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Authors: David Leavitt

El contable hindú (5 page)

BOOK: El contable hindú
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No es una época que recuerde con ningún cariño. Tres veces a la semana, durante el curso y también durante las largas vacaciones, a las ocho y cuarto de la mañana exactamente, se sentaba junto a otros cinco jóvenes en una habitación que era húmeda en verano y helada en invierno. La habitación estaba en la casa de Webb, y Webb se pasaba el día entero en ella, hora tras hora, enseñando a sucesivos grupos de seis hasta que se ponía el sol, mientras la señora Webb, austera y silenciosa, revoloteaba por la cocina, llenando una y otra vez la tetera. La rutina no variaba nunca. La mitad de la clase la dedicaban a memorizar a base de repeticiones, y la otra mitad a practicar contra el reloj. A Hardy le parecía una colosal pérdida de tiempo, aunque lo que le provocaba más sufrimientos era la convicción de ser el único que lo pensaba. Por lo visto, la ambición había cegado a los demás, que no se daban cuenta de lo absurdo de todo aquello. No sabían entonces que, en Alemania, los profesores hacían una parodia de las preguntas del examen: «En un puente elástico hay un elefante de masa indeterminada; en la trompa tiene un mosquito de masa m. Calcular las vibraciones del puente cuando el elefante mueve al mosquito al barritar con la trompa.» Pero ése era justamente el tipo de problema que te planteaban en el
tripos
, y por mor del que generaciones de jóvenes de Cambridge habían renunciado a la oportunidad de tener una verdadera formación, en el preciso momento en que sus mentes estaban más maduras para dedicarse a investigar.

Más tarde, intentó explicarle todo eso a O. B. Gracias a los Apóstoles se habían hecho amigos a su manera. Aunque O. B. nunca le gastaba sus famosas bromas salaces a Hardy, ni trataba de tocarle nunca, sí tenía la costumbre de presentarse inesperadamente en sus habitaciones por las tardes. Solía hablarle de Oscar Wilde, que había sido amigo suyo y a quien admiraba profundamente.

—Lo vi en París justo antes de que se muriera —contaba O. B.— Yo conducía un coche de alquiler y lo adelanté antes de darme cuenta de quién era. Pero me reconoció. Tenía una mirada muy triste…

En esa época, Hardy sabía poco de Wilde, aparte de los rumores que habían conseguido filtrarse a través de las barreras que sus profesores de Winchester habían levantado para proteger a sus custodios de las noticias del juicio. Así que le pidió a O. B. que le contara la historia completa, y O. B. le complació: sus días de gloria, la perfidia de Bosie, el célebre testimonio de las doncellas del hotel… Incluso entonces, sólo unos años después de la muerte de Wilde, el escándalo seguía lo bastante fresco como para que uno se atreviera a arriesgarse a que lo vieran con un ejemplar de algún libro suyo. Aun así, O. B. le prestó a Hardy
La decadencia de la mentira
. Cuando Hardy acarició las tapas, le pareció que desprendían calor, como si fueran de hierro. Devoró el libro, y al acabar copió con aquella letra suya tan elegante un párrafo que le había impresionado especialmente.

El arte siempre se expresa sólo a sí mismo. Tiene una vida independiente, igual que el Pensamiento, y sigue exclusivamente su propio curso. No es necesariamente realista en una época realista, ni espiritual en épocas de fe. Lejos de ser la creación de su tiempo, suele oponerse abiertamente a él, y la única historia que atesora es la de su propio progreso.

Lo mismo sucedía, pensaba, con el arte de las matemáticas. Su búsqueda no debía verse lastrada ni por la religión ni por la conveniencia. De hecho, su grandeza estribaba en su inutilidad. Supongamos, por ejemplo, que alguien probase el Último Teorema de Fermat. ¿En qué habría contribuido al bienestar mundial? En absolutamente nada. Los avances en química ayudaban a las fábricas de algodón a desarrollar nuevos procedimientos de teñido. La física podía aplicarse a la balística o a la industria de armamento. En palabras de Wilde, las matemáticas seguían «exclusivamente su propio curso». Lejos de ser una limitación, su inutilidad era la prueba de que carecían de límites.

El problema era que, siempre que intentaba verbalizar aquello para O. B., se hacía un lío; como la noche en que se quejó de que las matemáticas de las que te examinaban en el
tripos
no iban a ninguna parte.

—No te comprendo —le dijo O. B—. Un día no paras de hablar de que la gracia de las matemáticas está en su inutilidad, y al siguiente te quejas de que las matemáticas de las que te examinan en el
tripos
son inútiles. ¿En qué quedamos?

—Es que no quiero decir lo mismo —respondió Hardy—. Las materias del
tripos
no son inútiles de la misma forma que las matemáticas en general. No se trata de que tengan aplicación práctica. Si algo tienen las materias que se estudian en el
tripos
es, sobre todo, que se pueden aplicar…, pero están anticuadas.

—El latín y el griego también están anticuados, ¿y por eso vamos a dejar de estudiarlos?

Hardy trató de explicar su postura en un lenguaje que O. B. pudiera entender:

—Mira —dijo—, imagínate que tienes que hacer un examen sobre historia de la literatura inglesa. Sólo que, en ese examen en concreto, debes escribir tus respuestas en inglés medieval. Da igual que nunca más te vayan a pedir redactar un examen ni nada parecido en inglés medieval, porque sigues teniendo que escribir tus respuestas en inglés medieval. Y no sólo eso, las preguntas a las que has de responder no son sobre autores importantes, no son sobre Chaucer o Milton o Pope, sino sobre…, yo qué sé, unos cuantos poetas desconocidos de los que jamás has oído hablar. Y tienes que aprenderte de memoria todas y cada una de las palabras que escribieron esos poetas, que además escribieron miles y miles de poemas tremendamente aburridos. Y, para colmo, también debes memorizar doce tratados del siglo dieciséis sobre la naturaleza de la melancolía y estar preparado para recitar cualquier capítulo sólo con que te digan su número. Bueno, pues si eres capaz de imaginarte algo así, tal vez puedas imaginarte lo que es tener que hacer el
tripos
.

—Pues parece bastante divertido —dijo O. B—. De todas formas, sigo pensando que estás haciendo una distinción artificial. Entre una clase de inutilidad que alabas porque te divierte y otra que deploras porque te resulta aburrida. Pero al fin y al cabo son la misma cosa.

Hardy se quedó callado. Era evidente que O. B. no lo entendía, y que nunca lo entendería. Sólo podía hacerlo un matemático. O. B. no sabía lo que se sentía cuando te apartaban a la fuerza de algo en lo que creías apasionadamente para obligarte a fijar tu atención en algo que despreciabas. Tampoco comprendía la injusticia que suponía verse obligado a dedicar años de esfuerzo a adquirir unas habilidades que, una vez habías superado el
tripos
, nadie te iba a volver a exigir. O. B. vivía cada vez más para el espectáculo: las pastas de té que se servían y la música que se tocaba en sus «veladas caseras», donde se mezclaban los marineros con los catedráticos. No le preocupaban las ideas ni los ideales. Su cargo docente, que Hardy supiera, le importaba solamente en la medida en que le permitía permanecer eternamente refugiado en los seguros confines del King's College. Era una criatura de ese ámbito por naturaleza. Como muchos de los Apóstoles. Pocos años antes, McTaggart había escrito sobre el Cielo: «Se podría decir de un College (con el mismo acierto que del Absoluto) que es una unidad, una unidad de espíritu, y que nada de ese espíritu existe sino como algo personal.» Pero evidentemente: «el Absoluto es una unidad mucho más perfecta que un College». Aunque probablemente O. B. no habría estado de acuerdo con esa opinión, porque para él King's era la unidad perfecta.

A O. B., Hardy lo sabía de sobra, no le importaba McTaggart. Ni tampoco apreciaba su «religión», una especie de cristianismo anticristiano en el que el alma platónica ascendía a un paraíso sin Dios. A Hardy le pasaba igual. Una de las muchas excentricidades de McTaggart era caminar de lado: una costumbre que había adquirido durante sus años escolares, cuando tenía que pegarse a las paredes para evitar que le dieran patadas. Tenía la columna ligeramente desviada, y circulaba por las calles de Cambridge en un antiguo triciclo que era un auténtico armatoste. Unos años antes, había leído un ensayo en la Sociedad titulado «¿Violetas o azahar?» en el que hacía una elocuente defensa del amor entre hombres, que él consideraba superior al existente entre hombre y mujer, siempre que se estableciera una clara distinción entre «baja sodomía» y «alta sodomía». Cuando leyó su ensayo por primera vez, McTaggart se puso sin dudarlo del lado de la «alta sodomía», y seguía haciéndolo, a pesar de su reciente matrimonio con una robusta muchacha neozelandesa, Daisy Bird, a quien describía lleno de orgullo como: «nada femenina», y con la que, según les contó a los hermanos, lo compartía todo, incluida su pasión por los estudiantes.

Dicho esto, Hardy encontraba a G. E. Moore más agradable. (
Moore, more
.) Se conocieron durante el primer año de Hardy en Trinity. El padre era cinco años mayor que el embrión, pero parecía de la misma edad o incluso más joven, lo cual era un alivio. Hardy ya empezaba a hartarse de que la gente lo tomara por un estudiante. Aunque Moore no era guapo en el sentido convencional del término, irradiaba un aura infantil que hacía que te entraran ganas de protegerlo y darle unas palmaditas, de revolverle el pelo que le caía sobre la frente despejada y sobarle aquellas orejas sin lóbulo, de quitarle aquella expresión de sorpresa perpetua de la boca con un beso. Tampoco es que Hardy hubiera tenido ocasión de besarle. El único gesto de intimidad que se permitía Moore consistía en dar la mano. Era bastante palurdo en materia de sexo (curiosamente, ya que uno de los dogmas principales de su propia filosofía —una especie de prolongación y refutación simultáneas de la de McTaggart— era la creencia de que el placer es el bien supremo de la vida). Casi desde el momento de su integración en los Apóstoles, se le había considerado un genio, un salvador enviado por el cielo de los ángeles para despertar a los hermanos del letargo del
fin de siècle
. Paseando por los prados de Grantchester con Hardy, con su pequeña mano colgando fláccida y a la vez un poco cerrada, hablaba de «bondad». Para él, la bondad era indefinible, y aun así fundamental, el único terreno donde podía arraigar una teoría de la ética. ¿Y dónde residía la bondad? En el amor y la belleza. Tal vez inconscientemente, Moore les ofrecía a los Apóstoles una justificación moral para el desarrollo de actividades en las que la mayoría ya eran expertos: el trato con los chicos guapos y la adquisición de objetos bonitos. Más tarde, entresacada de su obra magna,
Principia Ethica
, el grupo de Bloomsbury, que lo adoraba, extrajo una sola frase, la puso en un pedestal y la llamó la filosofía de Moore: «…los afectos personales y los placeres estéticos abarcan todos los bienes más grandes (y digo más grandes con mucha diferencia) que podemos imaginar».

Afecto, placer… En aquellos paseos por Grantchester, Hardy intentaba (pero no lo conseguía) llevarse a Moore al huerto, en base a sus propias teorías. Cuando sus peleas concluían (como era inevitable) llenas de frustración mientras se sacudían los dientes de león de los pantalones, Moore hacía derivar la conversación a las matemáticas, y le aseguraba a Hardy que hacía muy bien en querer estudiar matemáticas puras en vez de aplicarlas. Los números primos, para Moore, formaban parte del dominio de la bondad, de una forma en que el sexo nunca lo haría.

Puede que todos los primeros amores estén condenados a dejar un poso de decepción. El de Hardy y Moore sólo duró el primer año que Hardy fue miembro de la Sociedad. Después Moore conoció a Alfred Ainsworth. Se pasaron juntos por primera vez por las habitaciones de Ainsworth una tarde de invierno, para ver si Ainsworth poseía cualidades de embrión. Ainsworth tenía unas mejillas tiernas y un aliento que olía a humo. Mientras hablaba, tiraba cerillas encendidas sobre la alfombra. Luego, cuando él y Moore se marchaban, Hardy se fijó en las diminutas quemaduras que salpicaban el tejido, y cuya densidad iba aumentando hasta formar un círculo chamuscado cerca del sillón donde Ainsworth se entregaba a la lectura.

Fue la primera y única vez en su vida que alguien lo dejó por otra persona. Al cabo de unas semanas, el cariño que Moore sentía por Ainsworth se había convertido en una pasión con todas las de la ley, aunque, igual que con Hardy, el asunto nunca pasó de la etapa en que los amantes se cogen de la mano. Eso fue en parte porque Ainsworth, a diferencia de Hardy, veía con malos ojos la intimidad física con otros hombres. No obstante, quizás otra persona (alguien como Maynard Keynes) podría haberlo convencido a fuerza de insistir en el tema. Una vez más, la mojigatería de Moore era el punto de fricción. Cuando, en las reuniones de la Sociedad, le pedían a Moore que cantara algún lieder de Schubert (tenía una preciosa voz de tenor) atacaba la pieza con entusiasmo, mirando siempre a Ainsworth con ojos soñadores. Pero luego les leía un ensayo sobre si era posible enamorarse de alguien simplemente por sus «cualidades mentales». ¡Se armaba unos líos! «Aunque, por consiguiente, podamos admitir que el aprecio de la actitud de una persona hacia otras, o (por poner un caso concreto) el amor al amor, es de lejos el bien más preciado que conocemos, y mucho más preciado que el mero amor a la belleza, sólo lo podemos admitir si se entiende que el primero engloba al segundo en diversos grados.» Lo que, básicamente, era una manera de decir que él nunca podría enamorarse de alguien feo.

Si Hardy no se hubiese considerado feo (y Moore no lo hubiera dejado por Ainsworth, que a él también le parecía guapo), tal vez su traición le habría indignado o hasta le habría hecho gracia. En cambio, asistió indiferente al triste espectáculo de Moore socavando su propio deseo. Moore adoraba a Ainsworth, y era evidente que quería acostarse con él, pero (incluso habiendo llegado hasta el extremo de mudarse a Edimburgo para poder vivir con Ainsworth, que daba clases allí) no estaba dispuesto a admitirlo. Entonces Ainsworth se casó con la hermana de Moore, y Moore regresó a Cambridge. Hardy no supo qué decirle cuando se volvieron a encontrar. ¿Enhorabuena por que tu hermana se haya casado con tu gran amor? ¿Siento que te haya dejado? ¿Es lo que te mereces?

Daba igual. Había aprendido algo importante de Moore: seguir su propio camino. Su nombre, pensaba a menudo, era providencial
[6]
. Por naturaleza, Hardy era correoso, pertinaz. Se atenía a sus principios. Si los Apóstoles podían
pasar por alto
el cristianismo, las convenciones, «las normas», entonces su atención también podía pasar por alto, por así decirlo, la estupidez inglesa, incluso aquella necedad que se creía autoridad y aquella ignorancia que se creía superioridad. Si le apuraban, hasta el emblemático canal. ¿Y dónde acabaría aterrizando su atención después de haber emprendido aquel viaje portentoso? En la Baja Sajonia, en la pequeña ciudad de Gotinga, la famosa capital de las matemáticas puras, la ciudad de Gauss y Riemann. Gotinga, un lugar en el que nunca había estado, era el ideal de Hardy. Mientras los quioscos de Cambridge vendían fotos del
senior wrangler
, en Gotinga las tiendas vendían postales con fotografías firmadas de los grandes maestros. Y por las fotos de la propia ciudad, se veía que era bonita y antigua y recargada. Desde la rathaus
[7]
con sus arcos góticos y su noble aguja, se extendían las calles adoquinadas con aquellas pequeñas casas de ladrillo guiñando los ojos igual que abuelas, sus balcones blancos sobresaliendo como barrigas con delantal. En una de aquellas casas, hacía un par de siglos, los Siete de Gotinga, dos de los cuales eran los hermanos Grimm, se habían rebelado contra la soberanía de los reyes de Hanover, mientras en otra el gran matemático Georg Friedrich Bernhard Riemann se había sacado de la manga (¿de dónde si no?, ¿del éter?) la famosa hipótesis relativa a la distribución de los números primos. Sí, la hipótesis de Riemann, que Hardy había intentado explicarles inútilmente una vez a los hermanos. Aún sin demostrar. Así había comenzado su charla:

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