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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (16 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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—Verducho —dijo Minho—, si crees que has sido valiente por salir aquí, escúchame bien: eres el fuco cara fuco más fuco que he visto en mi vida. Estás muerto, como nosotros.

Thomas notó cómo la cara se le calentaba. Esperaba al menos un poco de gratitud.

—No podía quedarme allí sentado y dejaros aquí fuera.

—¿Y qué vas a hacer ahora para ayudarnos? —Minho puso los ojos en blanco—. Como tú quieras, tío. Rompe la Norma Número Uno, suicídate, me da igual.

—De nada. Sólo trataba de echar una mano —Thomas se sentía como si le hubieran pegado una patada en la cara.

Minho forzó una risa amarga y luego se arrodilló junto a Alby. Thomas se fijó mejor en el chico que estaba en el suelo y se dio cuenta de lo mal que se hallaban las cosas. Alby parecía encontrarse al borde de la muerte. Su piel morena perdía el color por momentos y el joven respiraba rápido y de forma superficial. La esperanza abandonó a Thomas.

—No quiero hablar de esto —dijo Minho mientras comprobaba el pulso de Alby y se inclinaba para auscultarle el pecho—. Digamos que los laceradores no se toman demasiado bien la muerte.

Aquella afirmación cogió a Thomas por sorpresa.

—Así que le han… ¿mordido? O picado, da igual. ¿Va a pasar por el Cambio?

—Tienes mucho que aprender —fue todo lo que dijo Minho.

Thomas quiso gritar. Sabía que le quedaba mucho por aprender, por eso hacía preguntas.

—¿Va a morirse? —se obligó a decir antes de avergonzarse por lo vacío y superficial que sonaba.

—Puesto que no hemos conseguido volver antes de la puesta de sol, probablemente. Podría morir en una hora. No sé cuánto se tarda si no te dan el Suero. Por supuesto, nosotros también moriremos, así que no te pongas a llorar por él. Sí, todos estaremos muertos bien pronto —lo dijo con tanta naturalidad que Thomas apenas pudo procesar el significado de sus palabras. Pero enseguida la espantosa realidad de la situación caló en Thomas y sintió como si sus entrañas comenzaran a pudrirse.

—¿De verdad vamos a morir? —preguntó, incapaz de aceptarlo—. ¿Me estás diciendo que no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir?

—Ninguna.

Thomas estaba harto de la constante negatividad de Minho.

—¡Venga ya! Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Cuántos laceradores nos atacarán a la vez?

Se asomó por el pasillo que se adentraba en el Laberinto, como si esperara que las criaturas llegaran en aquel momento, atraídas por el sonido de su nombre.

—No lo sé.

Una idea asaltó la mente de Thomas y le dio esperanza.

—Pero… ¿y qué hay de Ben? ¿Y de Gally, y de los demás a los que picaron y sobrevivieron?

Minho le miró de una forma que expresaba que era más tonto que una clonc de vaca.

—¿No me has oído? Consiguieron regresar antes de la puesta de sol, imbécil. Al volver, les dieron el Suero. A todos.

Thomas se preguntó por el suero que había mencionado Minho, pero antes tenía muchos más interrogantes que responder:

—Pero yo creía que los laceradores sólo salían de noche.

—Pues estabas equivocado, pingajo. Siempre salen de noche, pero eso no significa que no aparezcan nunca de día.

Thomas no quería dejarse llevar por la desesperanza de Minho. No quería rendirse ni morir todavía.

—¿Alguna vez han atrapado de noche a alguien fuera de los muros y este ha vivido para contarlo?

—Nunca.

Thomas frunció el entrecejo; deseaba encontrar una pizca de esperanza.

—¿Cuántos han muerto, entonces?

Minho clavó la vista en el suelo, agachado con un antebrazo sobre la rodilla. Era evidente que estaba agotado, casi aturdido.

—Al menos, doce. ¿No has estado en el cementerio?

—Sí.

«Así es como mueren», pensó.

—Bueno, esos sólo son los que hemos encontrado. Hay más cuyos cuerpos nunca aparecieron —Minho señaló distraídamente hacia el Claro cerrado—. Ese puñetero cementerio está en el bosque por un motivo. Nada mata mejor el tiempo que recordar cada día a tus amigos asesinados brutalmente —Minho se levantó, cogió a Alby por los brazos y luego señaló con la cabeza sus pies—. Coge esos mamones apestosos. Le tenemos que llevar hasta la puerta. Les dejaremos un cuerpo para que lo encuentren con facilidad por la mañana.

Thomas no se podía creer lo morbosa que era aquella afirmación.

—¿Cómo puede estar ocurriendo una cosa así? —gritó a las paredes a la vez que giraba en círculo. Se sintió a punto de perder el control definitivamente.

—Deja de lloriquear. Deberías haber seguido las normas y haberte quedado dentro. Ahora, venga, cógele de las piernas.

Con una mueca de dolor por un retortijón de tripas, Thomas se acercó y levantó los pies de Alby como le habían dicho. Llevaron medio a rastras el cuerpo inerte unos tres metros hasta la grieta vertical de la puerta, donde Minho apoyó a Alby contra la pared en una posición en la que casi estaba sentado. El pecho de Alby subía y bajaba, esforzándose por respirar, y su piel estaba empapada en sudor; parecía que no iba a durar mucho más.

—¿Dónde le han mordido? —preguntó Thomas—. ¿Puedes verlo?

—No te muerden. Los jodidos te pican. Y no, no puedes verlo. Podría tener montones de picotazos por todo el cuerpo —Minho cruzó los brazos y se apoyó en el muro.

Por alguna razón, Thomas pensó que la palabra «picar» sonaba mucho peor que «morder».

—¿Te pican? ¿Qué significa eso?

—Tío, tendrás que verlos para saber de lo que estoy hablando.

Thomas señaló los brazos de Minho y, luego, sus piernas.

—Bueno, ¿y por qué esa cosa no te ha picado a ti?

Minho extendió las manos.

—Quizá sí lo haya hecho. Quizá me desplome en cualquier momento.

—Ellos… —empezó a decir Thomas, pero no sabía cómo terminar la frase. No sabía si Minho lo había dicho en serio.

—No existe ningún «ellos», sólo el que creíamos que estaba muerto. Se volvió loco y picó a Alby, pero luego salió corriendo —Minho volvió la vista hacia el Laberinto, que estaba a oscuras casi por completo porque se había hecho de noche—. Pero estoy segurísimo de que no tardará en estar aquí con un puñado de los otros para liquidarnos con sus agujas.

—¿Sus agujas? —a Thomas las cosas le sonaban cada vez más alarmantes.

—Sí, agujas —no dio más detalles y, por la cara que puso, tampoco pensaba hacerlo.

Thomas levantó la vista hacia los enormes muros cubiertos de enredaderas. La desesperación por fin le había puesto en modo «resolver problemas».

—¿No podemos trepar por esta cosa? —miró a Minho, que no dijo ni una palabra—. Por las enredaderas, ¿no podemos subir por ellas?

Minho dejó escapar un suspiro de frustración.

—Te lo juro, verducho, debes de creer que somos un hatajo de subnormales. ¿De veras piensas que nunca hemos tenido la ingeniosa idea de subir por las putas paredes?

Por primera vez, Thomas notó que poco a poco le invadía la ira para competir con el miedo y el pánico.

—Sólo intento ayudar, tío. ¿Por qué no dejas de poner pegas a todo lo que digo y hablas conmigo?

Minho saltó bruscamente sobre Thomas y le agarró por la camiseta.

—¡No lo entiendes, cara fuco! ¡Tú no sabes nada y lo único que haces es empeorarlo intentando tener esperanza! Estamos muertos, ¿me oyes? ¡Muertos!

Thomas no supo qué sintió con más fuerza en aquellos momentos, si enfado con Minho o lástima por él. Se estaba rindiendo con demasiada facilidad. Minho bajó la vista hacia sus manos, que agarraban con firmeza la camiseta de Thomas, y la vergüenza le atravesó el rostro. Le soltó despacio y retrocedió. Thomas se recolocó la ropa con actitud desafiante.

—Jo, tío —susurró Minho; luego se dejó caer en el suelo y hundió la cara en sus puños apretados—. Nunca he estado tan asustado, macho. No como ahora.

Thomas quiso decir algo, que madurara, que pensara, que le contara todo lo que sabía. ¡Algo! Abrió la boca para hablar, pero la cerró enseguida cuando oyó el
ruido.
Minho asomó la cabeza y miró por uno de los oscuros pasillos de piedra. Thomas notó cómo se le aceleraba su propia respiración.

Aquel sonido grave e inquietante venía de lo más profundo del Laberinto. Era un zumbido constante que emitía un timbre metálico cada pocos segundos, como cuchillos afilados rozando unos contra otros. Cada vez se oía más alto y, entonces, surgieron unos chasquidos sobrecogedores. Thomas se imaginó unas largas uñas dando golpecitos contra un cristal. Un gemido ahogado llenó el aire y luego sonó algo que parecía el ruido de unas cadenas.

En conjunto, todo era horroroso, y la pequeña cantidad de valor que Thomas había conseguido reunir estaba empezando a desaparecer.

Minho se levantó; apenas veía su rostro bajo aquella luz mortecina. Pero, cuando habló, Thomas se imaginó que tenía los ojos abiertos de par en par por el terror:

—Tenemos que separarnos. Es nuestra única posibilidad de supervivencia. Sigue moviéndote. ¡No dejes de moverte!

Y entonces se dio la vuelta, echó a correr y desapareció en cuestión de segundos, engullido por el Laberinto y la oscuridad.

Capítulo 18

Thomas se quedó con la vista clavada en el sitio por donde Minho había desaparecido. Una repentina aversión hacia el chico creció en su interior. Minho era un veterano en aquel lugar, un corredor. Thomas era un novato, sólo llevaba unos días en el Claro y unos minutos en el Laberinto. Sin embargo, de los dos había sido Minho el que había perdido el control, el que se había dejado llevar por el pánico y había echado a correr ante el primer problema que se había presentado.

«¿Cómo ha podido dejarme aquí tirado? —pensó Thomas—. ¡Cómo ha podido!».

Los ruidos se intensificaron. El rugido de los motores se intercalaba con unos sonidos parecidos a los de una manivela enrollando las cadenas de un mecanismo de elevación en una vieja y mugrienta fábrica. Y entonces llegó el olor de algo muy caliente y grasiento. Thomas no tenía ni la más remota idea de lo que le esperaba; había visto un lacerador, pero sólo fugazmente y a través de una ventana sucia. ¿Qué le harían? ¿Cuánto tiempo duraría?

«Basta», se dijo a sí mismo. Tenía que dejar de perder el tiempo esperando a que llegaran y acabaran con su vida.

Se volvió para mirar a Alby, que aún seguía apoyado en la pared de piedra, y no vio más que un montón de sombra en la oscuridad. Se arrodilló en el suelo y buscó el cuello del joven para tomarle el pulso. Tenía algo. Escuchó los latidos de su pecho como Minho había hecho antes.

Pu-pum, pu-pum, pu-pum.

Todavía estaba vivo.

Thomas se echó hacia atrás sobre sus talones y se pasó el brazo por la frente para secarse el sudor. Y en ese preciso instante, en unos breves segundos, aprendió mucho de sí mismo. Sobre el Thomas que era antes. No podía dejar morir a un amigo. Ni siquiera a alguien tan gruñón como Alby.

Se agachó hasta casi quedar sentado para agarrarle por los brazos y pasárselos por detrás del cuello. Se echó el cuerpo desmayado a la espalda y empujó con las piernas, con un resoplido por el esfuerzo. Pero era demasiado. Ambos se cayeron, Thomas de bruces y Alby despatarrado a un lado, con un fuerte golpe.

Los espantosos sonidos de los laceradores se acercaban por segundos, retumbando en los muros de piedra del Laberinto. Thomas creyó ver unos destellos de luz a lo lejos que se reflejaban en el cielo nocturno. No quería encontrarse con la fuente de aquellas luces, de aquellos ruidos.

Probó de otra forma: volvió a agarrar a Alby de los brazos y empezó a arrastrarlo por el suelo. No podía creer lo que pesaba el chico y tan sólo tardó tres metros en darse cuenta de que no iba a funcionar. Además, ¿adonde iba a llevarlo?

Tiró de Alby para volver a colocarlo sentado, apoyado en la pared de piedra, en la grieta que marcaba la entrada al Claro. Thomas también se sentó con la espalda apoyada en el muro, jadeante por el esfuerzo, pensando. Mientras examinaba los oscuros recovecos del Laberinto, trataba de buscar en su mente una solución. Apenas veía nada y sabía, a pesar de lo que Minho había dicho, que sería una tontería echar a correr, incluso aunque pudiese cargar con Alby. No sólo estaba la posibilidad de perderse, sino que podía acabar corriendo en dirección a los laceradores en vez de huir de ellos.

Pensó en la pared, en la hiedra. Minho no se lo había explicado, pero, por lo que había dicho, parecía que era imposible subir por aquellos muros. Aun así…

Un plan fue cobrando forma en su mente. Todo dependía de las desconocidas aptitudes de los laceradores, pero era lo mejor que se le había ocurrido.

Thomas anduvo unos pasos por la pared hasta que encontró un buen montón de hiedra que cubría la mayor parte de roca. Cogió una de las enredaderas que iban hacia el suelo y se la enrolló en la mano. Era más densa y sólida de lo que había imaginado; quizá medía un centímetro de diámetro. Tiró y, con el sonido de un papel grueso rasgándose, la enredadera se despegó del muro; cada vez más, a medida que Thomas se alejaba de ella. Cuando ya había retrocedido tres metros, no alcanzó a ver el final de la enredadera que tenía encima; desaparecía en la oscuridad. Pero la planta trepadora aún no había caído, por lo que Thomas sabía que seguía enganchada ahí arriba por algún sitio.

Dudó al intentarlo, pero se armó de valor y tiró de la enredadera con todas sus fuerzas. Aguantaba. Volvió a tirar. Una y otra vez, estirando y soltando con ambas manos. Entonces levantó los pies, se colgó de la planta y su cuerpo se balanceó hacia delante. La enredadera resistía.

De inmediato, Thomas se agarró a otras enredaderas, las separó de la pared y creó una serie de cuerdas para trepar. Las probó todas y resultaron ser igual de fuertes que la primera. Animado, volvió a donde estaba Alby y le arrastró hacia las plantas.

Un fuerte chasquido se oyó en el interior del Laberinto, seguido de un horrible sonido de metal abollado. Thomas, sobresaltado, se dio la vuelta para mirar; estaba tan concentrado en las enredaderas que por un momento había dejado de pensar en los laceradores. Escudriñó las tres direcciones del Laberinto. No pudo ver nada que se estuviera acercando, pero los sonidos, los zumbidos, los crujidos y el repiqueteo cada vez eran más fuertes. Y el ambiente se había iluminado un poco; ahora podía distinguir más detalles del Laberinto que hacía tan sólo unos minutos.

Recordó las luces extrañas que había observado con Newt a través de la ventana del Claro. Los laceradores estaban cerca. Tenían que estarlo.

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