El contable hindú (37 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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Al final ella se aparta. Parece que él está a punto de decir algo, pero ella se lleva un dedo a la boca (un gesto universal, espera). Y él se queda callado. Ni siquiera se mueve.

Se aleja de él despacio, como si ya no hubiera nada por lo que apurarse. Luego abre la puerta y sale.

12

Nueva sala de conferencias,

Universidad de Harvard

El brazalete está hecho de lana color acero (dijo Hardy en la conferencia que no dio), adornado con una cruz brillante en rojo imperial. Sólo lo llevé un par de veces. Llevarlo en Cambridge suponía la aprobación de hombres a los que detestaba.

Ahora descansa en el segundo cajón de la parte superior izquierda de una cómoda de nogal que tengo desde que llegué a Trinity, el siglo pasado. En el mismo cajón hay un par de guantes de Gaye, una pelota de críquet y algunas pelotas de tenis con las que solíamos jugar al críquet en casa, usando un bastón a modo de bate. Y también nuestra colección de billetes de tren. Gaye y yo compartíamos la misma pasión por el mundo ferroviario. Solíamos entretenernos planeando itinerarios entre sitios extravagantes (Wolverhampton y Leipzig, por ejemplo), y viendo a cuál de los dos se le ocurría el que necesitaba más transbordos. Nos encantaba el metro, y cuando se abrió la línea de Bakerloo en 1906, fuimos a Londres sólo para probarlo.

No hay cartas en el cajón. Nunca nos escribimos cartas. Ni tampoco collares de gato, ni frascos vacíos que en su día contuvieron vermífugos. Las cosas que guardas… las guardas, imagino, para poder acariciarlas y mimarlas cuando seas viejo, y sentir una ráfaga de nostalgia en la cara.

Lo que nadie te dice es que, cuando eres viejo, recordar es lo último que te apetece hacer. Y eso suponiendo que recuerdes dónde pusiste todas esas cosas.

Yo «atestigüé» el último día que era posible hacerlo, el día antes de que expirara el Derby Scheme. Eso fue a mediados de diciembre de 1915. Lo hice en Londres, para que ninguno de mis amigos de Cambridge me viera. Mediado diciembre, el reclutamiento parecía ya algo seguro, y a pesar de que nadie del gobierno lo afirmaba claramente, la mayoría de nosotros estábamos convencidos (erróneamente, como luego se vio) de que, si «atestiguábamos», nos darían un trato preferente cuando llegase la ocasión. Además, Littlewood me había escrito hacía poco para contarme que, en consideración a su talento para las matemáticas, le habían eximido de las prácticas de artillería y encomendado el mejorar la precisión de los cálculos de la antiaérea. No dejaría Inglaterra. Sospecho que yo tenía la esperanza de que, en el peor de los casos, a mí también se me asignara un puesto de ese tipo; lo que hacía que se me planteara el dilema de si, por mi propia seguridad, debía acceder a poner mis habilidades al servicio de una guerra en la que no creía. Eso suponiendo, claro, que me lo pidieran. Que yo supiera, me podían mandar a Francia como castigo por haber «atestiguado» tan tarde.

Recuerdo que, la tarde que fui, estuve esperando cinco horas en la cola, bajo el aguanieve. Cuando entré en la oficina de reclutamiento ya eran más de las doce de la noche, y las mujeres voluntarias se habían quedado sin formularios. Así que tuve que volver a la mañana siguiente y esperar otras cinco horas. Aunque se suponía que los exámenes médicos se pasaban en el momento, a esas alturas había tanto ajetreo que tuvieron que saltárselos. Nos dijeron que ya nos examinarían cuando nos reclutaran o nos convocasen los tribunales que decidirían si concedemos la exención.

Evidentemente, otros se negaron a «atestiguar». Adrede. Neville, James Strachey, Lytton Strachey… Yo también podría haberme negado. Sin embargo, no acababa de verme pasando los años siguientes, como harían algunos de los pertenecientes al grupo de Bloomsbury, entregado a las «labores agrícolas» y discutiendo por tonterías en la granja de Ottoline Morrell. Ni tampoco conseguía asimilar, tal como Lytton parecía dispuesto a hacer tranquilamente, la perspectiva de ir a la cárcel. Puestos a elegir entre la cárcel y las trincheras, prefería las trincheras.

¿Por qué? Me figuro que se trataba de aquella fascinación por las batallas que me habían inculcado en mi más tierna infancia. Y no sentía una fascinación equivalente por la cárcel de Wormwood Scrubs. Supongo que pocos de los que se encuentran aquí esta noche pueden imaginar lo que era crecer en un mundo que aún no sabía nada de la Gran Guerra. Pues ése era el mundo de mi juventud, un mundo en el que la guerra formaba parte de un pasado lejano o una tierra distante: África o la India. La noción que teníamos de la guerra provenía de los libros que leíamos de niños, donde muchachos un poco mayores que nosotros llevaban armaduras, y montaban corceles, y luchaban con espadas. Y los ministros del gobierno, como habían leído los mismos libros que nosotros, se aprovechaban de esa herencia en común para vilipendiar a los alemanes. Los alemanes, nos decían, recogían rutinariamente los cuerpos de los ingleses muertos y utilizaban su grasa a modo de sebo. Habían crucificado a dos soldados canadienses. Tenían mujeres francesas en las trincheras como esclavas blancas. Descendían de los ogros, igual que nosotros descendíamos de los caballeros.

¡Curioso que hoy en día conserve tan pocos recuerdos concretos de aquellos meses! Sin duda estaba muy ocupado (lo sé porque he consultado mis diarios), y aun así, cuando los rememoro, me veo siempre —y exclusivamente— de pie ante mi ventana de Trinity, contemplando la lluvia. Pero, por supuesto, eso no es posible. Mi diario de 1916, por ejemplo, me informa de que, a partir de enero, pasé parte de la semana en Londres. Los diarios sólo son útiles como indicadores de la memoria. Y ahora, quién lo iba a decir, me veo topándome una vez con Ramanujan, por pura casualidad, en Kensington Gardens, donde el gobierno, coma parte de su agotadora campaña para convencer a la población de que la guerra iba maravillosamente bien y de que el frente era una especie de campo de vacaciones rústico y saludable, había cavado «trincheras de exposición» para que el público las inspeccionase y hasta se metiese en ellas. Eran graciosas. Estaban impecables y secas, cavadas en zigzag, con paredes reforzadas y un suelo limpio de tablones. Tenían literas y sillas y cocinillas. Aquel día había algunos soldados de permiso visitándolas, de vuelta de un mundo por una parte tremendamente lejano, y por otra, a vuelo de pájaro, tan próximo que la gente de Devon podía oír el fuego de artillería en sus cocinas. Y los soldados se reían. Ni siquiera se molestaron en decir nada. Sólo se quedaron mirando las trincheras desde arriba, riéndose.

Fue en el interior de aquella pseudotrinchera donde encontré a Ramanujan, examinando las paredes de aquella manera suya extraña y espectral. Estaba solo. Le di unas palmadas en la espalda, así que se asustó y pegó un bote.

—Hardy —dijo, y se sonrió. Parecía que se alegraba de verme. Después de salir de allí, me preguntó cosas sobre las auténticas trincheras.

—¿Es verdad —me preguntó— que los soldados tienen que permanecer dentro de ellas todo el día?

—Y también la mayor parte de la noche.

—¿Y que hay una fila de trincheras desde la costa belga hasta Suiza? He oído que, si quisiera, un hombre podría recorrer toda Francia bajo tierra.

—Puede que en teoría sea posible. Dudo que lo sea en la práctica.

Salimos juntos del parque, dando un paseo; Ramanujan con las manos metidas en los bolsillos por el frío. Estaba de nuevo en Maida Vale, en la pensión de su adorada señora Peterson. Me describió con entusiasmo la ruta que había seguido hasta Kensington. Había comenzado su trayecto en la recién estrenada estación de metro de Maida Vale, para luego hacer transbordo en Paddington de la línea de Bakerloo a la de District. Me dijo que había estado estudiando el subterráneo, y que ya sabía cuál era la estación más profunda, y cuál era la distancia más larga entre dos estaciones, y la más corta. Me habló de un cartel que había visto aquel día, un cartel que yo también había visto. Bajo un dibujo de un niño retozando en un prado a la puesta de sol ponía lo siguiente:

¿POR QUÉ, PREOCUPARSE DE QUE LOS ALEMANES INVADAN NUESTRO PAÍS?

INVÁDALO USTED MISMO USANDO EL SUBTERRÁNEO O EL AUTOBÚS

Me preguntó si se suponía que aquello tenía gracia, y yo le dije que creía que sí: que era una especie de «humor negro», expresión que tuve que explicarle.

Tras esa vez, cuando daba la casualidad de que los dos nos encontrábamos en Londres, salíamos juntos en ocasiones. Dondequiera que fuéramos, él se empeñaba en que lo hiciésemos en metro, incluso cuando hubiera sido más rápido coger un taxi o un autobús. Y yo nunca le llevaba la contraria. ¿Cómo iba a llevársela si de pequeño había creído que las cartas viajaban solas de buzón en buzón, a través de túneles subterráneos? El
Viaje al centro de la Tierra
de Verne había sido mi novela favorita. Así que me acerqué hasta Foyle's y le compré un ejemplar, que devoró en una noche. ¡Y no me extraña! De repente nuestro mundo era un mundo semisubterráneo. Las trincheras entrelazaban Europa como líneas de metro, mientras bajo las trincheras alemanas, aunque nosotros no lo sabíamos en aquel momento, los dinamiteros excavaban pacientemente galerías y pozos para llenarlos de dinamita. Quinientas toneladas de dinamita.

Una tarde fuimos en metro al zoo. El zoo era la otra pasión de Ramanujan. Parecía que conocía a todos los animales personalmente, y llegó incluso a disculpar a las jirafas.

—Tienen un olor apestoso —dijo—, aunque los guardas del zoo me han dicho que nosotros les olemos igual de mal a ellas que ellas a nosotros.

Luego me presentó a Winnie, la osita de Canadá a la que le había cogido tanto cariño, y de la que, por lo visto, ahora sabía todo lo que había que saber: que en Quebec habían matado a su madre a tiros, y que la había capturado el asesino de su madre para después vendérsela a un miembro de los Canadian Mountain Rifles, un veterinario llamado Colebourn. Cuando Colebourn se alistó, Winnie cruzó el Atlántico con él y luego se quedó en el cuartel general de su brigada en Salisbury Plain, donde seguía a los hombres por todas partes y comía de su mano. Colebourn se quería llevar a Winnie a Francia consigo, pero su comandante no estaba dispuesto a admitir osos en el frente, así que la habían mandado a vivir al zoo de Londres hasta que su dueño regresara de la guerra.

Tal vez lo que sucedió después (especialmente que Milne transformara a Winnie en Winnie-the-Pooh) haya distorsionado el recuerdo de las muchas visitas que Ramanujan y yo hicimos a su jaula. Milne, a quien siempre consideraré el amigo literato de Russell, editor de Granta (joven, listo y avispado), es famoso hoy en día, evidentemente, por una serie de libros sobre un oso, un cerdito y un burro; libros que he leído y que (no me cuesta nada admitirlo) me han procurado más placer que la mayoría de la literatura catalogada como seria, editada en estas últimas décadas. (¡Prefiero mil veces a Milne que a Virginia Wolf!) De todas formas, cuando recuerdo esas visitas, veo a Winnie negra, tal como era, y no dorada como su tocayo; y, sin embargo, también la veo sacando miel con su zarpa de un tarro que le tiende un guarda del zoo. ¿Será posible que alguna vez tuviese lugar semejante escena?

No lo sé. Todo me parece muy borroso. Se me mezclan los suenas y la realidad, y no consigo sacar nada en claro. ¿Cuándo hundieron el Lusitania? ¿Y en qué orden se desarrollaron las batallas? Ypres, Ypres dos, el Somme, Mons, Loos, Passchendaele. Y los nombres de los muertos: Brooke, Békássy, Bliss. Vaya trío, cuánta aliteración:
Brooke, Békássy, Bliss
. Ahí la tenemos: la música de la pérdida.

Todas las semanas leía las listas de bajas, y trataba de aclararme sobre quiénes de los hombres que conocía en el frente habían sido eliminados, quiénes habían desaparecido, quiénes habían quedado mutilados. Cada semana más nombres, la mayoría vagamente familiares, asociados a caras que habían pasado rápidamente a mi lado en Great Court… ¿Alguna vez se han parado a pensar en lo curioso que resulta que el censo de los muertos siempre se incremente, mientras que la población de la Tierra se mantiene más o menos constante? Yo solía imaginarme que, con todos los jóvenes que estaban muriendo, el purgatorio en esa época debía de estar tremendamente abarrotado. Debía de parecerse a una estación de metro en la que, a causa de algún error cósmico de señalización, no llegaran nunca trenes, de forma que el andén se fuera atestando cada vez más. Todos en el mismo andén: los llorosos, los furiosos, los doloridos, esperando los trenes que los llevarían al juicio y, tal vez, al descanso. Aquí en la Tierra, en cambio, había menos jóvenes de los que debería haber habido. Dondequiera que debiese haber habido un joven, había una cruz, y una madre sollozando y ofreciendo gustosamente más hijos a la gloria de Inglaterra.

Y mientras tanto… ¡qué ocupado debía de andar yo! Examinando los diarios descubro que, en determinados momentos, fui secretario de: a) la filial de Cambridge de la Unión para el Control Democrático y b) la Sociedad Matemática de Londres. Que a la primera de ellas, difícilmente tan radical como la Asociación Antirreclutamiento, se la considerase subversiva no es de extrañar; durante la guerra cualquier grupo que abogase por la paz como objetivo era considerado subversivo. Sin embargo, la segunda parecería la organización menos adecuada del mundo para despertar las sospechas, y aún menos llamar la atención, del gobierno. Aunque la Sociedad Matemática de Londres siempre había trabajado por el libre intercambio de ideas allende las fronteras, y continuó haciéndolo cuando empezó la guerra. «Las matemáticas», diría Hilbert luego, en una declaración que se haría famosa, «no saben de razas. Para las matemáticas, todo el mundo cultural es un solo país.» Lo que era una idea aún más radical en 1917, ya que se la creía capaz de minar el odio al Otro del que dependía la popularidad de la guerra. Si hubiéramos podido, los que formábamos parte de la Sociedad Matemática de Londres habríamos publicado tan contentos en revistas alemanas. A falta de eso, nos empeñamos en publicar en el mayor número de revistas extranjeras. Veo que, entre 1914 y 1919, yo publiqué cerca de cincuenta artículos, algunos con Ramanujan, otros con Littlewood, y prácticamente todos en el extranjero: en Comptes Rendu, y en el Journal of the Indian Mathematical Society, y en el Tohoku Mathematical Journal, y en la maravillosamente titulada Rendiconti del Circolo Matematico di Palermo. Y lo que resultaba más peligroso desde el punto de vista de los patrioteros, publiqué frecuentemente en Acta Mathematica, cuyo director sueco tenía la audacia de incluir artículos de alemanes e ingleses en los mismos números. Hasta compartí la autoría de un librito con el húngaro Marcel Riesz, escrito por correspondencia. Nuestro epígrafe, en latín, concluía:
Auctores Hostes Idemque Amici
(Los autores, enemigos y, al mismo tiempo, amigos). Eso, probablemente, era más que suficiente como para que mi nombre engrosara alguna lista gubernamental de agitadores internos.

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