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Authors: David Leavitt

El contable hindú (4 page)

BOOK: El contable hindú
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Trata de recordar cuándo empezó. Desde luego, antes de que supiera nada. Antes de que supiera que era uno de los grandes problemas, si no el mayor. Tenía once años, o tal vez doce. Y empezó con la niebla.

El párroco de Cranleigh le había llevado a dar un paseo, a petición de su madre, porque parecía que no prestaba atención en la iglesia. Afuera había niebla; ahora hasta se imagina los engranajes del cerebro del párroco girando cuando se le ocurrió la idea de emplear la niebla para explicar la fe. La niebla, y algo que a un niño le gustaría. Una cometa.

—Si echas a volar una cometa en la niebla, no puedes ver la cometa volando. Pero, aun así, sientes el tirón del cordel.

—Pero con niebla —dijo Harold— no hay viento. Así que ¿cómo vas a hacer volar la cometa?

El párroco meneó un poco la cabeza. En aquella quietud húmeda, su torso se difuminaba y fluctuaba como un fantasma. Era cierto, no había ni un soplo de viento.

—Estoy usando una analogía —dijo—. Creo que te suena bastante ese concepto.

Harold no respondió. Esperaba que el párroco interpretara su silencio como piadosa contemplación, cuando en realidad aquel joven acababa de erradicar cualquier retazo de fe que tuviera el niño. Porque no se podían negar los hechos naturales. Con niebla no había viento. Y no podían volar las cometas.

Regresaron a casa. Su hermana, Gertrude, estaba sentada en el salón, haciendo prácticas de lectura. Sólo llevaba un mes con el ojo de cristal.

La señora Hardy le preparó un té al párroco, que tenía unos veinticinco años, el pelo negro y los dedos finos.

—Como he intentado explicarle a su hijo —dijo el párroco—, la fe hay que cultivarla con tanta tenacidad como cualquier ciencia. No debemos dejar que nos la quiten a golpe de razonamientos. La naturaleza es parte del milagro de Dios, y cuando exploramos sus dominios, debe ser con intención de comprender mejor Su gloria.

—Harold es muy bueno en matemáticas —dijo su madre—. A los tres años ya era capaz de escribir cifras de varios millones.

—Para calcular la magnitud de la gloria de Dios, o la intensidad de los tormentos del infierno, hay que escribir cifras mucho mayores que ésas.

—¿Como cuánto?

—Mayores de lo que podrías averiguar en un millón de vidas.

—Eso no es mucho, matemáticamente hablando —dijo Harold—. Nada es muy grande cuando te paras a pensar en el infinito.

El párroco se sirvió un trozo de bizcocho. A pesar de su aspecto demacrado, comía con fruición, lo que llevó a preguntarse a la señora Hardy si tendría la solitaria.

—Su niño tiene talento —dijo después de tragar—. Pero también es un insolente. —Entonces se volvió hacia Harold y añadió—: Dios es el infinito.

Ese domingo, como todos los domingos, los señores Hardy llevaron a Harold y Gertrude a la iglesia. Eran creyentes, y además el señor Hardy era el tesorero de Cranleigh School; tenía su importancia que los padres de los alumnos lo viesen en los bancos. Para distraerse del canturreo del sermón del párroco, Harold descompuso los números de los himnos en sus factores primos. 68 daba 17 × 2 x 2, 345 daba 23 × 5 × 3. En la pizarra que tenía tras los ojos, escribió los primos, y trató de ver si su orden seguía alguna lógica: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19… Parecía que no. Sin embargo, debía haber un orden, porque los números, por su propia naturaleza, conferían orden. Los números suponían orden. Aunque ese orden fuese oculto, invisible.

La pregunta era fácil de exponer. Pero eso no significaba que también lo fuese hallar la respuesta. Como iba aprendiendo rápidamente, a menudo los teoremas más fáciles de enunciar eran los más difíciles de demostrar. Por ejemplo, el Último Teorema de Fermat, que afirmaba que la ecuación x
n
+ y
n
= z
n
no tenía soluciones enteras positivas para n mayor que 2. Te podías pasar el resto de tu vida probando números para esa ecuación y demostrar que, para el primer millón de enes, ni una sola n contradecía la regla (quizá si vivieras un millón de vidas, podrías demostrar que para el primer billón de enes tampoco la contradecía ninguna); no obstante, no habrías demostrado nada. Porque ¿quién se atrevería a decir que a lo largo de la fila infinita de números, más allá de la magnitud de la gloria de Dios y de la intensidad de los tormentos del infierno, no existía esa n que contradecía la regla? ¿Quién se atrevería a decir que no existía un número infinito de enes que contradecía la regla? Hacía falta una demostración, inmutable, irrefutable. Así que, en cuanto te parabas a mirar un poco, ¡las matemáticas resultaban muy complicadas!

Le seguían preocupando los primos. Hasta 100 (contó) había 25 ¿Cuántos habría hasta 1.000? Volvió a contar (168) pero le llevó mucho tiempo. En Cranleigh había reproducido por su cuenta la demostración asombrosamente sencilla de Euclides de que había un número infinito de primos. Sin embargo, cuando le preguntó a su profesor de matemáticas de Winchester si existía una fórmula para calcular el número de primos hasta un número n dado, el profesor no lo sabía. Incluso en Trinity, sede de matemáticos ingleses, parecía que no lo sabía nadie. Curioseó un poco, y al final consiguió averiguar gracias a Love (uno de sus compañeros de Trinity) que, en efecto, el matemático alemán Karl Gauss había publicado aquella fórmula en 1792, cuando tenía quince años, pero había sido incapaz de aportar una demostración. Más tarde, le dijo Love, otro alemán, Riemann, había demostrado la validez de la fórmula, aunque Love no tenía muy claros los detalles. Lo que sí sabía era que la fórmula no era exacta. Inevitablemente sobrestimaba el número de primos. Por ejemplo, si contabas los primos existentes entre 1 y 2.000.000, descubrías que había 148.933. Pero si incluías el número 2.000.000 en la fórmula, te decía que la cifra era 149.055. Y, en ese caso, la fórmula sobrepasaba el total en 122.

Hardy quería aprender más. ¿Habría algún medio, como mínimo, de mejorar la fórmula de Gauss? ¿De reducir el margen de error? Pero, ay, como estaba descubriendo, Cambridge no estaba muy interesado en semejantes cuestiones, que pertenecían al ámbito bastante desacreditado de las matemáticas puras. En cambio, hacía hincapié en las matemáticas aplicadas: la trayectoria de los planetas girando a toda velocidad por el espacio, las predicciones astronómicas, la óptica, las olas y las mareas. Newton destacaba como una especie de dios. Siglo y medio antes, había emprendido una feroz contienda con Gottfried Leibniz, en el curso de la cual había descubierto el cálculo, y aunque en América y en el continente se había aceptado hacía tiempo que Leibniz lo había descubierto primero, pero que Newton lo había hecho por su cuenta, en Cambridge la disputa seguía siendo tan amarga como en un principio. Negar la afirmación de Newton de haberse anticipado se consideraba un sacrilegio; así de firme era la lealtad de la universidad a su famoso hijo, que incluso a principios de este nuevo siglo obligaba a sus estudiantes de matemáticas, cuando se dedicaban al cálculo, a utilizar su anticuada notación de puntos, su vocabulario de fluxiones y fluones, en vez del sistema bastante más sencillo (derivado de Leibniz) que se había privilegiado en el resto de Europa. ¿Y eso por qué? Pues porque Leibniz era alemán y Newton inglés, e Inglaterra era Inglaterra. Por lo visto, el patriotismo importaba más que la verdad, incluso en el campo en que se suponía que la verdad era absoluta.

Era todo muy descorazonador. Entre sus amigos, Hardy se preguntaba en voz alta si debería haber ido a Oxford. Se preguntaba si debía abandonar completamente las matemáticas y pasarse a la historia. En Winchester había escrito un artículo sobre Harold, el hijo de Godwin, cuya muerte en 1066 en la batalla de Hastings se ilustraba en los tapices de Bayeux. El tema del artículo era el complejo asunto de la promesa de Harold a Guillermo el Conquistador de no aspirar al trono, aunque lo que en realidad fascinaba a Hardy era que, durante la batalla, a Harold le hubieran disparado una flecha en el ojo. Al fin y al cabo, eso había sido pocos años después del accidente de Gertrude, y tenía una obsesión morbosa con que a alguien le sacaran los ojos. Por supuesto, también contaba la coincidencia del nombre. En cualquier caso, a Fearon, su director, le gustó lo suficiente el artículo como para pasárselo a los examinadores de Cambridge, uno de los cuales le dijo más tarde a Hardy que podía haber obtenido una beca en historia o en matemáticas con la misma facilidad. Y él, en el fondo, lo tuvo en cuenta durante sus años de estudiante.

Sus dos primeros años en Cambridge, llevó una vida escindida. Por un lado estaba el
tripos
de matemáticas. Por el otro, los Apóstoles. El primero era un examen, los segundos una sociedad. Sólo unos pocos miembros de esa sociedad pasaban ese examen; sin embargo, la vida que llevaban en las habitaciones donde tenían sus reuniones socavaba sus propios cimientos.

Primero los Apóstoles. La elección era totalmente secreta y, una vez «nacido», al «embrión», tal como se le denominaba, se le hacía jurar que nunca hablaría de la Sociedad a los extraños. Las reuniones tenían lugar los sábados por la noche. Como miembro activo (y en calidad de «hermano»), estabas obligado a asistir a todas las reuniones del curso mientras residieras allí. Andando el tiempo, a los miembros les «salían alas» y se convertían en un «ángel», y a partir de ese momento sólo asistían a las reuniones que les apetecieran.

Hardy había sido nombrado miembro de la Sociedad en 1898. Era el número 233. Su protector o «padre» era el filósofo G. E. Moore (nº. 229). En aquel entonces los miembros activos de la Sociedad, además de Moore, eran R. C. y G. M. Trevelyan (nº. 226 y 230), Ralph Wedgwood (nº. 227), Eddie Marsh (nº. 228), Desmond McCarthy (nº. 231) y Austin Smyth (nº. 232). Los ángeles que solían acudir más a las reuniones eran O. B. (nº. 142), Goldie Dickinson (nº. 209), Jack McTaggart (nº. 212), Alfred North Whitehead (nº. 208) y Bertrand Russell (nº. 224), al que le habían salido alas sólo un año antes. Casi todos eran o de King's o de Trinity, y entre ellos solamente dos (Whitehead y Russell) habían hecho el
tripos
de matemáticas.

¿Y qué era el
tripos
de matemáticas? En esencia, era el examen que estaban obligados a realizar todos los estudiantes de matemáticas de Cambridge, y así había sido desde finales del siglo dieciocho. El término en concreto se refería al taburete de tres patas en el que, en los viejos tiempos, se sentaban los aspirantes mientras ellos y sus examinadores «discutían» sobre temas de lógica. Pero ya había pasado siglo y medio y el
tripos
seguía sirviendo para examinarse de las matemáticas aplicadas que estaban en boga en 1782. A los que obtenían las notas más altas en el examen se les seguía clasificando como
wranglers
; y luego según su nota, siendo el
senior wrangler
el que hubiera obtenido la mejor. Después de los
wranglers
venían los
senior optimes
y los
junior optimes
. La lectura ritual de los nombres y las notas (la lista de honores) tenía lugar todos los años con mucha ceremonia en el Rectorado el segundo martes de junio. Para tener algún futuro en matemáticas en Cambridge, debías estar entre los diez primeros
wranglers
. Que te nombraran
senior wrangler
te garantizaba un cargo docente o, si no querías seguir una carrera académica, un lucrativo puesto en el gobierno o la justicia. Whitehead había sido el cuarto
wrangler
de su año. Russell, el séptimo.

El
tripos
tenía algo de acontecimiento deportivo. Lo precedían las apuestas y lo seguían las juergas. La tercera semana de junio nadie de Cambridge era más famoso que el
senior wrangler
, cuya fotografía comercializaban tanto los vendedores ambulantes como los de periódicos, y a quien perseguían por las calles los estudiantes aspirantes y las chicas, pidiéndole autógrafos. A partir de los años ochenta del siglo diecinueve, se permitió a las chicas realizar el examen, aunque su nota no contaba, y cuando en 1890 una mujer logró ser
senior wrangler
, nada menos que el New York Times informó de su asombrosa victoria.

A algunos, normalmente a los que no habían pasado por ello, el
tripos
les parecía bastante divertido. A O. B., por ejemplo. Historiador por afición y profesión, adoraba los fastos de cualquier tipo, y por consiguiente no entendía por qué Hardy se oponía con tanto empeño a lo que para él no era más que un poco de boato. En concreto (algo muy típico de él), le encantaba lo del «cuchara de madera». Todos los años el día de la licenciatura, cuando el pobre tipo que había conseguido la peor nota (el último de los
junior optimes
) se postraba ante el rector, sus amigos le bajaban del techo del Rectorado una enorme cuchara de metro y medio de largo, pintada con mucho esmero y adornada con el escudo del College, además de unos cuantos versos cómicos en griego de este jaez:

En Honores Matemáticos
nadie en su Gloria lo iguala.
Senior Wrangler, llora un poco,
¡no llevarás la cuchara!

El tipo se perdía entonces en la distancia, cargando con la cuchara, con todo el sentimiento y la calma de los que fuera capaz. El resto de su vida se le conocería como el «cuchara de madera» de ese año.

Una vez, en la hora de confraternización que seguía a las reuniones de los Apóstoles, O. B. le dijo a Hardy:

—¿Qué se supone que tiene que hacer con ella? ¿Revolver el té?

—¿Quién? —le preguntó Hardy.

—El «cuchara de madera».

A Hardy no le apetecía hablar del «cuchara de madera».

A esas alturas ya despreciaba el
tripos
, la preparación del cual le parecía una carga innecesaria que le apartaba de aquellos asuntos a los que hubiera preferido dedicar su energía, como los números primos. En su opinión, el
tripos
era un examen de arcaísmo. Para pasarlo, no sólo tenías que emplear el vocabulario anticuado de Newton, sino recitar también los lemas de sus
Principia Mathematica
sólo con que te dijeran sus números, como si fueran salmos. Puesto que pocos catedráticos daban clases de esas matemáticas, había surgido toda una industria casera de profesores particulares de
tripos
, con unos honorarios proporcionales al número de
senior wranglers
que hubieran «producido». Y estos profesores eran, en muchos aspectos, más famosos que sus colegas los catedráticos. Webb era el más conocido de todos, y fue a las clases de Webb adonde mandaron a Hardy.

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