Read El contable hindú Online

Authors: David Leavitt

El contable hindú

BOOK: El contable hindú
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

 

Una mañana de enero de 1913, G. H. Hardy —considerado ya uno de los más grandes matemáticos británicos de su tiempo— recibe una carta un tanto incoherente de un contable de Madrás, Srinivasa Ramanujan, que afirma estar muy cerca de encontrar la solución de uno de los más importantes —y nunca resueltos— problemas matemáticos de la época. Hardy se propone convencer a Ramanujan de que vaya a Cambridge. Y esta decisión cambiará su propia vida y la historia de las matemáticas.

El contable hindú está basada en una historia verdadera y trágica, en la que tuvieron un papel D. H. Lawrence, Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein.

David Leavitt

El contable hindú

ePUB v1.2

Dermus
03.07.12

Título original: The Indian Clerk

Traducción: Javier Lacruz

©2007, Leavitt, David

©2011, Anagrama

Colección: Panorama de narrativas, 788

ISBN: 9788433975737

Se recordará a Arquímedes cuando Esquilo ya esté olvidado, porque las lenguas mueren pero los conceptos matemáticos no. Puede que «inmortalidad» sea una palabra estúpida, pero seguramente un matemático tiene más posibilidades de alcanzar lo que quiera que signifique.

G. H. HARDY, Apología de un matemático

Primera parte
La cometa en la niebla
1

El hombre sentado al lado de la tarima parecía muy viejo, al menos a los ojos de su público, cuyos miembros eran casi todos muy jóvenes. En realidad no había cumplido aún los sesenta. La maldición de los hombres que aparentan menos años de los que tienen, pensaba a veces Hardy, es que en un determinado momento de su vida cruzan una línea y empiezan a parecer mayores de lo que son. Cuando estudiaba en Cambridge, lo confundían a menudo con un colegial que estaba de visita. Y cuando ya era catedrático, con un estudiante. Luego la edad le había alcanzado, y ahora le había adelantado, así que parecía la mismísima personificación del matemático mayor al que el progreso ha dejado atrás. «Las matemáticas son un juego de jóvenes» (escribiría a la vuelta de unos años), y a él le había ido mucho mejor que a otros. Ramanujan había muerto a los treinta y tres. Los admiradores actuales, fascinados por la leyenda de Ramanujan, hacían cábalas sobre lo que podría haber conseguido de vivir más años, pero personalmente Hardy opinaba que poco más. Se había muerto con lo mejor de su trabajo ya hecho.

Esto sucedía en Harvard, en la Nueva Sala de Conferencias, el último día de agosto de 1936. Hardy era uno más del grueso de eruditos traídos de todos los rincones del mundo para recibir sus títulos honoríficos con motivo del tercer centenario de la universidad. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los convocados, no estaba allí (ni tampoco había sido invitado, le daba la sensación) para hablar de su propio trabajo o de su propia vida. Eso habría decepcionado a sus oyentes. Querían saber cosas de Ramanujan.

Aunque a Hardy, en cierta forma, le resultaba familiar el olor de la sala (un olor a tiza, a madera y a humo rancio de cigarrillos), tanto ruido le chocaba y le parecía típicamente americano. ¡Aquellos jóvenes armaban mucho más jaleo que sus homólogos ingleses! Mientras hurgaban en sus maletines hacían chirriar las sillas. Y cuchicheaban, y se reían unos con otros. No llevaban toga, sino más bien chaqueta y corbata (algunos, pajarita). Entonces el profesor al que le habían encomendado la tarea de presentarlo (otro joven del que Hardy no había oído hablar nunca y al que acababa de conocer minutos antes) se puso de pie en el estrado y carraspeó, y a esa señal el público se calló. Hardy procuró permanecer impasible mientras escuchaba su propia historia, los premios y títulos honoríficos que acreditaban su renombre. Era una letanía a la que había acabado acostumbrándose, y que no despertaba en él ni orgullo ni vanidad, sólo le producía hartazgo; oír enumerar todos sus logros no significaba nada para él, porque aquellos logros pertenecían al pasado, y por lo tanto, en cierto sentido, ya no eran suyos. Lo único que le había pertenecido siempre era lo que estaba haciendo en ese momento concreto. Y ahora no hacía prácticamente nada.

Estallaron los aplausos y se subió al estrado. Había más gente de la que le había parecido al principio. La sala no sólo estaba llena, sino que había estudiantes sentados en el suelo y también de pie, apoyados en la pared del fondo. Muchos tenían cuadernos abiertos sobre el regazo y sostenían lápices, listos para tomar notas. «Vaya, vaya. ¿Qué habría pensado Ramanujan de todo aquello?»

—Me he propuesto una tarea en estas conferencias —empezó— que es auténticamente difícil y de la que, si hubiese decidido comenzar curándome en salud ante un posible fracaso, se podría decir que resulta casi imposible. Tengo que hacer una especie de valoración razonada (como nunca la he hecho antes, la verdad), e intentar ayudarles a ustedes a hacerla, de la figura más romántica de la historia reciente de las matemáticas…

Romántica
. Una palabra que raramente se empleaba en su disciplina. Había elegido aquella palabra con mucho cuidado, y pensaba utilizarla otra vez.

—Ramanujan fue un descubrimiento mío. No lo inventé yo (como otros grandes hombres, se inventó a sí mismo), pero fui la primera persona realmente capacitada que tuvo la oportunidad de ver parte de su trabajo, y aún recuerdo con satisfacción que me di cuenta inmediatamente del tesoro que había encontrado. —Sí, un tesoro. De eso no cabía duda—. Y supongo que sigo sabiendo más cosas de Ramanujan que nadie, y que sigo siendo la principal autoridad en la materia.

»Bueno, alguno que otro se lo discutiría. Eric Neville, por ejemplo. O más concretamente, Alice Neville.

»Lo vi y hablé con él casi todos los días durante varios años y, además, colaboramos de verdad. Le debo más que a nadie en el mundo, con una sola excepción, y mi relación con él es el único episodio romántico de mi vida. —Miró al público. ¿Aquello había encrespado los ánimos? Eso pretendía. Algunos jóvenes levantaron la vista de las notas que estaban tomando y se quedaron mirándolo con el ceño fruncido. Un par de ellos, estaba seguro, lo miraron con simpatía. Entendían. Hasta entendían lo de «con una sola excepción».

»Y la dificultad no estriba en que no sepa suficiente sobre él, sino en que sé y siento demasiadas cosas y no puedo ser imparcial.

Pues ya la había dicho… Aquella palabra. Y aunque, evidentemente, ninguno de los dos se encontraba en la sala (ella estaba muerta, y con él llevaba décadas sin mantener ningún contacto), Gaye y Alice se quedaron mirándolo desde la última fila. Por una vez, parecía que Gaye le daba la razón. Pero Alice meneó la cabeza. No le creía.

Siento
.

2

La carta llega el último martes de enero de 1913. A los treinta y cinco años, Hardy es un animal de costumbres. Todas las mañanas, después de desayunar, se da un paseo por los jardines de Trinity: un paseo solitario durante el que le pega pataditas a la gravilla de los senderos mientras trata de desentrañar los detalles de la demostración en la que está trabajando. Si hace buen tiempo, se dice: «Dios mío, haz que llueva, porque no me apetece nada que el sol inunde hoy mis ventanas; necesito un poco de penumbra y de oscuridad para poder trabajar con luz artificial.» Si en cambio hace malo, piensa: «Dios mío, que no haga sol otra vez, porque me quita capacidad de trabajo, para lo que se necesitan penumbra y oscuridad y luz artificial.»

Hoy hace buen tiempo. Al cabo de media hora, regresa a sus habitaciones, que están muy bien, de acuerdo con su categoría. Construidas sobre uno de los arcos que dan a New Court, tienen ventanas con un parteluz en medio desde las que puede observar a los estudiantes que pasan bajo él, de camino a la parte de atrás, por donde corre el río. Como siempre, su asistente ha dejado sus cartas apiladas sobre la mesita de palo de rosa que está junto a la puerta. Nada especial en el correo de hoy, o eso parece: algunas facturas, una nota de su hermana Gertrude, una postal de Littlewood, su colaborador, con quien comparte la extraña costumbre de comunicarse casi exclusivamente mediante postales, a pesar de que Littlewood vive en el patio de al lado. Pero, destacando entre ese montón de correspondencia discreta y hasta aburrida (abultada, grandona y un poco sucia, como un inmigrante que acaba de bajar del barco tras una travesía muy larga en tercera clase), ahí está la carta. El sobre es marrón y viene cubierto de toda una colección de sellos bastante raros. Al principio piensa que se han equivocado al repartirla, pero la dirección escrita en la parte delantera con una letra muy clara (el tipo de letra que le encantaría a una maestra o a su hermana) es la suya: G. H. Hardy, Trinity College, Cambridge.

Como lleva unos minutos de adelanto (ya ha leído la prensa en el desayuno, mirado los resultados del críquet australiano y maldecido un artículo que glorificaba el advenimiento del automóvil), Hardy toma asiento, abre el sobre y saca el fajo de hojas que contiene. De repente, de algún rincón en el que ha estado escondida, sale Hermione, su gata blanca, para acomodarse en su regazo. Él le acaricia el cuello mientras empieza a leer, y ella le clava un poco las uñas en las piernas.

Se salta lo demás y mira la firma (el nombre del autor es «S. Ramanujan»), y luego vuelve atrás y lee el resto. «Pasmosos» no serviría ni para empezar a describir los logros del joven, que entre otras cosas dice lo siguiente: «Hace muy poco me he topado con un artículo suyo titulado
Órdenes del Infinito
, en cuya página número 36 me encuentro con la afirmación de que aún no se ha encontrado una expresión definida para el número de números primos menores que cualquier número dado. Yo he encontrado una expresión que se aproxima mucho al resultado real, con un margen de error inapreciable.» Pues, de ser así, eso significa que el muchacho ha hecho lo que ninguno de los grandes matemáticos de los últimos sesenta años ha conseguido hacer. Significa que ha perfeccionado el teorema de los números primos. Lo que sería realmente pasmoso.

Estimado señor:

Ruego me permita presentarme ante usted como empleado del Departamento de Cuentas de la Autoridad Portuaria de Madrás, con un salario de tan sólo 20 libras al año. Ahora mismo tengo unos veintitrés años de edad. No tengo estudios universitarios, pero he recibido la educación escolar habitual. Al salir del colegio, he empleado el tiempo libre de que disponía en las matemáticas. No he seguido los cursos normales que se suelen seguir en una carrera universitaria, pero estoy emprendiendo un nuevo camino por mi cuenta. Me he dedicado a investigar sobre todo las series divergentes en general, y los resultados que he obtenido son calificados por los matemáticos de aquí como «pasmosos».

Le suplico que revise los documentos adjuntos. Como soy pobre, si se convence de que tienen algún valor, me gustaría que se publicaran mis teoremas. No he incluido exactamente mis investigaciones ni las expresiones concretas, pero he indicado las diferentes líneas que sigo. Como no tengo experiencia, agradecería enormemente cualquier consejo que pudiese darme. Ruego disculpe las molestias que pueda ocasionarle.

¡Las molestias que pueda ocasionarle! Para fastidio de Hermione, Hardy se la quita de encima de un codazo y después se levanta y se acerca a las ventanas. Bajo él, dos estudiantes ataviados con togas se encaminan cogidos del brazo hacia el pasaje del arco. Al observarlos piensa en asíntotas, en valores que convergen a medida que se aproximan a una suma que nunca alcanzarán: quince centímetros más cerca, luego siete y medio, luego tres con setenta y cinco… En un determinado momento casi puede alargar el brazo y tocarles, pero al siguiente…, ¡fius!, han desaparecido, se los ha tragado el infinito. El sobre de la India le ha dejado un olor curioso en los dedos, a hollín y a algo que le parece curry. El papel es barato. Y la tinta se ha corrido en dos sitios.

BOOK: El contable hindú
2.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

When a Billion Chinese Jump by Jonathan Watts
Winter in Full Bloom by Anita Higman
Aztlan: The Courts of Heaven by Michael Jan Friedman
The Bride Takes a Powder by Jane Leopold Quinn
Rescue Team by Candace Calvert
Long Time Gone by Meg Benjamin
Last Train from Cuernavaca by Lucia St. Clair Robson