—Basta —la cortó Alexis secamente—, ya está bien. Charles... —su voz sonaba ahora un poco más dulce—, eres consciente de que te faltan algunos episodios, ¿no...? Y supongo que a ti no tengo que darte lecciones sobre lo... inestables que son las teorías en cuyos cálculos faltan datos, ¿verdad?
—Claro... Perdona.
Silencio.
Charles se fabricó una especie de cenicero con un trozo de papel de aluminio y añadió:
—Bueno, ¿y las neveras qué tal? ¿Marcha el negocio?
—Mira que eres idiota...
Esa sonrisa era bonita, y Charles se la devolvió encantado.
Después hablaron de otras cosas. Alexis se quejó de una grieta que había en el hueco de la escalera, y el maestro prometió echarle un vistazo.
Lucas vino a darles un beso de buenas noches.
—¿Y el pájaro?
—Todavía está durmiendo.
—¿Y cuándo se va a despertar?
Charles se encogió de hombros en señal de ignorancia.
—¿Y tú? ¿Estarás aquí mañana todavía?
—Claro que estará —le aseguró su padre—. Anda... ahora vete a la cama, que mamá te está esperando.
—Entonces ¿vendrás a verme a la función del colé?
—Tienes unos hijos preciosos...
—Sí... ¿Y a Marión la has visto?
—Y tanto que la he visto... —murmuró Charles.
Silencio.
—Alexis...
—No. No digas nada. Mira, no te enfades si Corinne es así contigo... La que de verdad se tuvo que tragar lo más difícil fue ella, y... me imagino que le asusta todo lo que tiene que ver con mi pasado... ¿Lo... lo entiendes?
—Sí —contestó Charles, que sin embargo no entendía nada de nada.
—Si no llega a ser por ella, no lo habría conseguido y...
—¿Y?
—Es difícil de explicar, pero en un momento sentí que para salir de ese infierno tenía que dejar la música en el camino. Como una especie de pacto, por así decir...
—¿Ya no tocas nunca?
—Sí... tonterías sin importancia... Para la función de mañana, por ejemplo, los acompaño a la guitarra, pero tocar de verdad... No...
—No me lo puedo creer...
—Es que... la música me vuelve frágil... No quiero volver a sentir nunca más el mono, y la música me lo causa... Me aspira...
—¿Has tenido noticias de tu padre?
—Jamás. ¿Y tú...? Dime... ¿tienes hijos?
—No.
—¿Estás casado?
—No.
Silencio.
—¿Y Claire?
—Claire tampoco.
Corinne acababa de volver con el postre.
* * *
—¿Te va bien así? ¿Estás cómodo, tú crees?
—Sí, sí, está perfecto —contestó Charles—, ¿estás seguro de que no os molesto?
—Calla, hombre, calla...
—De todas formas me marcharé muy temprano... ¿Puedo darme una ducha?
—Ven, aquí está el cuarto de baño...
—¿No tienes una camiseta que prestarme?
—Tengo algo mucho mejor...
Alexis volvió con un viejo polo Lacoste en la mano y se lo dio.
—¿Lo recuerdas?
—No.
—Y eso que te lo robé...
Entre otras cosas..., pensó Charles, dándole las gracias.
Tuvo cuidado de que no se le despegaran las vendas y se dejó fundir bajo el agua, durante mucho rato.
Con una esquinita de la toalla frotó el espejo para mirarse.
Puso morritos.
Encontró que parecía una llama.
Maltrecho.
Había dicho Kate...
Al inclinarse para cerrar las persianas vio que Alexis estaba sentado solo en uno de los escalones de la terraza, con una copa en la mano. Charles volvió a ponerse el pantalón y cogió su paquete de tabaco.
Y la botella también de paso.
Alexis se apartó a un lado para dejarle sitio.
—Has visto qué cielo... Cuántas estrellas...
—Y dentro de unas horas, será otra vez de día...
Silencio.
—¿Por qué has venido, Charles?
—Para poder pasar el duelo...
—¿Qué le tocaba a Nounou? Ya no me acuerdo...
—Dependía de cómo se hubiera disfrazado... Cuando se ponía esa gabardina tan ridíc...
—¡Ya me acuerdo!
La pantera rosa...
Mancini...
—Cuando se duchaba, y le veíamos el pecho peludo, le tocabas algo en plan llegada de los gladiadores a la arena del circo...
—Do... do-sollll...
—Cuando llevaba ese pantalón corto de cuero... El que tenía unas bellotas bordadas delante que nos daba tanta risa, le tocabas una polquita bávara...
—Lohmann...
—Cuando quería obligarnos a hacer los deberes, le soltabas
El puente sobre el río Kwai...
—Y le encantaba... Se ponía la barra de pan debajo del brazo y se metía por completo en el papel de oficial...
—Cuando conseguía arrancarse un pelo de la oreja a la primera, le tocabas
Aida...
—Exactamente...
La marcha triunfal...
—Cuando nos daba la vara, imitabas el «ni-no-ni-no» de la ambulancia para que se lo llevaran al manicomio. Cuando hacíamos una travesura y nos encerraba en tu cuarto hasta que volviera Anouk para castigarnos, le tocabas bajito algo de Miles Davis por el ojo de la cerradura...
—
¿Ascensor para el cadalso?
—Claro, eso es. Cuando nos perseguía a la hora del baño, te subías a la mesa y le tocabas
La danza del sable...
—Me moría, me acuerdo... Joder, estuve a punto de palmarla varias veces...
—Cuando queríamos caramelos, a él también le acababas tocando a Gounod...
—O a Schubert... Dependiendo de cuántos quisiéramos... Cuando nos hacía sus numeritos birria, le plantaba
La marcha de Radetsky...
—De eso no me acuerdo...
—Que sí, hombre...
Pum, pum... Strauss.
Charles sonreía.
—Pero lo que más le gustaba de todo...
—Era esto... —prosiguió Alexis, silbando.
—Sí... Entonces conseguíamos todo lo que queríamos... Incluso que imitara la firma de mi padre...
—
La strada...
—¿Te acuerdas...? Nos llevó a verla, a la calle Rennes...
—Y nos tiramos todo el día cabreados...
—Claro... No entendimos nada... Por el resumen que nos hizo, nos creímos que era una comedia...
—Qué chasco nos llevamos...
—Qué tontos éramos...
—Parecías extrañado, antes, pero ¿a quién quieres que le hable de él? ¿Tú a quién le has hablado de él, a ver?
—A nadie.
—¿Lo ves...? Si es que un tipo como Nounou no se puede contar —añadió Alexis, aclarándose la garganta—, ha... había que conocerlo...
Ululó una lechuza. Pero bueno... ¡qué jaleo en plena oscuridad!
—¿Sabes por qué no te avisé?
—...
—Del entierro...
—Porque eres un hijo de puta.
—No. Sí... No. Porque por una vez quería tenerla para mí solo.
—...
—Desde el primer día, Charles, me... me moría de celos... De hecho...
—Venga... sigue... Cuéntame... Me gustaría comprender por qué te hundiste en el caballo hasta el tuétano por mi culpa. Los pretextos de la mala fe siempre me han fascinado...
—Típico tuyo... Siempre tan grandilocuente, siempre esas grandes palabras...
—Tiene gracia, a mí me daba más bien la impresión de que no habías disfrutado mucho de tu madre... Creo que al final se sentía un poco sola...
—La llamaba por teléfono...
—Estupendo. Bueno... me voy a la cama... Estoy tan cansado que ni siquiera estoy seguro de poder dormirme...
—Tú sólo tenías su lado bueno... De niños, era a ti a quien hacía reír, y era yo quien tenía que limpiar el retrete y llevarla a rastras hasta su cama...
—Alguna vez lo limpiamos juntos... —murmuró Charles.
—Tú te llevabas todo lo bueno... Eras tú el más inteligente, el más brillante, el más interesante...
Charles se levantó.
—Pues mira qué buen amigo soy, Alexis Le Men... Esa maravilla que yo era, y me tomo la molestia de recordártelo para que puedas pasar página y contarles a tus hijos cómo nos hacía mearnos de risa un viejo travestí imitando a Fred Astaire borracho en el patio del colegio, la abandonó mucho antes que tú, como a una mierda, y lo hizo sin una puta llamada de teléfono... Y probablemente ni siquiera habría ido a su entierro si hubieras tenido la amabilidad de avisarlo, porque el haber trabajado tanto y tan bien, el haber sido tan inteligente y tan brillante lo volvió muy ocupado y muy, muy gilipollas. Dicho esto, buenas noches.
Alexis lo siguió dentro de la casa.
—Entonces sabes lo que es...
—¿El qué?
—...
—Abandonar cosas ahí abajo...
—Sacrificar pedazos de vida para poder subir de los infiernos...
—Sacrificar... pedazos, de vida... Pues sí que sabes de retórica para ser vendedor de helados... —se burló Charles—. Pero ¡si no hemos sacrificado nada! Simplemente hemos sido cobardes... Sí, es una palabra que mola menos, «cobarde»... No suena... tan bien... tan grandilocuente... Está a esto —juntó casi del todo el pulgar y el índice—: de sonar mal, ¿verdad? Unos cobardes, eso es lo que somos.
Alexis meneó la cabeza de lado a lado.
—Siempre te ha gustado flagelarte... Claro, es que tú estudiaste en un colegio de curas... Se me había olvidado... ¿Sabes cuál es la gran diferencia entre tú y yo?
—Sí —dijo Charles, enfático—, claro que lo sé: el Doloooorrr. Con D mayúscula, cuidado, con D de Drogata. ¿Qué quieres que responda a eso?
—La diferencia es que tú te criaste rodeado de gente que creía en un montón de cosas, mientras que yo me crié con una mujer que no creía en nada.
—Creía en la vi...
Charles se arrepintió enseguida de esa última sílaba. Demasiado tarde.
—Claro. No hay más que ver lo que hizo de esa creencia...
—Alex... Lo entiendo... Entiendo que necesites hablar de ello... De hecho salta a la vista que esta escenita la has ensayado mil veces... Me pregunto incluso si no es el motivo de que me enviaras esa notita tan cálida el invierno pasado... Para soltarme a mí todo ese lastre que ya no puedes soltarle a nadie ni enterrar en ningún sótano...
»Pero no soy la persona adecuada, ¿entiendes? Tengo... tengo demasiadas canicas en juego en este asunto... No puedo ayudarte. No es que no quiera, es que no
puedo
. Tú, al menos, has tenido hijos, has... Mientras que yo, yo... Me voy a dormir. Dale recuerdos de mi parte a tu redentora...
Abrió la puerta de su habitación.
—Una última cosa... ¿Por qué no has donado su cuerpo a la ciencia, como te hizo prometer tantas veces?
—¡Joder, tío, el puto hospital! ¡¿No te parece que ya les había dado bastan...?!
El mecanismo se había roto.
Alexis se echó hacia atrás para apoyarse en la pared y se dejó resbalar hasta sentarse en el suelo.
—¿Qué he hecho, Charles? —dijo, echándose a llorar—. Dime lo que he hecho...
Charles no podía agacharse y menos aún arrodillarse.
Le tocó el hombro.
—Calla... Yo también no digo más que tonterías... Si de verdad hubiera querido, te habría dejado una nota.
—Me dejó una.
Dolor, señal, supervivencia, promesa. Le volvió a coger la mano.
Alexis arqueó la espalda, buscó su cartera, sacó de ella una hoja de papel doblada en cuatro, la desdobló y carraspeó:
—
Amor mío...
—empezó a leer.
Y volvió a echarse a llorar. Le tendió la nota a su amigo.
Charles, que no llevaba puestas las gafas, retrocedió un paso hacia la luz de su cuarto.
Era inútil.
No había nada más escrito.
Expulsó todo el aire de los pulmones, en una bocanada larga y profunda.
Para cambiar de dolor.
—Ves cómo sí creía en algo... ¿Sabes? —añadió con un tono más alegre—, me gustaría tenderte la mano para ayudarte a levantarte, pero mira tú por dónde, me ha atropellado una furgoneta esta mañana...
—Qué coñazo eres, tío —dijo Alexis sonriendo—, siempre tienes que hacer las cosas mejor que los demás...
Lo agarró de la chaqueta, se aupó hasta él, volvió a doblar su nota y se alejó imitando la voz de pito de Nounou:
—
¡Vamos, pequeñines míos! ¡A la camita!
Charles se tambaleó hasta la cama, se desplomó sobre el colchón, ¡ay, qué daño!, como un peso muerto, y pensó que acababa de vivir el día más largo de su...
No le dio tiempo siquiera a terminar la frase, ya se había quedado dormido.
4
Pero ¿dónde estaba?
¿Entre qué sábanas? ¿En qué hotel?
Los espantosos floripondios de las cortinas lo despertaron del todo. Ah, sí... el Cercado de los Olmos...
No se oía un solo ruido. Consultó su reloj y primero pensó que lo tenía puesto al revés.
Las once y cuarto.
La primera vez desde hacía siglos que se despertaba a las tantas...
Había una notita delante de la puerta de su habitación:
«No hemos querido despertarte. Si no tienes tiempo de pasarte por el colegio (en frente de la iglesia), déjale las llaves a la vecina (verja verde). Un beso.»
Charles admiró el papel pintado del cuarto de baño, el papel higiénico a juego con las pastorcillas de la tapicería estilo Jouy, se calentó una taza de café y gimió ante el espejo del cuarto de baño.
La llama se había coloreado durante la noche... de un bonito malva tirando a verde... No tuvo el valor de escupirse a la cara y cogió prestada una maquinilla de Alexis.
Afeitó lo que se podía afeitar y se arrepintió enseguida. Era peor todavía.
Su camisa apestaba a tigre. Se volvió a poner, pues, el viejo Lacoste de cuando era joven y, al hacerlo, sintió una extraña alegría.