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Authors: David Leavitt

El contable hindú (8 page)

BOOK: El contable hindú
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—Imagínate a un barbero que todos los días afeita a todos los hombres de su ciudad que no se afeitan. ¿El barbero se afeita?

—Supongo que sí.

—De acuerdo, entonces el barbero es uno de los hombres que no se afeitan.

—Exacto.

—Pero acabas de decir que el barbero se afeitaba.

—¿Ah, sí?

—Sí. Porque yo he dicho que el barbero afeitaba a todos los hombres que no se afeitaban. Si se afeita, entonces no se afeita.

—De acuerdo, entonces no se afeita.

—¡Pero acabas de decir que sí!

—Hardy, ven en mi ayuda —dice Sheppard—. Russell me está liando a un espetón y está a punto de asarme.

—Ah, Hardy —dice Russell—. Ayer Littlewood me contó lo de tu indio, y he de decir que parece bastante interesante. ¡A punto de demostrar a Riemann! Dime, ¿cuándo os lo traeréis aquí?

Hardy se queda bastante sorprendido al ver que Littlewood ya ha estado cantando las alabanzas de Ramanujan.

—No sé muy bien si lo vamos a hacer —contesta.

—Ah, sí, yo también he oído hablar de ese tipo —dice Sheppard— que vive en una choza de barro y anda garabateando ecuaciones por las paredes con un palito, ¿no?

—No exactamente.

—Pero, Hardy, ¿no podría ser que alguien quisiera gastarte una broma? A lo mejor tu indio es…, yo qué sé, algún tipo aburrido de Cambridge atrapado en un observatorio en las selvas de Tamil Nadu, que intenta entretenerse tomándote el pelo.

—Si así fuera, ese hombre es un genio —dice Hardy.

—O tú un idiota —dice Russell.

—¿Pero en definitiva no acabaría siendo lo mismo? Porque si eres lo bastante listo como para inventarte una broma tan genial, al final has llegado muy lejos, ¿no? Has demostrado ser un genio a pesar de todo.

Sheppard se ríe: una risa jadeante, como de chica.

—¡Un acertijo digno de Bertie! —dice—. Y hablando de acertijos, Wittgenstein debe de ser cliente de tu desesperante barbero, Bertie. Mira qué cortes tiene en la barbilla.

Se quedan mirando. Tiene cortes, en efecto; bastante pronunciados, además.

—¿Me perdonáis un momento? —dice Russell; luego se acerca a su protegido, con quien se pone a hablar en voz baja.

—Uña y carne —dice Sheppard, arrimándose a Hardy.

—Eso parece.

—Ya sabrás que Bertie se opuso a su nombramiento…

—¿Al de Wittgenstein? Pero si creía que Bertie era su paladín…

—Y lo es. Pero dice que Wittgenstein es tan brillante que nos va a encontrar pueriles y superficiales, y se va a dar de baja en cuanto sea elegido. Evidentemente, supusimos que en realidad lo que pasaba era que Bertie lo quería para él solo, pero ahora estoy empezando a pensar que puede que tenga razón. ¡Fíjate en cómo nos mira! —Hace un gesto de repelús muy teatral—. Como si fuéramos una pandilla de estúpidos diletantes. ¿Y quién se atrevería a decir que no, con nuestro Keynes ahí largando sobre pollas búlgaras y todo eso? ¿Lo has oído, por cierto? Seguro que él sí.

—Que yo sepa, no tiene por qué escandalizarse al oír hablar de «paquetes».

—Ya, pero es muy sensible con respecto a esos temas. Detesta al conde Békássy, por ejemplo.

—¿Quién es el conde Békássy?

—El conde Ferenc István Dénes Gyula Békássy. Un húngaro. «Nacido» el año pasado. Deberías venir más a las reuniones, Hardy.

—¿Cuál?

Sheppard señala a un joven alto de ojos oscuros, con un fino bigotito y unos labios tártaros que le dan a su expresión cierto aire a la vez escéptico y lascivo. En ese momento se encuentra hablando con Bliss, el clarinetista. Tiene una mano apoyada en su hombro, y con la otra se acaricia el pelo.

—A muchos nos parece encantador —dice Sheppard—. Hasta a Rupert Brooke le parece encantador… Todo un detalle de generosidad por su parte, porque corre el rumor de que anda detrás de la novia de Brooke. Igual que Bliss.

—Primero habría que demostrarlo. Y, de todos modos, eso no explica por qué le odia Wittgenstein.

—A lo mejor es una cuestión de antiguas rencillas austrohúngaras que salen ahora a relucir. O que está celoso. Me han contado que a nuestro Witter-Gitter le gusta bastante el propio Bliss.

G. E. Moore entra en la estancia. Se podría decir que es el Apóstol más influyente de toda la historia de la Sociedad. Aun así, entra por la puerta tímidamente. Es gordo, y tiene una cara con una expresión cándida, amigable, infantil. Con mucho cuidado y cierto retraimiento se mete entre Wittgenstein y Russell. Se pone a hablar y, mientras lo hace, mira a Hardy y lo saluda con la cabeza.

A pesar de que es unos años más joven que Hardy, a Sheppard empiezan a salirle canas. Tiene un pastoso rostro de querubín, debilidad por el juego, y esa clase de instinto para los clásicos que encuentra su expresión más verdadera en las producciones teatrales, antes que en la erudición. De estudiante, lo llevaron una vez a las habitaciones de Hardy a tomar el té, como parte del complejo procedimiento con el que la Sociedad reabastece sus existencias. En esa época, Sheppard seguía siendo rubio. No tenía ni idea de que ya era un embrión. Ni ninguno de ellos. La evaluación y el cortejo debían darse sin que el embrión se percatara siquiera de que estaba siendo evaluado y cortejado, con su padre encargándose de la difícil tarea de guiar al aspirante a través de una serie de entrevistas que este último nunca iba a considerar como tales. Si el embrión no conseguía pasar la prueba, sería un «aborto» y, en teoría por lo menos, nunca sabría que había sido aspirante. Si, en cambio, salía airoso, entonces su descubrimiento de la existencia de la Sociedad (una vez más, en teoría) sería simultáneo a la invitación de unirse a ella.

Ahora Sheppard está sentado en una sillita larguirucha y tapizada; no, piensa Hardy, no está sentado. Está posado. Sheppard tiene algo inconfundiblemente gallináceo. Últimamente es el punto de apoyo de la palanca de la Sociedad, y no porque (como hace Moore) ejerza una enorme influencia intelectual (en ese sentido, no contribuye nada), sino porque se puede confiar en él para que encargue los bollos y disponga el carrito del té y, lo que es más importante, cuide del Arca, que es en realidad un baúl de madera de cedro que O. B. regaló a la Sociedad hace años, y ahora está lleno hasta los topes de papeles que los miembros han leído a lo largo de incontables noches de sábado, que se remontan hasta aquellos primeros tiempos en que Tennyson (el nº. 70) y sus compañeros discutían sobre temas como «¿Los poemas de Shelley tienen una tendencia a lo inmoral?». (Tennyson, según registra el acta, votó no.) Parte de la iniciación de cualquier Apóstol es que se le dé la oportunidad de hurgar en los documentos del Arca, y examinar atentamente «¿La masturbación es mala en última instancia?» (Moore), «¿Un cuadro debe poder comprenderse?» (Roger Fry, nº. 214), «¿La ausencia hace que el corazón aún se encariñe más?» (Strachey). Y, por supuesto, «¿Violetas o azahar?» de McTaggart.

Sheppard habla ahora con Moore. Por encima de su cabeza, Moore mira a Hardy, y Sheppard saca su reloj.

—Ay, ay, ay —dice, y de repente Hardy se da cuenta de a quién le recuerda: al conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas. La cabeza blanca, la nariz torcida…

—¿Pero dónde está Strachey? —dice, mirando el reloj—. ¡Llega tarde! ¡Llega tarde! Me temo que vamos a tener que empezar sin él.

A esas alturas la estancia está abarrotada. Hardy cuenta nueve ángeles y seis hermanos en activo. Dejando a un lado los «paquetes» por el momento, Keynes se une a Sheppard y a Moore junto al Arca, donde los tres extienden la esterilla, que en realidad es un viejo trozo de kilim. Los hombres se callan, y Hardy toma asiento en ese sofá de terciopelo, bastante incómodo, de Sheppard. Quiere que su aspirante pueda ver bien la lectura de la maldición.

La maldición es una tradición apostólica. Décadas antes, un Apóstol llamado Henry John Roby (nº. 134) alegó un sábado por la noche que lo sentía pero que estaba demasiado ocupado para seguir asistiendo a las reuniones semanales. Su desprecio de las normas, por no hablar de su tono altanero, enfureció a los hermanos, que lo expulsaron de la Sociedad, y declararon que a partir de entonces su nombre se escribiría siempre en minúsculas.

Y ahora se profiere esa maldición a modo de advertencia en cada nacimiento. Normalmente lo hace el padre, pero como éste es un parto de gemelos, ha pasado a ser responsabilidad de Keynes. Mientras los demás Apóstoles observan en un silencio meditabundo, Keynes se planta delante de los embriones. Wittgenstein le saca una cabeza a Bliss, que es ancho de hombros y tiene las mejillas coloradas.

—Sepan ustedes que el juramento que están a punto de realizar es secreto —les advierte—. No deberán revelarle nunca a ningún extraño la existencia de la Sociedad, porque, de ser así, su alma será presa del tormento eterno.

Esa parte de la maldición siempre le ha chocado a Hardy. ¿Qué tiene que ver la clandestinidad con Roby (o roby)? Él no le descubrió la existencia de la Sociedad a nadie, sino que cometió un pecado diferente: dejar de tratar a la Sociedad con la deferencia que se suponía que merecía. En años ulteriores, más Apóstoles de los que Hardy recuerda han roto el juramento de guardar el secreto, escribiendo sobre la Sociedad en cartas y memorias, y hablando de ella en fiestas y comidas. Y, sin embargo, ninguno ha cometido la ofensa aparentemente más oprobiosa de ciscarse en el hecho de ser su socio. Hasta ahora.

Mientras Keynes lee la maldición, los gemelos escuchan en silencio; Wittgenstein sin expresión alguna, Bliss con un aire solemne tras el que Hardy cree percibir una risa contenida. Entonces Keynes retrocede un poco y los hermanos, estallando en aplausos, se levantan para dar a los nuevos miembros (nºs. 252 y 253) la bienvenida oficial.

Es un momento bonito en muchos sentidos, y, como muchos momentos bonitos, es interrumpido por la llamada de unos nudillos en la puerta. Sheppard va a abrir, y Strachey entra a saltitos, acompañado de Harry Norton (nº. 246).

—Ahí está tu matemático —le dice Sheppard a Hardy, que es lo que le dice siempre cuando Norton entra en una habitación. En términos generales, la Sociedad desprecia a los científicos, salvo que el científico en cuestión, como dijo Sheppard una vez, sea «un científico encantador».

—Queridos, hemos tenido un viaje absolutamente bestial —dice Strachey, sacudiendo su paraguas—. El tren se quedó parado horas y horas cerca de Bishops Stortford. Dijeron que había un cuerpo en la vía. ¿Os podéis imaginar algo más espantoso? Si no hubiera tenido a Norton conmigo para entretenerme, creo que me habría dado un ataque. Y ahora decidme, ¿nos hemos perdido algo?

—La lectura de la maldición —dice Sheppard—. No podíamos esperar.

—Ah, qué pena. Pero no el ensayo, espero.

—No.

—Menos mal. ¿A quién le toca hoy en la esterilla?

—Se suponía que iba a ser Taylor, pero no le ha dado tiempo a escribirlo.

—Gracias a Dios… —murmura Norton. La decisión de quién debe leer se echa a suertes; cada vez que un Apóstol acude a una reunión sin su ensayo (algo que a todos les sienta muy mal), se le pide a un ángel que lea en su lugar alguno de sus antiguos escritos, sacado del Arca. Casi siempre McTaggart lee «Violetas y azahar», y por lo visto esta noche le encantaría volver a hacerlo. Aunque Keynes y Moore deben de tener algo distinto en mente, porque hasta están hurgando en el «Archivo».
[8]

—Seguramente tratan de averiguar cómo aprovechar la retirada de Madam Cecil para hacerle mejor impresión a Wittgenstein —dice Norton—. Ya sabes que los tiene a todos aterrorizados.

—¿Ah, sí?

Asiente con la cabeza. Al igual que Sheppard, Norton se toma muy a pecho estar al tanto de todo. Como le gusta señalar a Sheppard, Norton es matemático; o lo era, hasta que las matemáticas lo llevaron «al borde de un ataque de nervios», tras el que prácticamente renunció a su carrera académica y empezó a pasar gran parte del tiempo en Londres, intentando congraciarse con el grupo de Bloomsbury. Ahora entre sus amigos se cuentan, además de Strachey, las hermanas Stephen y ese escurridizo objeto del deseo, Duncan Grant. A pesar de todo, parece que Norton no hace nada por sus aspiraciones literarias. Eso es lo que desconcierta a Hardy: ¿cómo puede vivir bajo el resplandor de hombres y mujeres artistas sin hacer gala del menor talento artístico por su parte? Hoy en día sigue siendo lo que siempre fue (bajo, simiesco, rico gracias a sus negocios: una cómoda fuente de dinero cuando los Bloomsberries están a dos velas), y sin embargo también es menos de lo que solía ser, porque ya no es un hombre con una pasión que lo arrastra. A Hardy le cae bien, hasta tuvo una aventura con él en determinado momento, pero ya hace mucho de eso.

En cuanto a Taylor (nº. 249), como dicen los hermanos, es el «amigo especial» de Sheppard: un hombre de una belleza insípida, con mal carácter, y bastante gris, cuyo único rasgo de distinción, que Hardy sepa, consiste en ser nieto del gran lógico George Boole. En este momento parece claramente ofendido, como si el no haberse presentado con el ensayo prometido fuera culpa de la Sociedad en vez de suya. Nadie comprende la pasión que Sheppard siente por él. De hecho, a juicio de Hardy, la única razón de que se le admitiese en la Sociedad en un principio fue que Sheppard dejó dolorosamente claro que sufriría muchísimo (tal vez a manos de Taylor) si no conseguía salir elegido.

Ahora Taylor, con cara de enfado, ve cómo Moore saca por fin el escrito que estaba buscando en el Arca, lo hojea, y luego se planta sobre la esterilla. McTaggart se aparta.

—Así que va a ser él mismo —le dice Norton a Hardy—. Bueno, si alguien tiene alguna posibilidad de impresionar a nuestro Witter-Gitter, supongo que es él.

Toman asiento, una vez más, en el sofá. Norton se sienta a la derecha de Hardy, Taylor a su izquierda, aunque en su imaginación Taylor se evapora, reemplazado por su amigo indio de los pantalones de franela. A través del fino envoltorio, Hardy se imagina que puede sentir el calor de una pierna dura.

Moore carraspea y lee el título del ensayo:

—«¿Es posible la conversión?»

—Ah, esa cosa tan antigua —dice Hardy para sí, porque recuerda el texto de cuando Moore lo leyó por primera vez, antes del cambio de siglo.

La verdad, no es un texto que carezca de interés, siempre que uno tenga la paciencia necesaria para desentrañar la farragosa sintaxis de Moore, que quizá Wittgenstein no tenga. Por conversión, Moore entiende, más que una conversión religiosa, una experiencia comparable al concepto tolstoiano del renacer: una transformación mística del espíritu que experimentamos muchas veces en la infancia, y luego, a medida que nos vamos haciendo mayores, cada vez menos, hasta que alcanzamos la madurez y ya no la volvemos a experimentar nunca. La cuestión que plantea Moore es si podemos pretender experimentar esa especie de «conversión» incluso en la edad adulta. Cuando leyó por primera vez ese texto, él personalmente creía que lo había conseguido un par de veces, lo que sorprendió a Hardy. ¿Por qué lo consideraba una proeza? Como matemático, Hardy «se convertía» todos los días. Todos los días traficaba con números que no podían existir, y reflexionaba sobre dimensiones que no podían visualizarse, y enumeraba infinidades que no se podían contar. Sin embargo, Moore era demasiado racionalista para aceptar su propio misticismo. De hecho, en su fuero interno Hardy creía que, a fuerza de cuestionarse sin descanso su capacidad de «convertirse» lo único que había conseguido era anularla.

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