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Authors: David Leavitt

El contable hindú (7 page)

BOOK: El contable hindú
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—Estoy seguro de que Ramanujan no era un místico —dijo tal como había escrito— y que la religión, salvo en un sentido estrictamente material, no jugaba un papel importante en su vida. Era un hindú ortodoxo de casta alta, y siempre siguió (de hecho con un rigor muy poco corriente en los indios residentes en Inglaterra) las observancias de su casta.

Aunque, incluso mientras hablaba, dudaba de sí mismo. Sabía que estaba leyendo un guión: la versión autorizada de su propia opinión, contraria ya a otras versiones de la historia de Ramanujan, sobre todo a las que circulaban por la India, donde la piedad y la devoción del joven por la diosa Namagiri ocupaban el impresionante corazón de sus matemáticas.

Hardy no lo creía así (no podía creerlo). Su ateísmo no era solamente parte de su identidad oficial; era parte de su ser, lo había sido desde su infancia. De todos modos, incluso mientras las pronunciaba, tuvo que reconocer que sus palabras simplificaban considerablemente no sólo la situación real, sino sus propios sentimientos con respecto a ella.

Le habría gustado dejar la tiza en ese momento, volverse hacia su público y decir algo más. Algo de este estilo:

«No lo sé. Antes creía que sí. Pero, según me voy haciendo mayor, me parece que sé cada vez menos, en lugar de cada vez más».

«Antes creía que podía explicarlo todo. Una vez, a petición de Gertrude, intenté explicar la hipótesis de Riemann a unas niñas de St. Catherine's School. Fue a principios de la primavera de 1913, cuando todavía estábamos esperando la contestación de Ramanujan a nuestra primera carta. Creía de verdad que no me costaría ayudar a aquellas niñas a seguir los pasos de esa hipótesis, que despertaría en ellas una fascinación que les duraría toda la vida. Así que, en presencia de Gertrude y de la señorita Trotter, la profesora de matemáticas (una mujer joven de cutis pálido que, a pesar de que no debía de pasar de la treintena, ya tenía el pelo blanco), les di un seminario a aquellas niñas con sus pichis almidonados. Me miraban o con ojos de cordero degollado, o ausentes, o desafiantes. Una se masticaba un mechón de pelo. Puede que la hipótesis de Riemann sea el problema sin resolver más importante de las matemáticas, pero eso no lo hacía especialmente interesante para unas niñas de doce años».

—Imaginad —les dije— una gráfica, como una gráfica corriente, con un eje X y un eje Y. Pongamos que el eje X es la línea de los números reales, con todos los números reales ordinarios, y que el eje Y es la línea de los números imaginarios, con todos los múltiplos de i también ordenados: 2i, 3i, 47i, 4.678.939i, y así sucesivamente. En una gráfica así, como en cualquier gráfica, se puede trazar un punto, y luego unir el punto con unas líneas a puntos en los dos ejes. En ese caso, a los números que se corresponden con esos puntos en el plano se les llama números complejos, porque cada uno tiene una parte real y una parte imaginaria. Y se escriben así: 1 + 2i. o 1.736,34289 + 4,6i o 0 + 3i. La parte con i es la parte imaginaria, y se corresponde con un punto del eje imaginario, mientras que la otra parte es la parte real y se corresponde con un punto del eje real.

«Pues ésta es la hipótesis de Riemann: se coge la función zeta y se dan valores complejos. Y luego miras los resultados, y observas en qué puntos la función adquiere el valor de cero. Según esta hipótesis, en todos los puntos que la función adquiera el valor de cero, la parte real tendrá un valor de 1/2; o, por ponerlo de otra forma, todos los puntos en los que la función adquiera el valor 0 se alinearán en la línea de 1/2 en el eje X, a la que se denomina la línea crítica».

«Para demostrar la hipótesis, hay que demostrar que ni un solo cero zeta se saldrá nunca de la línea crítica. Pero, si consigues encontrar un solo cero zeta fuera de esa línea (un solo cero zeta donde la parte real del número imaginario no sea 1/2), entonces has refutado la hipótesis de Riemann. Así que la mitad del trabajo consiste en buscar una demostración (algo hermético, teórico), pero la otra mitad es buscar ceros. Contar ceros. Ver si hay alguno fuera de la línea crítica. Y para contar ceros hacen falta unas matemáticas bastante complicadas.»

«¿Y qué habrás conseguido si encuentras la demostración? Pues habrás eliminado el margen de error de la fórmula de Gauss. Habrás desvelado el orden secreto de los números primos».

Así fue la cosa, más o menos. Evidentemente, había omitido muchos detalles: los denominados ceros triviales de la función zeta; y la necesidad, cuando uno exploraba el panorama de la función zeta, de pensar en términos de cuatro dimensiones; y algo aún más importante, la compleja serie de pasos que lleva de la función zeta a los primos y su cálculo. Ahí, si hubiera intentado explicarme, habría fracasado. Porque hay un lenguaje que los matemáticos sólo pueden hablar entre ellos.

Tras el seminario, las estudiantes aplaudieron educadamente. No mucho tiempo, pero con educación. Tenían una expresión de aburrimiento y de alivio. Era evidente que ya estaban pensando en el entrenamiento de hockey, o en la clase de arte de Gertrude, o en una cita secreta con un chico.

—¿Alguna pregunta? —dijo la señorita Trotter, con una voz tan apagada y fría como su pelo, y como ninguna chica contestó, llenó aquel vacío con sus propias palabras—. ¿Cree usted, señor Hardy, en el fondo de su corazón, que la hipótesis de Riemann es cierta?

Me lo pensé. Y luego dije:

—A veces sí, y a veces no. Hay días en los que me levanto convencido de que sólo es cuestión de ponerse a contar ceros. En alguna parte tiene que haber un cero fuera de esa línea. Pero hay otros en los que es como si un rayo me iluminara de golpe y pienso que estoy un paso más cerca de la demostración.

—¿Podría darnos un ejemplo?

—Bueno, hace unas semanas, cuando estaba dando mi paseo mañanero (todas las mañanas doy un paseo) de repente se me ocurrió cómo podría demostrar que hay un número infinito de ceros en la línea crítica. Salí corriendo para casa y anoté mis ideas, y en este momento estoy muy cerca de completar la demostración.

—Pero eso supondría haber demostrado la hipótesis de Riemann —dijo la señorita Trotter.

—Qué va —le respondí—. Lo único que habría probado es que hay un número infinito de ceros en la línea crítica. Pero eso no significa que no haya también un número infinito de ceros fuera de ella.

La observé mientras trataba de desentrañar la triple negativa. Luego miré a Gertrude. Estaba claro que había captado la idea antes de que la explicara.

Más tarde, cuando volvíamos andando a casa, le dije a mi hermana:

—Por eso me interesa tanto la carta del indio. Si, tal como afirma, ha reducido significativamente el margen de error, debe de estar siguiéndole la pista a Riemann.

—Sí —dijo Gertrude—. Hasta puede que sea el hombre que lo demuestre. ¿Cómo te sentirías si lo hiciera?

—Me encantaría —le dije. Se sonrió, burlona. Evidentemente dudaba (y hacía bien) de mi presunto altruismo. Entramos en la casa, donde lo que parecían una infinidad de doncellas se afanaban en una orgía de limpieza, mientras nuestra madre supervisaba sus labores. Una fregaba el suelo, otra restregaba las ventanas, y una tercera golpeaba las almohadas. De repente vi a las doncellas como ceros de la función zeta. Me las imaginé en fila, pegadas como por imanes a la línea crítica. Hay una historia secreta en la que una monstruosa sirvienta va avanzando, destruyendo todo lo que toca. Según O. B., un músico famoso se quedó sordo tras seguir el consejo de su criada de que se tratase un dolor de oídos metiéndose unos algodones empapados en éter. Y, desde luego, también estaba la legendaria ama de llaves de Riemann, que tras enterarse de su muerte (si la historia es digna de crédito) arrojó todos sus papeles (incluida una supuesta demostración de la hipótesis) al fuego. ¡Qué clara tengo la escena! Verano de 1866, buen tiempo, y esa enérgica mujer (en muchos aspectos la figura más importante de la historia de las matemáticas) metiendo metódicamente los papeles en la apestosa boca de la estufa. Una y otra vez, una hoja arrugada detrás de otra, hasta que, tal como cuenta la leyenda, acuden en tromba los colegas de Riemann de Gotinga y le suplican que pare. Con mucha paciencia rebuscan entre lo que han salvado de la quema, rezando por que la demostración se haya salvado de ese reinado del terror, mientras al fondo… ¿qué hace ella? ¿Llora? Probablemente no. Yo la veo rechoncha y metódica: energía sin imaginación. Seguro que sigue a lo suyo. Fregando suelos. Lavando cacharros.

La ironía, claro, es que Riemann ni siquiera estaba allí. Ni siquiera presenció de cuerpo presente esa conflagración. Se había ido a Italia, con la esperanza de que un tiempo más apacible mejorase su salud. Tenía treinta y nueve años cuando murió. Tuberculosis.

¿Y creen que el ama de llaves supuso que había que purificar también aquellos papeles de alguna forma?

En esa época la gente sabía muy poco de cómo se contagiaban las cosas.

No puedo parar de pensar en esa mujer. Lo que me resulta más monstruoso de ella es su eficiencia. Tiene un punto de avidez sangrienta. Trato de situarme en Gotinga con la imaginación. Intento explicarle, después de lo ocurrido, la importancia de los documentos que ha destruido. Pero, por toda respuesta, ella simplemente se me queda mirando, como si yo fuera un perfecto idiota. Su fe en su propia rectitud es inexpugnable. Ésa es la parte del carácter alemán que prefería no contemplar antes de la guerra, porque no conseguía reconciliada con mi imagen idealizada de la ciudad universitaria por cuyas calles adoquinadas paseaban Gauss y Hilbert cogidos del brazo, desafiando a la realidad, desafiando incluso al tiempo. Las ideas y los ideales tienen un olor casero, parecido al café. Y, sin embargo, en el fondo siempre acecha esa ama de llaves con su amoniaco y sus fósforos.

7

El sábado por la tarde asiste a la reunión semanal de los Apóstoles, que en esta ocasión tiene lugar en King's, en los aposentos de Jack Sheppard, clasicista. Acude fundamentalmente por aburrimiento, porque está impaciente por recibir la respuesta de Ramanujan, y espera que la reunión lo distraiga de hacer cábalas sobre su contenido. En el bolsillo del abrigo lleva la primera hoja de la carta original de Ramanujan, igual que cuando se examinó del
tripos
llevaba el primer volumen del
Cours d’analyse
de Jordan.

Tiene por costumbre llegar exactamente veinte minutos tarde a las reuniones, evitando así la incomodidad de ser el primero y la ostentación de ser el último. Aproximadamente quince hombres de edades comprendidas entre los diecinueve y los cincuenta años están agrupados de pie sobre la alfombra oriental de Sheppard, intentando aparentar que son lo bastante elegantes como para merecer pertenecer a una sociedad tan elitista. Aunque algunos miembros son estudiantes en activo, la mayoría son ángeles. (Las reservas de la Sociedad están un poco bajas en ese momento.) ¡Pero qué ángeles! Bertrand Russell, John Maynard Keynes, G. E. Moore. Con excepción de él mismo, piensa Hardy, éstos son los hombres que determinarán el futuro de Inglaterra. ¿Y por qué exceptuándolo a él? Porque él no es nada más que un matemático. Russell tiene aspiraciones políticas, Keynes quiere reconstruir la economía inglesa desde sus cimientos, Moore ha publicado
Principia Ethica
, una obra que muchos de los Apóstoles más jóvenes consideran una especie de Biblia. La ambición de Hardy, por otro lado, es sencillamente demostrar o refutar una hipótesis que ni siquiera deben de entender unas cien personas en el mundo. Una distinción que le hace sentirse relativamente orgulloso.

Se pone a contar a los otros ángeles de la habitación. Está Jack McTaggart, como siempre pegado a una pared, igual que una mosca. Y también el pequeño y afable Eddie Marsh, que, además de ejercer de secretario privado de Winston Churchill, se ha ganado recientemente una reputación de experto en poesía. De hecho, acaba de editar una antología titulada
Poesía georgiana
, a la que ha contribuido en gran medida Rupert Brooke (el nº. 247), que a todo el mundo le parece muy guapo y con quien, en este momento, está charlando Marsh. De los ángeles más importantes, sólo faltan Moore y Strachey, y Strachey, le cuenta Sheppard a Hardy, debería llegar en cualquier momento en el tren de Londres. Porque ésta no es una reunión corriente. Esta noche dos nuevos Apóstoles van a «nacer» en la Sociedad. Uno de los «gemelos», Francis Kennard Bliss, es bien parecido y tiene talento para tocar el clarinete, razones suficientes para recomendarlo. El otro, Ludwig Wittgenstein, es un recién llegado de Australia, vía Manchester, adonde fue a aprender a volar en aeroplano. Russell dice que es un genio de la metafísica.

Para distraerse, Hardy se entretiene con un juego. Hace como si en realidad no hubiera venido solo a la reunión, como si se hubiese traído a un amigo. No importa que nunca vaya a hacerlo, ni que el «amigo», aunque responda al nombre de Ramanujan, guarde un extraño parecido con Chatterjee, el jugador de críquet; así que el juego consiste en que el joven que está de pie a su lado es el autor de la carta que tiene en el bolsillo, recién llegado de la India en barco y deseoso de aprender las costumbres de Cambridge. Lleva pantalones de franela que se le arrugan cuando camina, como agua acariciada por la brisa. Una sombra de barba le oscurece las mejillas ya oscuras de por sí. Sí, Hardy ha estudiado a Chatterjee con cuidado.

Le va enseñando a su amigo estos aposentos. Hasta hace poco eran los de O. B., y siempre estaban llenos de miembros de la realeza, muebles Luis XIV,
Voi che sapete
, y guapos representantes de la Marina Real. Pero entonces a O. B., con gran consternación por su parte, lo obligaron a jubilarse y a retirarse a Italia, y Sheppard se quedó con sus habitaciones. Su sórdida mezcolanza de posesiones domésticas produce una sensación de desamparo y de miseria en un espacio tan acostumbrado a los gestos grandiosos. Un retrato de su madre, corpulenta y desafiante, mira por encima de un sofá Hamlet a la pianola, que no funciona. En la pared hay algunas fotos de estatuas griegas, todas de desnudos, algunas mutiladas, pero ninguna, advierte Hardy, sin el delicado conjunto de pene y testículos que a los griegos les parecía tan elegante, sobre todo en comparación con esos otros apéndices más grandes y más burdos que salían tanto a relucir en las chanzas de O. B., y que siguen haciéndolo en las de Keynes. ¿Y qué piensa de Keynes su amigo de la India? En este momento, la estrella en alza de la economía inglesa alecciona a un arrobado público estudiantil sobre la diferencia de tamaño entre los «paquetes» brasileños y los bávaros. Wittgenstein está solo en un rincón, mirando una de las fotografías. Russell le está soltando a Sheppard con su aliento nauseabundo un largo discurso sobre la paradoja del mentiroso, y el pobre Sheppard tiene que apartar la cara de vez en cuando, aunque sólo sea para coger aire.

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