El Consuelo (37 page)

Read El Consuelo Online

Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

BOOK: El Consuelo
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Somos los piratas más temibles, más crueles
,
¿Qué diablos hacemos en este barco miserable?
Sacarle brillo al puente, hacer pasteles
,
¡Basta ya!, ni una vez hemos blandido el sable
,
Estamos hartos de soñar con grandes bajeles
.
Capitán, ¡escuche nuestras quejas!
Denos otro barco, tesoros, y aventuras
,
Con esta vida nos sentimos entre rejas
,
¡Queremos ron, peleas y locuras!

 

Alexis, que al principio no se dio cuenta de nada, concentrado como estaba en su guitarra.
Luego levantó la cabeza, sonrió, localizó a su hijo y volvió a sus cuerdas.
No.
Levantó otra vez la cabeza.
Entrecerró los párpados, falló varios acordes, abrió unos ojos como platos, puso ¿ara de pasmo y se olvidó de la melodía. Pero poco importaba, ¿quién habría podido oírlo entre los aullidos de rabia de los filibusteros? ¡Ron, peleas y locuras!, gritaron a más no poder antes de desaparecer detrás de una gran vela.
Se oyó un cañonazo, y volvieron a aparecer, armados hasta los dientes. Otra canción, otras notas,
Mistinguett
se desgañitaba, y Alexis seguía sin digerir su asombro.
Por fin apartó la mirada del hombro de su hijo y, buscando una explicación, la paseó por el público.
A fuerza de aplicarse en buscarla, terminó por dar con la sonrisa burlona de su antiguo compañero de juegos. El mismo que acababa de comprender que no era muy difícil leer en los labios de un malentendido...

 

Alexis le señalaba a Lucas con la barbilla.
¿Es ella?
Charles asintió con la cabeza.
Pero... ¿de dónde la has...?
Con una sonrisa, Charles señaló el cielo con el dedo. Alexis meneó la cabeza, la volvió a bajar hacia su guitarra y ya no la levantó hasta el reparto del botín.

 

Charles aprovechó los aplausos para darles esquinazo. No tenía ninguna gana de otra escenita de llanto y drama. Misión cumplida. Tocaba volver a la vida.

 

Ya estaba franqueando las verjas del colegio cuando un «
Hey!
» lo retuvo. Se volvió a meter el cigarro en el bolsillo y se dio la vuelta.
—Hey, you bloody
liar!
—le gritó Kate, blandiendo el puño izquierdo—,
why did you soy
«Cuento con ello»
if you don't give a shit?
No esperó a que a Charles se le desencajara del todo el rostro para añadir, con una voz más amable:
—No... disculpe... Eso no era en absoluto lo que quería decir... De hecho, quería invitarlo a... no... nada... —Lo miró a los ojos, y su voz se dulcificó aún más—. ¿Ya... ya se marcha?
Charles no intentó siquiera sostenerle la mirada.
—Sí... deb... deb... —balbució—, debería haberme despedido de usted, pero no quería mones... perdón, molestarla...
—Ah...
—No había previsto venir aquí. He hecho... ¿cómo decirle...? He hecho novillos y no tengo más remedio que marcharme ya.
—Entiendo...
Con una última sonrisa, una que Charles no le conocía todavía, Kate recurrió al último cartucho, sin creérselo ni ella.
—Pero ¿y la rifa?
—No he comprado ninguna papeleta...
—Claro. Bueno, pues nada... Adiós entonces...
Le tendió la mano. La sortija se le había dado la vuelta, la piedra estaba fría.
Invitarme ¿a qué?, pensó entonces Charles, pero era demasiado tarde, Kate ya estaba lejos.
Suspiró y contempló alejarse los... arabescos más estirados...

 

* * *
Al buscar su coche, encontró el de ella, aparcado de cualquier manera bajo los plátanos, delante de la estafeta de Correos.
Una vez más, el maletero estaba abierto, y los mismos perros del día anterior lo saludaron con la misma naturalidad.

 

Abrió su agenda por la página del 9 de agosto y trató de recordar los nombres de las ciudades por las que tenía que pasar.
Condujo más de media hora sin pensar en nada que pueda expresarse con claridad. Buscó una gasolinera, la encontró detrás de un supermercado, tardó siglos en encontrar la puta palanquita de los cojones que activaba la apertura de la tapa del depósito. Abrió la guantera, buscó el manual de instrucciones, se puso más nervioso todavía y soltó otra ristra de tacos, por fin dio con ella, llenó el depósito, se equivocó de tarjeta primero y luego tecleó mal el código, renunció, pagó en metálico y dio tres vueltas a la siguiente rotonda antes de conseguir descifrar lo que había escrito en su agenda con su birria de letra.

 

Encendió la radio y al instante la apagó. Encendió un cigarro y al instante lo aplastó. Sacudió la cabeza y al instante se arrepintió. Con ese gesto acababa de sacar de su letargo a su antigua migraña. Descubrió por fin el panel que esperaba. Se detuvo ante la línea blanca, miró a un lado, miró a otro, miró de frente y...
... y se atascó en la siguiente letanía:
—Pero mira que soy imbécil. Pero mira que soy imbécil... Pero ¡mira que soy imbécil!

 

5

 

Kate estaba rebuscando algo en el bolsillo de su delantal.
—¿Sí?
—Buenos días, esto... querría un trozo de ese bizcocho de chocolate que tenía usted en el horno ayer a eso de las nueve menos cuarto de la noche...
Kate levantó la cabeza.
—Sí, ya ve —añadió Charles, agitando un taco de papeletas—, es que, claro... pistas de petanca y karaoke gigante... como para dejar escapar algo así...
Kate tardó varios segundos en reaccionar, frunció el ceño y se mordió el labio para contener esa sonrisa que ya se le escapaba.
—Había tres.
—¿Cómo dice?
—Tres bizcochos... En el horno...
—¿No me diga?
—Pues sí —replicó ella, con el mismo aire algo molesto—, resulta que en mi casa no se hacen las cosas a medias, mire usted por dónde...
—Ya me lo había figurado...

So?
—Pues... pues... quizá podría usted ponerme un trocito de cada...
Sin hacerle el menor caso, Kate le cortó tres porciones minúsculas y le devolvió el plato antes de añadir:
—Dos euros. Se los paga a la chica de la caseta de al lado...
—¿A qué quería invitarme, Kate?
—A cenar, creo. Pero he cambiado de opinión.
—¿No me diga?
Ya estaba atendiendo a otra persona.
—¿Y si la invito yo a usted?
Kate se volvió hacia él y lo mandó a paseo amablemente.
—Prometí que les ayudaría a recogerlo todo, tengo media docena de niños a mi cargo y no hay un solo restaurante en cincuenta kilómetros a la redonda, a parte de eso, ¿está bueno?
—¿Perdón?
—El bizcocho, digo.
Pues... a Charles se le habían pasado un poco las ganas de probarlo... Se estrujaba la cabeza para soltarle una respuesta que la dejara en el sitio cuando un tipo jadeante y a todas luces muy contrariado le robó la escena.
—Oiga, ¿no era su hijo quien debía ocuparse de la caseta de puntería esta tarde?
—Sí, pero le ha pedido usted que atienda en la barra del merendero...
—¡Ay, es verdad! ¡Se me había olvidado! Bueno, pues nada, se lo pediré a...
—Espere —lo interrumpió Kate volviéndose hacia Charles—, Alexis me ha dicho que es arquitecto, ¿es así?
—Eh... pues... sí...
—Entonces esa caseta le va que ni pintada. Me imagino que apilar cajas de conserva será una de sus habilidades, ¿no? —Y, llamando al tipo de antes, le dijo—: ¡Gérard! No busque más...
Charles apenas tuvo tiempo de meterse en la boca un trozo de bizcocho, pues Gérard lo arrastraba ya hacia el fondo del patio.

Hey!
Vaya, qué querría ahora...
Charles se dio la vuelta, preguntándose qué
bloody
razón encontraría Kate para echarle la bronca.
Pero no.
No era nada.
Sólo un guiño por encima de un gran cuchillo de cortar bizcocho.

 

* * *
—En cada partida, los niños le tienen que dar un ticket azul, saben dónde se compran... y el que gane podrá elegir un premio entre los que hay en esa caja de ahí... Más tarde vendrá algún padre a sustituirlo un momento por si necesita usted tomarse un descanso —le explicó el señor, apartando a los niños que se arremolinaban ya a su alrededor—. ¿Tiene alguna pregunta?
—Ninguna.
—Pues buena suerte, entonces. Siempre me cuesta un poco encontrar a un alma caritativa que quiera ocuparse de esta caseta, porque ya lo verá... —hizo ademán de taparse los oídos—, es un poco ruidosa...
Durante los diez primeros minutos, Charles se contentó con recibir los tickets azules a cambio de los proyectiles, unos calcetines hechos una bola y llenos de arena, y con volver a apilar las latas; luego fue ganando confianza e hizo lo que siempre había hecho: mejoró el proyecto que le habían confiado.
Dejó la chaqueta sobre un taburete y anunció el nuevo plan de ocupación del suelo:
—A ver... Callad un momento porque así no hay manera... Tú, ve y tráeme una tiza... Para empezar, se acabó todo este jaleo... Quiero que os pongáis en fila india, así, uno detrás de otro. Al primero que se cuele, lo coloco en medio de las latas, ¿entendido? Bien, así me gusta, gracias-Cogió la tiza, dibujó dos líneas bien separadas en el suelo y luego hizo una marca en el poste de madera.
—Esta marca es la talla... Los que estén por debajo, pueden avanzar hasta la primera línea, los demás tienen que ponerse detrás de la segunda, ¿entendido? Entendido.
—Luego... los más pequeños pueden apuntar a esas latas de ahí —dijo, indicándoles las más grandes, las que les había dado el cocinero y que antes habrían contenido al menos diez kilos de menestra o de tomates pelados—. Los mayores, en cambio, tienen que derribarme estas de aquí... —(Más pequeñas y mucho más numerosas...)—. Cada uno puede tirar cuatro veces, y, por supuesto, para llevarse un premio no quiero una sola lata en pie... ¿Estamos?
Gestos afirmativos y respetuosos con la cabeza.
—Y por último... no me pienso pasar la tarde del sábado recogiendo lo que vais dejando tirado por ahí, así que necesito un ayudante... ¿Quién quiere ser mi ayudante número uno? Os informo de que el ayudante tiene derecho a tirar gratis...
Hubo tortas para ser su ayudante número uno.
—Perfecto —exclamó exultante el general Balanda—, perfecto. Y ahora... ¡que gane el mejor!...

 

Y ya no tuvo nada más que hacer salvo llevar la cuenta de los puntos animando a los más pequeños y pinchando a los adolescentes; guiando el brazo de los primeros y fingiendo que les prestaba las gafas a los segundos, esos mismos que se acercaban a la caseta muy chuletas, ¡buah!, una caseta de puntería, esto está tirado, tronco, y, vaya, vaya, las más de las veces no atinaban a las latas...

 

No tardó en reunirse toda una multitud, y hubo que hablar a gritos para entenderse. Charles pensó que, si bien había salvado la espalda y el honor, el pitido en los oídos no había quien se lo quitara: estaría como una tapia al final de la tarde...
Y hablando de honor... De vez en cuando, levantaba la cabeza y la buscaba con la mirada. Le habría gustado que lo viera así, triunfante en medio de su ejército de tiradores de élite, pero no. Ella estaba siempre ocupada con sus bizcochos, charlando, riéndose, inclinándose sobre cohortes de niños que venían a besarla y... Charles le traía totalmente sin cuidado, oye.
Bueno, oír, lo que se dice oír, Charles no estaba muy seguro de poder oír nada...
No importaba. Se sentía feliz. Disfrutaba dirigiendo proyectos por primera vez en su vida, y gestionar edificios de aluminio desde luego era la primera vez en su vida que lo hacía.
Jean Prouvé habría estado orgulloso de él...

 

Por supuesto, nadie vino nunca a sustituirlo un momento, por supuesto, necesitaba ir al baño y fumarse un cigarro y, por supuesto también, terminó por abandonar ese rollo de los tickets azules.
—¿Ya no te quedan?
—No...
—Bueno... Venga, juega de todas maneras...
¿Sin ticket? La información se propagó con tanta rapidez que tuvo que renunciar a sus veleidades de escapada. Era el Rey de las Conservas, supo aprovecharlo y, por primera vez en años, lamentó no tener a mano su cuaderno de dibujo. Había ahí algunas sonrisas, algunas expresiones fanfarronas, algunos gestos que bien habrían merecido un poco de eternidad...
Lucas fue a verlo.
—Le he dado mi loro a papá...
—Has hecho bien.
—No era un loro. Era una paloma blanca.
Vaya, vaya, quién tenemos por aquí... Pero si estaba también Ya-cine...

 

Lo salvó la rifa. Anunciaron que empezaba, y todos los niños se dispersaron como por arte de magia. Serán desagradecidos, suspiró, feliz. Les dio su taco de papeletas, recuperó los calcetines desperdigados por todos los rincones del patio, juntó todas las latas en un saco de tela basta y recogió del suelo un montón de envoltorios de caramelo, haciendo una mueca cada vez que se agachaba.
Se tocaba los costados.
¿Por qué le dolían tanto?
¿Por qué?

 

Cogió también su chaqueta y buscó algún sitio donde fumar sin que lo pillara el profe.
Pero antes de eso fue al baño y se vio en un pequeño... aprieto. Los inodoros eran tan bajitos... Apuntó lo mejor que pudo y recordó el olor del jabón amarillo, ese que no hacía espuma y que seguía ahí muerto de risa, resecándose en su soporte de latón cromado.
Ah, qué nostalgia le entró... Se escondió detrás del viejo edificio para fumarse un piti.

 

Mmm... Qué bien le supo...

 

Ni siquiera las pintadas habían evolucionado mucho... Los mismos corazones, los mismos Fulanito ama a Menganita, las mismas tetas, los mismos pitos y los mismos tachones rabiosos sobre los mismos secretos pregonados...

Other books

3 Vampireville by Ellen Schreiber
The Whiskey Baron by Jon Sealy
Tangled Pursuit by Lindsay McKenna
Lion Plays Rough by Lachlan Smith
Unknown by Unknown