—¿Y no se desdijo? —preguntó, resignado.
Cayo negó con la cabeza.
—Creo que lo pensó, pero cuando llegó el momento, se enfureció y no lo hizo. El cónsul lo había acusado también de otras cosas.
Arquímedes lo miró, con el entrecejo fruncido, y Cayo continuó con su explicación de mala gana.
—De prostituirse a los griegos. Al rey Hierón y a vos, entre otros. —A Arquímedes le subieron los colores de la rabia, pero Cayo prosiguió—: Acusaciones estúpidas, pero no tenía manera de rechazarlas, sólo podía enfadarse. De modo que al final no dijo ninguna mentira, y el cónsul lo sentenció a muerte. —Alargó el brazo hacia el estuche de la flauta y sacó de su interior algo más: un frasco del tamaño del puño de un niño, vacío—. Me alegré mucho de que tuviera esto —continuó, en voz baja—. Las legiones sabían que Marco era inocente… pero como la paliza era inevitable, el hecho de que nadie quisiera pegarle sólo significaría que iba a prolongarse más su agonía. Así que cuando fueron a buscarlo por la mañana a la tienda donde lo tenían retenido, estaba ya muerto. Tenía esto con él, esto y la flauta. Vuestros regalos, ¿no?
Arquímedes negó con la cabeza.
—Sólo la flauta —dijo sobriamente—. Lo otro era de parte de Hierón. Me explicó que se lo había dado a Marco, por si acaso.
Cayo lo miró, sorprendido, y luego acarició con el dedo la parte superior del frasco.
—¿Un regalo del rey de Siracusa? Entonces estoy en deuda con él. Pero no comprendo de qué conocía el rey a mi hermano, ni por qué le importaba.
—Lo conocía a través de mí —replicó Arquímedes—. Y quería que Marco regresara a Siracusa después de la guerra para que fuera su intérprete de latín. Habría sido un buen puesto, y él lo habría hecho muy bien. Hierón me lo contó. Tus noticias le dolerán también. —Se puso en pie, sujetando cuidadosamente entre ambas manos el estuche de la flauta—. Es una pérdida, y nada más que una pérdida. No sé lo que tu pueblo acabará haciéndole al mundo.
Cayo se incorporó también e inclinó la cabeza en un gesto que no era ni de negación ni de aceptación.
—Marco era romano. Os pediría, señor, que recordarais eso. Pero no quiero pelearme con vos. Os estoy agradecido por vuestra amabilidad conmigo, y también por la que le dispensasteis a mi hermano mientras vivió. Os admiraba mucho.
Arquímedes movió la cabeza, enfadado.
—No me di cuenta de lo excepcional que era hasta que fue demasiado tarde. Tengo muchos motivos por los que sentirme culpable. Espero que te sirva de algún consuelo saber que incluso siendo esclavo se ganó el respeto de todos los que lo rodeaban.
Dudó, intentando pensar si había algo más que debiese decir, pero luego se percató de que los visitantes tenían una larga caminata hasta su campamento y les ofreció un poco de vino.
Ellos le dieron las gracias y aceptaron la invitación. Cuando se disponían a salir, Fabio señaló la caja que estaba en el centro de la habitación y preguntó:
—¿Qué es esa máquina? ¿Un nuevo tipo de catapulta?
—¡Que los dioses y los héroes lo prohíban! —exclamó Arquímedes con vehemencia.
Nunca en su vida había estado tan harto de nada como de las catapultas. Había perdido la cuenta de cuántas había construido: de un talento, de dos, de tres, de tres y medio y de cuatro. Y lanzadoras de flechas, con alcances particularmente largos y saetas particularmente grandes. Los trabajos de defensa de las murallas se habían convertido casi en un alivio. Las desagradables sorpresitas que él y Calipo habían inventado para cualquier máquina de asalto que se acercara a la muralla habían sido como la comedia añadida al final de un ciclo de tragedias en el teatro. En el caso de que continuara la guerra, había una larga lista de cosas que podían fabricarse, con tiempo y suministros, y se sentía infinitamente contento de haberse librado de ellas… al menos de momento. Su alivio por el tratado de paz había sido tan grande como el de cualquier ciudadano.
—Es un aulos de agua —le explicó, feliz, a Fabio—. O lo será, cuando lo termine.
—¿Un qué? —preguntó el romano, confuso.
Los ojos de Arquímedes se iluminaron.
—Un aulos de agua. Mira, se llena el depósito de agua y se introduce en él esta semiesfera. —Desenganchó la jofaina con agujeros de la esquina del depósito y la colocó, boca abajo, en la cisterna vacía—. Y aquí tenemos una tubería que desciende por esta abertura, y otra que sale de aquí, que queda cerrada a menos que se presionen las teclas que abren las válvulas… las válvulas son la parte más importante… y se bombee el aire hacia el interior con la ayuda de los fuelles. El agua ejerce presión sobre el aire, de modo que cuando se libera por las tuberías, produce un buen volumen de sonido. —Devolvió la jofaina a la esquina del tanque—. Estoy esperando que el taller de bronce me mande las tuberías.
—Pero ¿para qué sirve?
—¡Es un instrumento musical! —dijo, sorprendido—. Ya te he dicho que era un aulos de agua. Es para mi esposa.
—¡Un instrumento musical! —exclamó Fabio, y sacudió la cabeza, desconcertado—. ¡De modo que la paz ha reducido al mayor de los ingenieros de catapultas a fabricar flautas para que las mujeres se entretengan!
Arquímedes lo miró un instante, perplejo, y enrojeció.
—¿Reducido? —repitió, furioso—. ¡Las catapultas son estúpidas, pedazos de madera malditos que lanzan piedras para matar gente! ¡Espero no tener que tocar nunca más en mi vida uno de esos repugnantes aparatos! Esto cantará a la gloria de Apolo y de las musas con una voz parecida al oro. Esto es tan superior a una catapulta como… como… —tartamudeó, en busca de una comparación, hasta que señaló el ábaco con un gesto de impaciencia—¡como esto lo es a un cerdo!
—¡Pues tampoco sé lo que es eso, señor! —dijo Fabio, divertido.
—Un cálculo de la relación entre los volúmenes de un cilindro y una esfera circunscrita en él —respondió con fría exactitud. Se volvió hacia el ábaco y lo miró de reojo—. O un intento de calcularlo, da lo mismo.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntó Fabio, acercándose a observar los garabatos en la arena: esferas y cilindros designados con letras por todas partes, por los lados, en las curvas, en las líneas rectas, en las figuras en equilibrio y sin equilibrio. «¡Tanta inteligencia —pensó—, desperdiciada en el aire!»—No es necesario que sirva para algo —declaró Arquímedes, sin apartar la vista de su diagrama. En su mente, un círculo giraba en el interior de un cilindro hasta formar la esfera perfecta, más perfecta que nada en el mundo—. Simplemente, existe. —Estudió sus cálculos y vio que no lo llevarían a ninguna parte. Buscó un palo y, con cuidado, borró el callejón sin salida.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Cayo en latín. Fabio no le había traducido nada. Había oído palabras como «válvula», pero no tenía ni idea de lo que significaba y sospechaba que ni siquiera existía en latín.
—La caja que hay en medio de la habitación forma parte de un instrumento musical —explicó Fabio—. Le he dicho que pasar de las catapultas a eso era un triste descenso de categoría y se lo ha tomado como una ofensa. Ha asegurado que la música es más noble que la guerra, y que esto —añadió, con un gesto en dirección a la caja de arena—es más noble que cualquier cosa.
Cuando el callejón sin salida desapareció de la arena, Arquímedes vio de repente en el círculo giratorio el camino hacia la verdad. Sin aliento, enganchó el taburete con el pie y cogió su compás.
—Sólo un momento —les dijo a los visitantes—. Acabo de ver una cosa. Pasad a la casa y tomad algo de beber. Voy dentro de un minuto.
Los otros lo miraron, sorprendidos, pero él se había olvidado ya de su presencia. El compás trazó sus cálculos exactos en la fina arena, y el rostro que los seguía se mostró ensimismado, intenso, feliz. Por primera vez en su vida, Fabio sintió que se tambaleaban las bases de sus propias creencias. Aquella mente no estaba llena de aire. La estancia, silenciosa de pronto, estaba inundada de algo que le erizaba el vello de los brazos, algo que existía, pero que no le servía para nada al ser humano. Su perspectiva se alteró de manera vertiginosa y se preguntó de qué le servía él al universo. Asustado, agachó la cabeza y dio media vuelta para irse.
Cuando un par de horas más tarde Delia entró en el taller, encontró a Arquímedes sentado en el suelo, con la cabeza apoyada en el taburete y observando con orgullo el ábaco.
—¿Querido? —le dijo con ternura.
Él se enderezó y la miró radiante.
—¡Son tres mitades! —anunció.
Ella se aproximó y se arrodilló a su lado, pasándole el brazo por los hombros. Llevaban casados desde enero y Delia empezaba a tener la sensación de que acabaría dominando la gestión de sus propiedades, pero que jamás sería capaz de comprender la geometría.
—¿La razón? —preguntó, tratando de interesarse por el tema.
Él asintió con la cabeza y extendió la mano hacia aquel laberinto de cálculos.
—Todo cuadra perfectamente —dijo, maravillado—. Un número racional, después de todo, exacto… ¡perfecto!
Estaba tan feliz que ella no quería interrumpirlo. Pero pasado un rato, dijo:
—Me he enterado de que han venido a visitarnos dos romanos. ¿Qué querían?
La felicidad se desvaneció. Arquímedes miró alarmado a su alrededor.
—¡Por Apolo! Les he dicho que me reuniría con ellos enseguida. ¿Están…?
—Se han ido hace un rato —dijo Delia, seria—. Melias me ha contado que han estado hablando contigo, y que luego te has concentrado en el ábaco, así que les ha ofrecido algo de beber y se han marchado. ¿Qué querían?
Él se lo explicó, muy triste, y le enseñó la maltrecha flauta.
—Aunque, en realidad, lo que Cayo quería era saber cosas sobre su hermano —concluyó—. Me ha gustado. Es como Marco, muy directo y con sentido del honor. El otro, Fabio, es un romano auténtico. ¡Piensa que pasar de las catapultas a la música es un retroceso! —Frotó con rabia un punto desgastado de la lengüeta—. Marco me contó en una ocasión que los romanos no consideran que la música sea algo que merezca la pena estudiar en serio. Decía que su padre le habría pegado si le hubiera dicho que quería aprender a tocar la flauta. Sin embargo, él quería aprender de todos modos, pero no le dieron la oportunidad.
Ella volvió a rodearlo con el brazo, recordando al esclavo sentado en el jardín a oscuras, escuchando la música. Apenas recordaba su cara, pero lamentaba que hubiese muerto. Lo sentía sobre todo por Arquímedes, pero también un poco por el esclavo.
—Ruego para que la tierra sea ligera sobre él —dijo.
Arquímedes se giró hacia ella, la abrazó y la besó, y la mantuvo así, percibiendo sus formas y su calor junto al pecho, el consuelo de su dolor. Cuando le pidió su mano a Hierón, no sabía que fuera posible sentir por una mujer lo que sentía en esos momentos. Delia lo había asombrado desde el primer día de su matrimonio, y le parecía que era buenísima en todo en lo que él era malísimo. Como la segunda pierna de un compás o la segunda flauta de una pareja, lo completaba.
Incluso con la guerra, incluso con el sitio de la ciudad, incluso con las catapultas, habían sido felices.
Pensó dolorosamente en la muerte de Marco; en su cuerpo incinerado y en el humo al elevarse desde la pira funeraria hacia el cielo que cubría Siracusa. Quizá lo viera y no supiese qué era. Había reparado muy poco en la presencia de Marco mientras estuvo con vida.
Marco había hecho todo lo posible para cumplir con honor sus obligaciones, y había muerto con sus contradicciones y sin quejarse. Él, que no era en absoluto un hombre mejor, lo tenía todo para sentirse dichoso. ¿Qué cálculos serían los que lograrían que esas figuras encontraran el equilibrio? Arquímedes suspiró y bajó la vista para contemplar el pequeño acertijo que acababa de solucionar, la razón matemática perfecta, reducida ya en sus estimaciones.
Y aun así, la razón seguía siendo perfecta. Perfecta, y conocida. Descansaba en su mente, sin necesidad de ser utilizada; bastaba con su existencia. Como el alma. Pero a diferencia del alma, comprendida.
Texto. Arquímedes de Siracusa está reconocido generalmente como el mayor matemático e ingeniero de la antigüedad. Existen muchas anécdotas sobre su persona, pero pocos hechos demostrados. La fecha que suele aceptarse como la de su nacimiento, 287 a.C, se obtiene a partir del supuesto de que tenía setenta y cinco años de edad en el momento de su muerte, en 212. Por el mismo Arquímedes sabemos que su padre era astrónomo y que se llamaba Fidias, pues en su monografía
El arenario
alude a uno de los cálculos de su padre. Cicerón se refiere a Arquímedes como una persona de origen humilde, pero Plutarco dice que era pariente del rey Hierón. Se desconoce con quién se casó, pero es muy posible que su esposa estuviera emparentada con el rey. Sabemos que estaba casado con alguien (su «familia» recibió buen trato después de la conquista romana de Siracusa), y ya que los griegos consideraban que era de mala educación referirse a una mujer respetable por su nombre, no podemos pretender que la relación quedara documentada.
Para los que tienen algunos conocimientos sobre historia clásica, debo subrayar que este libro se sitúa en el año 264 a.C, durante la Primera Guerra Púnica, y no en 212, durante la Segunda, cuando se produjo el más célebre sitio de Siracusa. En 264, Roma carecía de armada e iniciaba su expansión, aunque estaba ya reconocida como una potencia formidable. No me he ceñido al relato romano convencional de la guerra, proporcionado por Polibio. El mismo Polibio revela que existía una versión de los rivales griegos. Los historiadores modernos especializados en ese periodo intentan reconstruir una versión de los acontecimientos que tenga en cuenta lo que dijeron ambos bandos, y yo he seguido su ejemplo.
No soy, pobre de mí, geómetra. Al llevar a cabo la investigación para este libro he tenido que pelearme con algunas obras de Arquímedes, aunque la mayoría de las veces no tenía la menor idea de lo que él trataba de decir. He intentado, sin embargo, reflejar el tipo de cálculos que lo ocupaban. También he procurado representar con precisión los logros de los ingenieros griegos de aquella época. Todas las máquinas que aparecen en este libro son reales. El aulos de agua (u órgano) dio su nombre al campo de la ciencia hidráulica; su inventor, Ktesibios de Alejandría, descubrió también el neumático. La artillería griega era en realidad tan potente como la he descrito; de hecho, he pecado de cauta al describir el tamaño de algunas catapultas grandes. (La gente de aquella época tendía a la exageración.) También me he mostrado cautelosa en mi relato sobre la demostración en que Arquímedes mueve un barco. Existen de ello tres versiones antiguas. En una utiliza una especie de palanca; en otra, una máquina denominada barulkos, construida con carretes y ruedas dentadas, y en la tercera, el sistema de las poleas compuestas, que me ha parecido el más creíble. Pero en todas las versiones, el barco es más grande («el mayor mercante de la flota del rey») y es arrastrado con la carga completa. Pensé que eso era bastante improbable… a pesar de que hay pocas cosas que cuestionaría sobre Arquímedes. Fue también el inventor de un tipo de cálculo integral que no tuvo repercusión en el mundo antiguo porque apareció dos mil años antes de tiempo.