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Authors: David Leavitt

El contable hindú (9 page)

BOOK: El contable hindú
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—«En definitiva, sólo tengo una pregunta que hacerle a la Sociedad —lee Moore—, si es posible o no que alguno de nosotros descubra, esta noche o en cualquier momento, la auténtica piedra filosofal, la auténtica Sabiduría de los Estoicos, un descubrimiento que despojaría permanentemente a quien lo hiciera, y quizás a otros, de la parte que más nos estorba de las dificultades y maldades con las que tenemos que vérnoslas.»

Deja el escrito. Todos aplauden excepto Wittgenstein, que se queda mirando fríamente el Arca. Moore sale de la esterilla y se sienta en una de las desvencijadas sillas de Sheppard. Keynes pregunta si alguno quiere responder.

Hardy percibe el crujido de algún muelle suelto. Taylor se levanta y se acerca a la esterilla. Strachey se tapa los ojos.

«Dios mío», piensa Hardy, «haz que Taylor hable mucho rato. Tengo tantas ganas de saber lo que va a decir…»

Esta vez la estratagema falla. Taylor habla. No para de hablar, más bien. El tiempo es irrelevante. Como sucede con la música, el efecto de la lentitud es independiente de la verdadera cantidad de minutos consumidos. ¿Y qué dice? Nada.

—Humanismo… Cultura…
Cri de cœur

«Si sigue así mucho rato», piensa Hardy, «me voy a convertir aquí mismo».

Pero por fin vuelve a sentarse.

—Gracias, Hermano Taylor —dice Keynes—. ¿Alguien más quiere hablar?

Para gran sorpresa de Hardy, Wittgenstein se pone de pie.

Strachey se quita la mano de los ojos. Wittgenstein no se acerca a la esterilla, sino que se queda donde está y dice, con su ligero acento vienés:

—Muy interesante, pero a mi modesto entender, la conversión consiste sencillamente en deshacerse de la preocupación. En tener el valor de no preocuparse de lo que ocurra.

Luego vuelve a sentarse. Norton le da un codazo a Hardy en el costado.

—Gracias, Hermano Wittgenstein —dice Keynes—. Bueno, pues si hemos acabado, ¿por qué no votamos? La pregunta es: ¿podemos cambiar la mañana del lunes por la noche del sábado? Todos los que estéis a favor, decid sí.

Se levantan varias manos, incluidas las de Taylor, Békássy y, para asombro de Hardy, también la de Strachey. Los «noes» incluyen a Wittgenstein, Russell, Moore y el propio Hardy.

La parte formal de la reunión ha terminado. Con un estrépito como cuando se empieza a comer en el Hall, los hermanos se acercan hacia el carrito del té que el asistente de Sheppard, que ya se ha acostumbrado a las rarezas de la Sociedad, ha metido en el cuarto sin molestar a nadie durante la lectura de la maldición. Marsh mira a Brooke, Békássy le hace unos mimos a Bliss, Wittgenstein frunce el ceño, Sheppard trata de pasarle un bollo a Taylor, que lo rechaza.

—Ah, el mismo drama de siempre —dice Norton—. Aunque, si he de ser sincero, debo decir que no me hubiera importado que el tren se hubiera quedado parado otra hora. Hasta cuidar de Strachey entre los vapores habría sido preferible a oír a Moore leyendo ese texto tan antiguo por enésima vez. Y luego el verborreico ese… con su diarrea mental… ¿No es despreciable?

—Taylor se excede un poco.

—Sabes lo que tiene tan fascinado a Sheppard, ¿verdad? Tiene tres huevos.

—¿Quién?

—Madam Taylor. Te lo juro. Al principio yo tampoco me lo creía, pero luego consulté un diccionario médico. Poliorquidismo es el término técnico. Una condición rara pero documentada. Por lo visto, Sheppard no puede quitarle las manos de encima… Quitarles…

Hardy no da crédito a lo de los tres huevos.

—¿En serio? —dice.

—Claro. No tengo ni idea de si le funcionan los tres, o si son del mismo tamaño por lo menos, o cómo va la cosa… Pero ya sabes: si la mayoría de nosotros tenemos dos, con una especie de…, bueno, de hendidura en el medio, como una pieza de fruta, ¿él igual, sólo que dividida en tres, como un melocotón de tres lóbulos, ya puestos a echarle imaginación? ¿O dos de ellos ocupan el mismo «compartimento»? ¿O el tercero es un vestigio, como un quiste? ¿Te has topado alguna vez con alguien con tetillas supernumerarias? Yo conocí a uno que tenía un par extra debajo de las normales, sólo que no parecían tetillas, eran como dos puntitos rojos… ¿A quién está sobando Békássy?

La atención de Hardy no es tan elástica como la de Norton. Todavía está asimilando lo de los huevos.

—Creo que es el clarinetista. Bliss.

—Sí, supongo que será él. —Norton suspira—. Personalmente, lo prefiero a Békássy, ¿tú no? No es que Békássy no sea guapo, pero no me emociona como a Keynes. El otro día, Strachey (James, no Lytton) me contó que, en la última reunión, Keynes se había excitado tanto con Békássy que quería «poseerlo sobre la esterilla». ¿No crees que nuestros difuntos hermanos habrían apartado la vista, avergonzados?

—Sin duda —dice Hardy, que intenta imaginarse (y decidir qué le parece) la peculiaridad anatómica de Taylor. Ya puestos, no le importaría nada admitir que no le disgustaría ver esos testículos mal formados; de hecho, se pregunta si Taylor, dada su faceta exhibicionista, no habrá hecho ya una demostración, por así decirlo, o los habrá convertido en tema de una charla sobre la esterilla. ¡Menudas implicaciones metafóricas! ¿Cuelga un huevo más abajo que los otros dos, como las tres bolas doradas del exterior de una tienda de un prestamista? Sí, tal vez ése sea el secreto que explica tanto la tristeza como la arrogancia de Taylor. Porque, en algún momento de su adolescencia, algún médico de cabecera tiene que haberle llamado la atención sobre esa peculiaridad, que haberle hecho tomar conciencia por primera vez de que no era como los demás niños. Seguramente sus compañeros de colegio eran crueles. ¿Desde cuándo llevará esa carga, la conciencia de que lo que repele a unos puede también atraer a otros? ¿Y qué dice de Sheppard que eso le atraiga? En este momento se están peleando, cosa bastante frecuente. Sheppard trata de pasarle el brazo por la cintura a Taylor, pero Taylor reacciona apartándolo.

—¡No soy precioso, no soy un niño, y desde luego no soy tuyo! —dice, y se aleja, todo enfurecido, hacia la chimenea.

Norton le da un codazo a Hardy.

—Ardilla de goma —dice, una vieja expresión en clave que hace referencia a un chiste que contó una vez Norton sobre un japonés que intenta decir «pelea de enamorados».
[9]

—Ya veo.

—Y después de tantos años juntos… Basta para hacerle perder a uno la fe en el matrimonio.

Aparentemente esta escena (que Sheppard subraya diciendo: «Cecil, por favor, no hagas una escena») es más de lo que Wittgenstein puede soportar. Se da la vuelta, disgustado, para encontrarse frente al espectáculo igual de escabroso de Békássy empujando a Bliss (los brazos rodeando su cintura, la entrepierna contra su trasero) hacia el asiento de la ventana. Por lo visto, es la gota que colma el vaso. Wittgenstein deja su taza de golpe, se pone el abrigo y sale de allí.

Se hace el silencio.

—Perdonadme —dice Russell enseguida, y luego recoge su abrigo y también se marcha.

—Bueno, supongo que esto ya es el remate —dice Strachey, acercándose rápidamente a Hardy y Norton—. Se nos ha escapado.

—¿Tú crees?

—Eso me temo. Evidentemente, si tengo ocasión, haré lo que pueda para que no dimita. De todos modos, ¿cómo voy a convencerle de que la Sociedad es algo serio y honorable con todas las estupideces de esta noche? ¡Qué pena que Madam haya tenido que meter el remo!

—Pero, Strachey —dice Norton—, ¿Herr Witter-Gitter no debería darse cuenta de que Cecil representa tanto a la Sociedad como Hardy, o yo, o… bueno, cualquiera? Si es incapaz de ver eso, no hay nada que hacer.

—Aun así, el grupo actual de estudiantes… no es que te dejen huella intelectualmente hablando, precisamente. Por eso necesitamos a Wittgenstein. Para subir el listón. ¿Sabes lo que le ha dicho a Keynes? Que ver a Taylor y a los demás hablando de filosofía era como mirar a los jovencitos en los aseos. Inofensivo pero obsceno.

—Pero si dimite, ¿no habrá que maldecirlo y «roby-zarlo»?
[10]

—Tonterías. No se puede «roby-zar» a un hombre como Wittgenstein.

—Más bien debería «roby-zarnos» él a nosotros. —Strachey se vuelve hacia Hardy—. Ya no es como en los viejos tiempos, ¿verdad? Antes solíamos hablar de en qué consistía la
bondad
. O Goldie se plantaba en la esterilla divagando sobre si debíamos elegir a Dios. Y votábamos, y creo que la mayoría de nosotros (tú fuiste de la minoría, Hardy, por supuesto) estuvimos de acuerdo en que sí, en que
debíamos
elegirlo. ¿Y ahora a quién tenemos en vez de a Dios? Al verborreico. Se terminó nuestra época gloriosa, me temo.

Parece que Strachey tiene razón. En ese momento, el tritesticular Taylor está fumando junto a la chimenea. Békássy y Bliss están en el asiento de la ventana, acariciándose el cuello. Sheppard da la impresión de que va a echarse a llorar. Afortunadamente, Brooke (que tiene una intuición especial para esas cosas) escoge este preciso instante para ir pasando el tarro de tabaco. Se frotan cerillas, se encienden las pipas. En el pasado, se quedaban charlando y discutiendo hasta las tres de la mañana. Esta noche, en cambio, parece que nadie se encuentra con ánimos, y la reunión se disuelve justo después de las doce. McTaggart se va montado en su triciclo, mientras que Hardy regresa solo a Trinity. Afuera, curiosamente, sigue haciendo calor. Dándole unas palmaditas a la carta que lleva en el bolsillo, piensa en su propia carta. ¿Ya habrá cruzado el Canal de Suez? ¿Irá en un barco, surcando los mares? ¿O ya habrá llegado a Madrás, a la Oficina de la Autoridad Portuaria, donde el auténtico Ramanujan la recogerá el lunes por la mañana?

Y ahora, como a una señal suya, su amigo misterioso se une a él; camina a su lado, llevando el mismo paso. Si el auténtico Ramanujan llega a pisar Cambridge alguna vez, ¿será reclutado por los Apóstoles, como el primer miembro indio de la Sociedad? Hardy sería su padre, claro. Aunque ¿qué va a pensar Ramanujan de estos hombres tan listos con sus rituales fantasiosos y su lenguaje privado? A Hardy le cuesta reconciliar la imagen pública de hombres como Keynes y Moore con este ambiente de colegio de chicos en el que se regodean los sábados por la noche, llamándose con apodos cariñosos y comiendo cosas de niños y hablando sin parar de sexo, y luego de filosofía, y luego de sexo otra vez. Chistes verdes, bravuconadas y aventuras carnales. ¿Pero cuántos de ellos tienen verdadera experiencia? Prácticamente ninguno, sospecha Hardy. Keynes sí. Y el propio Hardy, aunque pocos se lo imaginan. Brooke… sobre todo con mujeres. Otro punto débil. Hardy piensa en McTaggart, regresando sobre tres ruedas chirriantes hasta esa Daisy apostólica, tan poco femenina. Porque ése es el gran secreto de la Sociedad, y su mentira. La mayoría de estos hombres al final se casarán.

Está llegando a la entrada de Trinity cuando Norton le alcanza.

—Hola, Hardy —dice, y el fantasma indio se esfuma.

—¿Te vas a casa? —le pregunta Hardy.

Norton asiente.

—He estado dando una vuelta. La reunión me dejó muy alterado. No podía acostarme ya… Quiero decir que no me iba a poder dormir.

Le guiña un ojo. No es guapo. Cuanto mayor se hace, más se parece a un mono. De todas formas, Hardy sonríe ante la invitación.

—Puedes subir a tomar un té —le dice, tocando el timbre.

Norton asiente con la cabeza. Luego se quedan callados, perdidos en un silencio en el que subsiste un poso de incómoda componenda, de acordar lo que se puede en vez de lo que se desea. Suenan pisadas en la penumbra; un travieso y despechado Cupido toca un tambor, y Chatterjee (el auténtico Chatterjee, ataviado con el uniforme de Corpus Christi) se acerca desfilando por Trinity Street, sus tacones marcando rítmicamente el paso contra la acera. A medida que se aproxima, sus rasgos se van haciendo más nítidos: la nariz de tobogán, los labios esbozando una sonrisa, las cejas que casi se juntan pero no del todo. Pasa tan cerca que Hardy puede percibir el roce de su ropa, aspirar su olor a armario. Luego desaparece. Ni siquiera mira a Hardy. De hecho, Chatterjee no tiene ni idea de quién es.

En ese momento aparece el portero. Pensando que son dos estudiantes que llegan tarde, se pone a soltarles un sermón hasta que reconoce a Hardy.

—Buenas noches, señor —dice, manteniendo la puerta abierta, con la cara un poco colorada, la verdad sea dicha—. ¿Lo ha pasado bien esta noche?

—Bastante bien, gracias. Buenas noches.

—Buenas noches, señor. Buenas noches, señor Norton.

—Buenas noches.

Great Court está vacío a estas horas, inmenso como un salón de baile, el césped brillando a la luz de la luna. A veces a Hardy le parece que su vida en Cambridge está dividida en cuadrantes, casi como el césped de Great Court. Un cuadrante son las matemáticas, y Littlewood, y Bohr. El segundo son los Apóstoles. El tercero es el críquet. El cuarto…, en realidad es el cuadrante más difícil de definir, no por gazmoñería (al contrario: le cuesta soportar los intentos de Moore y los demás de disfrazar el asunto con ropajes filosóficos), sino porque no sabe qué palabras usar. Cuando McTaggart habla de alta sodomía trata de correr un velo sobre su parte física, de la que Hardy no se siente culpable. No, el problema es cuando los cuadrantes se tocan; como se están tocando ahora, con Norton a su lado, los dos dirigiéndose a New Court subrepticiamente, a pesar de que no haya nada explícitamente sospechoso en invitar a su amigo a tomar un té que sabe que nunca preparará.

Suben las escaleras y él abre la puerta. Incorporándose sobre la otomana azul de Gaye, Hermione arquea el lomo y alza la cola a modo de saludo.

—Hola, gatita —dice Norton, inclinándose para acariciar a Hermione mientras Hardy le toca el cuello con los dedos, intentando recordar cuándo fue la última vez que acarició una piel humana, en vez de la de su gata. Intenta acordarse, pero no puede.

8

Cuando Littlewood desaparece de Cambridge, cosa que hace a menudo, normalmente es para acercarse a Treen, en Cornualles, donde se aloja con la familia Chase, o más exactamente con la señora Chase y sus hijos. El padre (el médico de Bertie Russell) vive en Londres, y suele pasarse por Treen una vez al mes. En cuanto al acuerdo al que Littlewood ha llegado con la señora Chase, el doctor Chase, o ambos, Hardy prefiere no preguntar. Ciertamente esos acuerdos no son tan raros: el propio Russell parece haber llegado a otro con Philip Morrell, con cuya esposa, Ottoline, está teniendo una aventura que nunca puede ocultar del todo. De hecho, la única que se supone que sufre con esa situación es la propia mujer de Russell.

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