, y cuanto antes mejor. En ese momento no tenía manera de saber si Pitt y Lazlo albergaban alguna esperanza.

Se volvió para mirar atrás y descubrió que el yate de pronto había desaparecido.

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Lazlo solo tuvo que guiarse por el oído para encontrar a la tripulación cautiva del
Dayan
. En cuanto los guardas se marcharon, el capitán Hammet, aunque débil por la pérdida de sangre, puso a sus hombres a buscar una salida. No tardaron en comprobar que era imposible romper la pesada cadena que cerraba la puerta del comedor, así que cambiaron de objetivo. Estaban rodeados por mamparas de acero: solo había una manera de salir, y era por el techo.

Con cuchillos que habían cogido de la cocina, la tripulación comenzó a quitar los paneles del techo con la idea de trepar a un conducto de ventilación y llegar a la cubierta superior. Lazlo oyó el repiqueteo desde un almacén donde estaba buscando y de inmediato corrió a la puerta del comedor. Quitó la cadena, sujeta solo con un simple nudo, y abrió la puerta con una patada. Los tripulantes, subidos a las mesas y con los cuchillos en las manos, interrumpieron su trabajo y le miraron con sorpresa.

—¿Quién está al mando aquí? —gritó Lazlo.

—Soy el capitán del
Dayan
—respondió Hammet, sentado en una silla cercana y con la pierna apoyada en un taburete.

—Capitán, el barco explotará dentro de unos minutos. ¿Cuál es la manera más rápida de que usted y su tripulación salgan de aquí?

—El bote salvavidas de popa —respondió Hammet, que se levantó con una mueca de dolor—. ¿No ha podido desactivar los explosivos?

Lazlo sacudió la cabeza.

—Todos al bote salvavidas —ordenó Hammet—. En marcha.

Los tripulantes salieron a la carrera. Lazlo y el primer oficial ayudaron a Hammet. Al salir a cubierta, Hammet sintió una vibración poco habitual debajo de los pies y miró más allá de la borda. El capitán israelí se quedó boquiabierto al ver que los minaretes de la mezquita de Süleymaniye se alzaban a corta distancia delante de ellos.

—¿Estamos en Estambul? —tartamudeó.

—Sí —contestó Lazlo—. Venga, nos queda poco tiempo.

—Pero debemos virar el buque tanque y sacarlo de aquí —protestó.

—Alguien está ocupándose de eso en el puente.

Hammet comenzó a seguir a los demás hacia popa pero, cuando la cubierta se sacudió de nuevo, vaciló.

—Oh, no —gimió con una mueca de dolor—. Lo he dejado sin combustible.

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Pitt se había dado cuenta de lo que pasaba en ese mismo instante. Al entrar a la carrera en el puente no hizo caso de las luces rojas que parpadeaban en la consola central y se centró en buscar el control que desconectaba el piloto automático. El buque tanque se acercaba al puente de Gálata, en línea recta al arco central, cuando Pitt recuperó el control del timón. El pilar a babor de la proa no le dejaba espacio suficiente para virar el gran buque. Primero tendría que pasar por debajo del puente, y luego virar, pasar otra vez por debajo del puente y salir del Cuerno de Oro.

En el momento en que la proa se acercó al puente, vio que el arco que tenía delante le quedaba casi a la altura de los ojos y se preguntó si la superestructura pasaría. Mientras esperaba, miró por fin las luces rojas. Desesperado, vio que no quedaba combustible en los depósitos principales y auxiliares. Cuando Hammet había bajado a la sala de máquinas, había abierto las válvulas de descarga de los depósitos que vaciaban el combustible a la sentina y, de allí, al mar. La pérdida de potencia del motor a medida que consumía los últimos restos de combustible era una prueba evidente de que los depósitos se habían vaciado.

Pitt comprendió con una súbita certeza que no tenía ninguna posibilidad de llevar al buque tanque hacia el mar de Mármara, donde explotaría sin causar daños. Alejarlo de la ciudad era una esperanza perdida. Cualquiera que hubiera estado en ese momento en el puente, convertido en una bomba de relojería, habría caído presa del pánico. Solo habría pensado en escapar cuanto antes, abandonar el barco de la muerte e intentar salvar el propio pellejo.

Pero Pitt no era como la mayoría. Su pulso apenas se aceleró un poco más de lo normal mientras observaba con serenidad la línea de la costa. Sus nervios estaban en calma, pero su mente funcionaba a tope y analizaba todas y cada una de las soluciones viables. Entonces una posibilidad apareció al otro lado de la bahía. Era arriesgado y una locura, pensó, pero era una solución. Sintonizó el canal 86 en la radio del puente y cogió el micrófono.

—Al, ¿dónde estás? —llamó.

La voz de Giordino sonó de inmediato en el altavoz.

—A una milla por delante. He estado jugando al gato y al ratón con el yate, pero creo que se han cansado de mí.
Mantén
los ojos bien abiertos: van a toda velocidad en tu dirección. ¿Lazlo y tú estáis preparados para que os vaya a recoger?

—No, te necesito en otra parte —contestó Pitt—. En un barco draga que hay en la esquina sudeste del puente.

—Allá voy. Corto.

La superestructura del buque tanque acababa de pasar por debajo del puente cuando sonó otra sacudida del motor. En la luz de la mañana, Pitt vio que el yate azul se acercaba al
Dayan
; se hallaba a menos de cien metros. Haciendo caso omiso del
Sultana
, viró todo a babor; luego se acercó a la ventana de atrás y se preguntó cómo le estarían yendo las cosas al teniente Lazlo.

74

El teniente israelí ayudaba a llevar al capitán Hammet al bote salvavidas cuando sonaron disparos a poca distancia. Un segundo más tarde trozos de cristal cayeron sobre cubierta desde lo alto. Lazlo miró hacia arriba y vio que los disparos se concentraban en las ventanas del puente. Apenas veía los mástiles de radio del yate cuando pasó junto a la borda de estribor.

—Rápido, al bote —urgió Lazlo a los marineros.

Seis de los tripulantes ya estaban a bordo del bote salvavidas de fibra de vidrio. Estaba colocado en ángulo por encima de la borda de estribor, con la popa apuntando al agua. El primer oficial y otro hombre ayudaron a Hammet cuando entró por detrás. Se abrochó el cinturón de seguridad y ordenó a los tripulantes que hiciesen lo mismo. Luego miró a Lazlo, que se disponía a cerrar la entrada desde el exterior.

—¿No viene con nosotros? —preguntó Hammet, sorprendido.

—Mi trabajo aún no ha acabado —respondió el teniente—. Lance la embarcación al agua de inmediato y diríjase a la costa. Buena suerte.

Hammet iba a darle las gracias, pero Lazlo se apresuró a cerrar la puerta y saltó de la embarcación. Cuando toda la tripulación estaba bien sujeta a los asientos, el capitán se volvió hacia el primer oficial.

—Abajo, Zev.

El primer oficial tiró de la palanca que soltaba la sujeción a estribor y el bote salvavidas comenzó a deslizarse. La embarcación salió de la rampa y cayó al agua, unos doce metros más abajo; la proa se hundió un par de metros debajo de la superficie. El bote salvavidas apenas había salido a flote cuando el yate azul se acercó y se escuchó una ráfaga de metralleta. Solo que esta vez los disparos no provenían del yate.

Oculto en la popa, Lazlo disparó dos rápidas ráfagas con su fusil de asalto M-4. Apuntó a los dos hombres armados que estaban en la proa del yate, y la ráfaga mató a uno de ellos, cuyo cuerpo inerte cayó por la borda. El segundo pistolero se salvó por los pelos y corrió a retirarse a la cabina principal.

De pie en el puente, Maria presenció el incidente llena de furia. Consultó su reloj.

—¡Todavía queda tiempo! —gritó al capitán del yate—. ¡Llévenos junto a la escalerilla!

—¿Qué pasa con el bote salvavidas? —preguntó el capitán.

—Olvídelos. Nos ocuparemos de ellos más tarde.

El yate avanzó y desapareció de la vista de Lazlo rumbo a la rampa. Maria ordenó de inmediato a dos de los jenízaros que subiesen.

—Yo me encargo del puente —se ofreció el iraquí Farzad. Sacó la pistola Glock que llevaba en la sobaquera y fue hacia la puerta de la cabina.

—Ocúpate de que el buque tanque vaya hacia la orilla —dijo Maria—. ¡Deprisa!

Lazlo había cruzado la popa y espiaba por encima de la borda cuando el yate se apartaba de la escalerilla. Una descarga de uno de los pistoleros del yate hizo blanco en la borda y obligó a Lazlo a lanzarse sobre la cubierta. Al alzar la cabeza, maldijo: dos jenízaros que habían llegado a lo alto de la escalerilla, saltaron a cubierta y se protegieron detrás de un mamparo cerca de la superestructura.

Sin levantarse, Lazlo rodó contra la borda, y luego retrocedió hasta un gran imbornal que vaciaba la cubierta de agua de mar. Se metió en el interior y encontró refugio detrás de una paleta plana delante del imbornal. No era una posición defensiva óptima, pero no creía que le hubiesen visto y podría sorprender a los asaltantes.

Tenía razón. Esperó pacientemente mientras los dos jenízaros avanzaban juntos hacia popa. En el momento en que ambos reaparecieron en cubierta, Lazlo levantó el fusil y disparó. No falló: cuatro disparos atravesaron el pecho del primer hombre, que cayó muerto en el tanque. El segundo se tiró al suelo y rodó detrás de un poste antes de que Lazlo pudiese apuntarle.

Ambos se mantenían quietos en sus posiciones defensivas. De vez en cuando disparaban una ráfaga con la ilusión de que un disparo afortunado acabase con su oponente.

En el puente, Pitt intentaba hacer caso omiso de los disparos mientras mantenía el timón girado a fondo. Aun así, no quitaba ojo al yate y seguía sus movimientos. En el momento en que echó un vistazo por la ventana posterior vio a un tercer hombre que subía detrás de los jenízaros y desaparecía en dirección a la cubierta de proa momentos antes de que Lazlo comenzase a disparar.

Mientras el tiroteo continuaba, Pitt miró alrededor en busca de algo que pudiese servirle de arma, y rebuscó en la caja del equipo de emergencias que había sobre la mesa de cartas. Al asomar la cabeza un instante por la ventana lateral vio que el jenízaro superviviente que se enfrentaba a Lazlo se hallaba casi debajo mismo de él. Fue hasta el equipo y volvió con un extintor en la mano. Se asomó a la ventana, apuntó y lo dejó caer.

El improvisado misil rojo no cayó sobre la cabeza del jenízaro sino en su hombro. Ante el inesperado ataque, el pistolero soltó un grito, más de sorpresa que de dolor, y en un gesto instintivo se giró y levantó la cabeza en busca del origen del ataque.

A menos de veinte metros, Lazlo apuntó al hombre y apretó el gatillo. La rápida descarga no produjo ningún grito ni derramamiento de sangre. El jenízaro cayó muerto en el acto y de pronto reinó en el barco un silencio incómodo.

75

El puente del buque tanque parecía desierto cuando Farzad entró con paso cauto por la escalerilla trasera. Al ver que la costa de Sultanahmet se deslizaba horizontalmente por delante de la proa, se acercó al timón para detener el giro. Cuando encontró los controles del timón, bajó la pistola y acercó las manos.

—Suelta eso ahora mismo.

Pitt emergió de detrás de una consola junto al mamparo de babor. En la mano sujetaba una pistola lanza bengalas que había cogido del equipo de emergencias.

Farzad miró a Pitt y se llevó una sorpresa al ver quién era; la sorpresa se tornó en cólera y la cólera en burla cuando vio el arma de Pitt.

—Estaba deseando volver a verle —dijo Farzad con un marcado acento.

En el momento en que intentó levantar la pistola, Pitt apretó el gatillo del lanza bengalas. El proyectil atravesó el puente y alcanzó a Farzad en el pecho con una nube de chispas. Sus prendas se incendiaron al momento mientras la bengala caía al suelo, giraba como una rueda de fuego y acababa en un rincón. Un segundo más tarde, la bengala estalló y proyectó una lluvia de llamas y fuego por todo el puente.

Pitt ya se había tirado al suelo y se había cubierto la cabeza cuando las chispas le pasaron por encima. Farzad estaba intentando apagar las llamas de sus prendas cuando el estallido lanzó la segunda oleada de fuego. Envuelto en una nube de humo y chispas, se apartó de la erupción y jadeó en busca de aire. Pitt se levantó como un resorte y echó a correr con la intención de tumbar al hombre antes de que pudiese ver y disparar. Pero el mercenario seguía siendo consciente de la presencia de Pitt y volvió la Glock en su dirección.

Un disparo resonó por todo el puente, pero Pitt sabía que Farzad no había apretado el gatillo. El cuerpo del pistolero salió disparado hacia el timón y luego se deslizó al suelo, dejando un rastro de sangre en la consola.

Lazlo, con el fusil apuntando al cuerpo tendido y humeante de Farzad, entró en el puente.

—¿Está bien? —preguntó al tiempo que miraba a Pitt con el rabillo del ojo.

—Sí, aquí disfrutando de los fuegos artificiales —contestó Pitt entre toses; el aire estaba cargado de humo—. Gracias por la oportuna entrada.

Lazlo sujetaba debajo de un brazo el extintor de incendios abollado.

—Tenga, quizá le sirva. Le agradezco el apoyo aéreo.

—Acaba de devolverme el favor —dijo Pitt, y se ocupó de inmediato de apagar los pequeños incendios que había provocado la bengala.

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