—El suelo del puente también es así...
—Sí... Para que no resbalaran los cascos de los caballos...
El interior era muy oscuro. Más que en ningún otro sitio, las vigas y las viguetas estaban atestadas de nidos de golondrina. El lugar debía de medir unos diez metros por treinta y estaba formado por seis boxes separados por paneles de madera muy oscura fijados a unos postes rematados por bolas de latón.
Pegaso, Valiente, Húngara...
Más de dos siglos, tres guerras y cinco repúblicas aún no habían conseguido borrar esos nombres...
El frescor de las piedras, los numerosos cuernos de ciervo cubiertos de telarañas, la luz, que entraba por las aperturas redondas de los ojos de buey y proyectaba grandes haces de polvo fosforescente, y ese silencio, repentino, únicamente alterado por el eco de sus pasosvacilantes, tropezando sobre el relieve de las piedrecitas de río, todo ello era... Charles, que siempre había tenido pánico a los caballos, se sentía como si acabara de entrar en una catedral y no se atrevía a aventurarse más allá de la nave.
Kate soltó un taco que lo sacó de su ensimismamiento.
—Mire este jersey... Ya está... Se lo han comido los ratones...
Fuck...
Venga por aquí, Charles... Le voy a contar todo lo que me dijo ese señor del Patrimonio histórico cuando vino a mi casa... Quizá no salte a la vista, pero ésta es una cuadra ultramoderna... La piedra de los comederos está pulida, para comodidad del ¿pecho? ¿Se dice pecho también cuando es el de los caballos?
—Pecho
sounds good
—confirmó Charles, sonriendo.
—... para comodidad de los jamelgos, como le iba diciendo, y dentro de cada comedero se practicaron pequeños compartimentos individuales para dosificar sus raciones diarias. Los pesebres, mire usted, son dignos del palacio de Versalles... Son de madera torneada de roble y están coronados, en cada extremo, por pequeños cálices esculpidos...
—Acróteras...
—Si usted lo dice... Pero el colmo del refinamiento no es eso... Mire... Cada listón gira sobre sí mismo para... ¿Cómo dijo ese señor?... para «no obstaculizar la salida del forraje»... Un forraje siempre sucio de polvo y de cagarrutas de ratón que provocaba numerosas enfermedades, motivo por el cual estos pesebres, al contrario que en las cuadras de los demás paletos, no están inclinados sino casi en vertical, con una pequeña trampilla, ahí, abajo del todo, donde se va depositando el dichoso polvo... Y como los caballos estaban enfrente de una pared ciega, colocaron rejas entre cada box para que no se aburrieran y pudieran charlar con el vecino...
Helio, dear, did you see the fox today?
Mire qué bonitas son estas rejas... Parecen olas que vinieran a morir al poste... Por encima de su cabeza, varias aberturas para bajar el heno del granero y...
Le tiró de la manga para obligarlo a que la siguiera.
—Aquí, el único box cerrado. Muy grande y de paredes revestidas de madera... En él se metía a las yeguas preñadas y a los potrillos... Levante la cabeza... El ojo de buey que ve usted ahí permitía al mozo de cuadra vigilar el desarrollo del parto sin moverse de su cama...
Extendió el brazo.
—Supongo que se le habrá pasado por alto admirar los tres faroles del techo... Apenas daban luz y eran tremendamente difíciles de manipular, pero mucho menos peligrosos que los que se colocaban en los poyos de las ventanas y... ¿de... qué se ríe?
—De nada. Estoy maravillado... Me siento como si tuviera una conferenciante para mí solo...
—Pfff... —Kate se encogió de hombros—, me estoy aplicando porque es usted arquitecto, pero si le parece un tostón todo lo que le cuento, me lo dice y me callo.
—Dígame una cosa, Kate.
—¿Qué?
—¿Por casualidad no tendría usted un genio de mil pares de demonios?
—Sí —terminó por reconocer ella, tras una serie de mohines muy propios de la época de la cuadra, el siglo XVIII—, es posible... ¿Continuamos con la visita?
—Vaya delante que yo la sigo.
Charles se cruzó las manos a la espalda y moderó un poco su sonrisa.
—Y esta escalera —dijo Kate con tono docto—, por ejemplo... ¿acaso no es sublime?
—Lo es.
No era nada del otro mundo, sin embargo. Una escalera de doble tramo y que, al no estar destinada a los queridos caballos de los hidalgos, estaba hecha de una madera de lo más corrientita, que había ido tomando el color de las piedras y desgastándose con las pisadas repetidas de siglos de botas, pero cuyas proporciones, y éste es un tema al que habremos de volver siempre, eran absolutamente perfectas. Hasta tal punto que a Charles ni se le pasó siquiera por la cabeza apreciar las de su bella guía que subía delante de él, ocupadísimo como estaba en calcular la altura de las contrahuellas en función del ancho de los peldaños.
Ancho que los ebanistas denominan «huella», pero, bueno, tampoco era eso motivo para no fijarse en la chica.
Pero qué tontos son a veces los listos...
—Aquí están las habitaciones... Hay cuatro en total... Bueno, tres... La cuarta está condenada...
—¿Por qué, se está derrumbando?
—No, está esperando bebés lechuza... ¿Cómo se llaman, por cierto? ¿Lechucillas?
—No lo sé...
—No es que sepa usted mucho, ¿eh? —le chinchó Kate, pasando justo delante de él para abrirle la segunda puerta.
El mobiliario era bastante austero. Camitas de hierro con jergones despanzurrados, unas sillas cojas y unos ganchos de los que colgaban correas de cuero medio podridas. Aquí había una chimenea condenada, allá... una... colmena tal vez, más allá un motor a medio desmontar, ahí unas cañas de pescar, montones de libros leídos una y otra vez por generaciones de roedores, trozos de pared de escayola que se caían a trozos, otro gato, unas botas, viejos ejemplares de
La vida agrícola
, botellas vacías, una rejilla de radiador de un Citroën, una carabina, cajas de cartuchos, un... En las paredes, ingenuas litografías avergonzadas por carteles picantones, una chica Playboy que se tiraba del nudito del bikini haciéndole ojitos a un crucifijo muy torcido hacia un lado, un calendario de 1972 cortesía de los abonos Derome y, por todas partes, la misma moqueta, oscura y gruesa, tejida con suma paciencia por decenas de miles de moscas muertas...
—En los tiempos de los padres de Rene aquí se alojaban los jornaleros...
—¿Y es aquí donde duermen los niños?
—No —lo tranquilizó Kate—, se me ha olvidado enseñarle la última habitación que está debajo de la escalera... Pero espere... ya que le gustan tanto las armaduras... Venga a ver el granero... Tenga cuidado, no se dé en la ca...
—Demasiado tarde —gimió Charles, aunque, total, un chichón más o menos...
No tardó mucho en quitarse la mano de la frente.
—¿Es usted consciente, Kate, del trabajo y la inteligencia que necesitaron estos hombres para realizar una estructura como ésta? ¿Ha visto el tamaño de estas vigas de fuerza? ¿Y el largo de la viga cumbrera? Es la viga culminante del tejado, esa de ahí... Aunque sólo sea ya talar, tallar y manipular un tronco de esas dimensiones, ¿se imagina usted el quebradero de cabeza que debía de ser? Y todo está perfectamente enclavijado... Y el pendolón ni siquiera está reforzado con una pieza metálica... —Le indicaba el lugar sobre el que parecía sostenerse la armadura entera—. Son tejados llamados de mansarda que permiten ganar mucha altura bajo el techo... Por eso tiene lucernas tan bonitas...
—Vaya, sí, un par de cosillas sí que sabe usted...
—No. No tengo ni idea de arquitectura rural. Nunca he tenido, para utilizar la jerga de mis colegas, orientación
patrimonial
. Me gusta inventar, no restaurar. Pero claro, cuando veo algo así, yo que siempre estoy experimentando con nuevos materiales y nuevas técnicas ayudándome con programas informáticos cada vez más perfeccionados, me siento... cómo le diría yo... siento que las cosas me superan un poco...
—¿Y matrimonial? —soltó Kate cuando estaban ya de vuelta en la escalera.
—¿Cómo?
—Acaba de decirme que no tiene orientación patrimonial, pero por lo demás, ¿está... está usted casado?
Charles se sujetó a la barandilla carcomida.
—No.
—¿Y... vive con... con... la madre de Mathilde?
—No.
Ay.
No era nada. Una astilla a la que no le gustaban las trolas.
¿Había mentido?
Sí.
Pero ¿acaso vivía (vivir lo que se dice vivir) con Laurence?
—Mire... Ya han instalado todo su campamento...
En el centro de la habitación se veía una montaña de cojines y sacos de dormir. Había también una guitarra, paquetes de caramelos, una botella de Coca-Cola, una baraja de tarot y varias cervezas.
—Caramba... esto promete —dijo Kate, soltando un silbido—. Estamos en el guadarnés... El único sitio cómodo de este lugar llamado «Les Vesperies»... El único sitio donde el parqué es bonito y el revestimiento de madera está cuidado... El único sitio en el que ha habido jamás una estufa digna de ese nombre... Y ¿para qué todo esto, según usted?
—¿Para el administrador?
—¡Para el cuero, mi querido amigo! Para protegerlo de la humedad. ¡Para que las sillas y las bridas de sus señorías gozaran de una higrometría perfecta! Todo el mundo se pelaba de frío, pero las fustas, no, por favor, ellas tenían que estar al calorcito. ¿No le parece formidable? Siempre he pensado que fue esta habitación la culpable de la suerte que corrió el palomar...
—¿Qué palomar?
—El que los lugareños desmontaron piedra a piedra para consolarse de no haber podido quemar ellos mismos el castillo... Usted sabrá de esto más que yo, pero los palomares eran verdaderamente los símbolos odiados del Antiguo Régimen... Cuanto más quería fardar el señor, más grande era su palomar, y cuanto más grande era éste, más semillas comían las palomas. Una paloma puede zamparse cerca de cincuenta kilos de grano al año... Por no mencionar los brotes tiernos de la huerta, que es lo que más les gusta...
—Sabe usted tanto como Yacine...
—Bueno, es que... ¡todo esto me lo ha contado él!
Kate se reía.
Ese olor... Era el de Mathilde cuando era pequeña... Y, por cierto, ¿por qué había dejado de montar a caballo? Con lo que le gustaba-Sí... ¿por qué? ¿Y por qué no lo sabía Charles? ¿De qué más se había permitido no enterarse? ¿Enfrascado en qué reunión estaba aquel día? Una buena mañana Mathilde le había dicho «ya no hace falta que me lleves al club», y él no había buscado siquiera conocer la razón de esa decisión. ¿Cómo era pos...? —¿En qué piensa?
—En mis anteojeras... —murmuró Charles. Se volvió de espaldas y observó los ganchos, los soportes de las sillas, las bridas rotas, el banco que era a la vez un baúl, la pequeña pila de mármol del rincón, el tarro lleno de... alquitrán (?), el bidón de Emouchine fuerte, las trampas para ratones, los excrementos de estos pequeños roedores, los calzadores bajo la ventana, ese arnés impecablemente bien cuidado, que sería el del burro lo más seguro, las herraduras alineadas sobre una estantería, los cepillos, los limpiacascos, las gorras de equitación para niños, las mantas de los ponis, la estufa que había perdido su chimenea pero había ganado a cambio seis cervezas y esa especie de mueble con forma de tipi que lo intrigaba...
—¿Qué es eso? —le preguntó a Kate.
—Un tentemozo.
Ah.
Bueno, lo buscaría en el diccionario...
—¿Y eso de ahí? —preguntó Charles, con la frente pegada al cristal.
—La perrera... O lo que queda de ella...
—Era inmensa...
—Sí. Y lo que queda de ella lleva a pensar que a los perros los trataban igual de bien que a los caballos... No sé si alcanza a distinguirlo desde aquí, pero hay medallones con perfiles de chuchos esculpidos encima de cada puerta... No... Ya no se ve nada... Tendría que limpiar y arreglar todo esto... Bueno, esperaremos hasta que maduren las moras... Mire... hasta las rejas son bonitas... Cuando los niños eran pequeños, y yo quería un poco de tranquilidad un rato, los instalaba ahí»
Para ellos era como un parque, y a mí me permitía hacer otras cosas sin preocuparme de que se ahogaran en el río... Un día me convocó la maestra de... Alice, creo que era: «Mire, me pone usted en una situación muy violenta, créame, pero la niña ha contado en clase que la encierra en una perrera con sus hermanos, ¿es verdad eso?»
—Y ¿qué pasó entonces? —Charles escuchaba entretenidísimo.
—Pues que le pregunté si también les había hablado de los látigos. Y nada, con eso ya me creé una sólida reputación...
—Es maravilloso...
—¿El qué, azotar a los niños?
—No... Todas estas cosas que cuenta...
—Bah... Bueno, ¿y qué hay de usted? No dice nada...
—No. Yo... A mí me gusta escuchar...
—Sí, ya lo sé, hablo demasiado... Pero son tan pocas las veces que llega hasta aquí un ser civilizado...
Entreabrió la otra ventana y repitió a las corrientes de aire:
—Son tan pocas las veces...
Volvieron sobre sus pasos.
—Me muero de hambre... ¿Usted no?
Charles se encogió de hombros.
No era una respuesta, pero es que se había quedado sin respuestas.
Ya no sabía cómo enfocar el plano. No conseguía leer la escala. Ya no sabía si debía marcharse o quedarse; seguir escuchándola o huir de ella; saber en qué iba a terminar todo eso o meter las llaves del coche en el buzón de la agencia de alquiler como ponía en su contrato.
No era calculador pero en eso consistía su vida, en anticiparse a lo que fuera a ocurrir y...
—Yo también —afirmó, para ahuyentar al cartesiano, al maestro en lógica matemática, al que revisaba los proyectos, leía y aprobaba, al que estaba bien anclado en una vida llena de disposiciones, de cláusulas y de garantías—. Yo también.
Después de todo, había recorrido ese camino para reencontrarse con Anouk y presentía que ya no andaba muy lejos. Incluso había puesto la mano ahí, sobre esa nuca. Justo ahí...