Read El Cortejo de la Princesa Leia Online
Authors: Dave Wolverton
Vieron muy pocos animales. Unos cuantos roedores bastante parecidos a los cerdos se escondieron entre la maleza en cuanto se acercaron a ellos, y se abrieron paso por entre el follaje a tal velocidad que Han se rió y dijo que debían tener unidades de hiperimpulsión en el trasero.
Avanzaron durante cuatro horas, y acabaron llegando al punto más alto de un paso de montaña donde las rocas se abrían paso a través de una delgada capa de hierba. Una vez allí descansaron un rato y contemplaron su destino, el halo de una ciudad iluminada. Unas nubes marrones habían aparecido en el cielo, y relámpagos de un púrpura azulado crujían y destellaban en la lejanía. El trueno se deslizó sobre las estribaciones de las montañas, y su estrépito casi parecía el rugir de unos cañones muy antiguos.
—Parece que se aproxima una tempestad —dijo Leia—. Será mejor que nos apresuremos a bajar de este risco y busquemos algún sitio donde refugiarnos.
Han estudió las nubes durante un momento, y un relámpago azul oscuro parpadeó de repente entre ellas con un resplandor estroboscópico.
—No es una tempestad —dijo—. Más bien parece una tormenta de polvo, o quizá de arena del desierto.
El que toda la tormenta estuviera concentrada en un solo lugar resultaba bastante extraño. Era como si un tornado gigante hubiera surgido del desierto y estuviera dejando caer todo su peso sobre las estribaciones de las montañas.
—Sí, bueno, pero sea lo que sea no quiero que me atrape —dijo Leia.
Empezaron a bajar por el risco con la gravilla chirriando bajo sus pies.
Han se sintió un poco más protegido en cuanto estuvieron debajo del dosel de los árboles. Decidieron acampar al lado de un tronco caído, entre un sinfín de peñascos que habían sido alisados gradualmente por un arroyo de montaña. El tamaño de los peñascos —muchos de ellos eran más altos que un hombre— proporcionaba un mudo testimonio de la ferocidad de las riadas que debían atravesar toda aquella zona durante la estación de las lluvias. Acampar allí no parecía muy prudente con una tormenta en camino, pero era un riesgo calculado. Los inmensos peñascos que se alzaban en todas direcciones a su alrededor hacían que Han experimentara una cierta sensación de seguridad. En caso de ser atacada, una persona podía esconderse con gran facilidad.
Desplegaron sus tiendas, consumieron una cena ligera sacada de sus mochilas y esterilizaron un poco de agua.
—Tú y Chewie haréis la primera guardia —dijo Han, y le arrojó un rifle desintegrador a Cetrespeó. El androide estuvo a punto de no lograr coger el arma y la sujetó como si no supiera qué hacer con ella.
—Pero usted ya sabe que mi programación no me permite dañar a un organismo vivo, señor —dijo.
—Si ves algo, dispara junto a sus pies y haz el máximo ruido posible —dijo Han.
Después se fue a dormir. Había planeado acostarse sobre su colchón neumático y pensar un rato, pero estaba tan cansado que su mente se hundió en un abismo de negrura apenas hubo cerrado los ojos.
Despertó cuando le parecía que sólo habían transcurrido unos momentos al oír disparos de rifle desintegrador que hacían añicos las rocas y los alaridos de Cetrespeó.
—¡Eh, general Solo, le necesito! —estaba gritando frenéticamente el androide—. ¡Despieeeeerte! ¡Le necesito!
Han cogió su desintegrador y salió de la tienda justo cuando Leia salía de la suya. Algo muy grande y metálico crujió. Había un caminante imperial del modelo biplaza conocido como explorador a una docena de metros. Estaba posado sobre una roca como un gran pájaro de acero de largas patas, y sus dos desintegradores gemelos apuntaban a Han y Leia. Han se preguntó cómo demonios habría conseguido llegar hasta allí sin ser detectado por el androide, pero se olvidó enseguida del enigma.
El piloto y su artillero les observaban desde el otro lado de la lámina de transpariacero, con los rostros visibles gracias a la débil claridad verdosa de los paneles de control. El piloto alzó un micrófono.
—¡Eh, vosotros dos! —gritó con una voz ronca y gutural—. ¡Tirad las armas y poned las manos encima de la cabeza!
Han tragó saliva y miró a su alrededor. No había ni rastro de Chewbacca y su arco de energía.
—¿Hay alguna clase de problema? —preguntó—. Hemos salido a pescar. Tengo una licencia.
El piloto y el artillero se miraron el uno al otro, y esa fracción de segundo bastó. Han agarró a Leia del brazo y tiró de ella mientras saltaba detrás de un peñasco y disparaba contra la ventanilla de transpariacero, esperando que el rayo de su desintegrador la atravesaría y acertaría al piloto o, por lo menos, que cegaría al artillero durante unos momentos. El disparo rebotó en la ventanilla. Su pequeño desintegrador manual no tenía la potencia de fuego que Han necesitaba en aquellas circunstancias, y un instante después se dio cuenta de que se había dejado las granadas en la tienda. Han y Leia se agazaparon detrás del peñasco intentando protegerse lo mejor posible.
—¡Salid de ahí o dispararemos contra vuestro androide! —gritó el piloto.
—¡Corran! —gritó Cetrespeó—. ¡Sálvense!
El artillero lanzó un diluvio de fuego desintegrador que envolvió a Han en una nube de fragmentos de roca. La atmósfera se llenó de ozono y polvo. Un trozo de roca rebotó en un peñasco a su espalda, y el impacto hizo salir despedida una astilla que se incrustó en la mano de Han. Leia se asomó al otro lado del peñasco, disparó su rifle desintegrador y volvió a esconderse enseguida.
Han buscó frenéticamente alguna señal de Chewie, y de repente vio una sombra que se movía junto a las ramas inferiores de un tronco plateado y que estaba trepando sigilosamente por ellas. Chewie estaba allí con su arco de energía. El wookie se agazapó y disparó un haz de energía que chocó con el casco del caminante imperial rociándolo de fuego verde. El metal emitió un estridente chirriar de protesta.
El piloto intentó hacer girar su cabina para mirar hacia atrás. Leia volvió a asomarse, y lanzó tres rápidos disparos de rifle desintegrador contra el vulnerable mecanismo hidráulico de las articulaciones inferiores del caminante. Trozos de metal salieron despedidos del caminante y la máquina tembló y se retorció sobre el peñasco, y acabó cayendo de lado. Las gigantescas piernas metálicas siguieron moviéndose espasmódicamente.
Han fue hacia Cetrespeó, cogió su desintegrador pesado y corrió hacia las ventanillas. Los cañones desintegradores del caminante no podían alcanzarle.
—Ahora quiero que salgáis de ahí muy despacio —dijo—. No vais a ir a ningún sitio dentro de ese trasto, a menos que sea a vuestra muerte.
El piloto frunció el ceño y levantó las manos. El artillero abrió la escotilla que había encima de su cabeza, y los dos hombres salieron de la cabina. Han les empujó sin miramientos haciendo que se pusieran uno al lado del otro, y después alzó su desintegrador hasta dejar pegado el cañón a la nariz del piloto.
—¡El acceso a este planeta está prohibido! —les gritó el artillero—. ¡Será mejor que os vayáis de aquí!
—¿Prohibido? —preguntó Leia—. ¿Por qué?
—A los nativos no les gustan mucho los forasteros —dijo el piloto. Leia y Han intercambiaron una rápida mirada—. ¿Cómo, es que no lo sabíais? —preguntó el piloto con voz asombrada.
—Correremos el riesgo —gruñó Han.
—Esos nativos no tendrán por casualidad cinco dedos en cada pie y dejarán huellas de un metro de longitud, ¿verdad? —preguntó Leia.
El rostro del piloto se endureció.
—Ésos no son más que sus animalitos domésticos, señora.
Una voz brotó de repente de la radio del caminante volcado.
—Caminante siete, informe de su situación actual. Ruego verificación. ¿Ese hombre al que han capturado es realmente el general Solo?
Chewie emergió de entre las sombras que proyectaba un peñasco, disparó su arco de energía contra la radio del caminante imperial y después agarró a los prisioneros por la cabeza e hizo entrechocar sus cascos con la fuerza suficiente para que el ruido creara ecos por todo el bosque. Después soltó un gruñido y alzó la mirada hacia la colina en lo que estaba claro era una muda petición de que se dieran prisa.
Leia ya había empezado a recoger las tiendas.
El Dragón de Batalla de Isolder, el
Cántico de Guerra,
se estaba preparando para salir del hiperespacio, y el príncipe se sentía lleno de esperanzas. Luke había conseguido pilotar la nave llevándola hasta Dathomir en siete días, reduciendo en diez días la ruta más corta que habían podido trazar los ordenadores de astrogación hapanianos. De hecho, Isolder comprendió que incluso cabía la posibilidad de que llegaran a Dathomir antes que Han Solo.
Pero cuando salieron del hiperespacio el abatimiento se adueñó de él al instante. Los diez kilómetros de muelles del astillero estaban protegidos por dos Destructores Estelares imperiales, y había toda una flotilla de naves atracada.
Las alarmas automáticas empezaron a sonar, y los tripulantes corrieron a sus puestos de combate en todo el Dragón Estelar.
Luke Skywalker estaba inmóvil delante del visor del puente, y de repente alzó la mano hacia una fragata que se había alejado del sistema de muelles y estaba precipitándose hacia la atmósfera de Dathomir con chorros de llamas brotando de las torres de sus sensores.
—¡Allí! —gritó—. ¡Leia está dentro de esa nave que arde!
Isolder se apresuró a estudiar el monitor.
—¿Está a bordo de esa fragata? —preguntó con expresión asombrada.
«Hemos venido lo más deprisa posible —pensó—, y aun así quizá sólo hayamos conseguido llegar a tiempo de ver cómo se estrella contra el planeta...»
—¡Está viva! —dijo Luke con firmeza—. Y está aterrorizada, pero no ha perdido las esperanzas... Puedo sentirlo. ¡Van a tratar de posarse en Dathomir! He de bajar ahí...
Salió corriendo del puente para ir a su caza. Isolder ya podía ver docenas de viejos cazas TIE del Imperio que salían a toda velocidad de los Destructores Estelares de Zsinj, con puntitos de luz cegadora emergiendo de sus motores.
—¡Lanzad todos los cazas! —ordenó Isolder—. Acabad con ese Super Destructor Estelar de los muelles y causad el máximo de destrucción posible en esa zona. ¡Quiero ver los mayores daños posibles!
Los cañones iónicos del
Cántico de Guerra
abrieron fuego y los torpedos salieron aullando de sus tubos de lanzamiento. Los Destructores Estelares imperiales eran tres veces más grandes que un Dragón de Batalla hapaniano y estaban mejor armados, pero los imperiales habían diseñado sus naves utilizando emplazamientos de armas estacionarios que ya estaban muy anticuados. Después de que un cañón iónico o desintegrador hiciera fuego, los gigantescos capacitadores del cañón necesitaban varios milisegundos para llevar a cabo la recarga. El efecto global resultante de ello era que el arma pasaba un ochenta por ciento del tiempo inactiva.
Eso era algo que no ocurría en el Dragón de Batalla hapaniano, porque los Dragones de Batalla habían sido diseñados como inmensos platillos y los emplazamientos de las armas rotaban rápidamente alrededor del borde del platillo, con el resultado de que las armas que ya habían disparado podían recargarse mientras otras armas listas para hacer fuego ocupaban su lugar.
Los dos Destructores Estelares se retiraron inmediatamente del enfrentamiento. Isolder se volvió hacia Luke y sólo vio su espalda. El Jedi ya estaba saliendo del puente de mando. El Dragón de Batalla hapaniano era un oponente temible, pero en cuanto los Destructores Estelares hubieran desplegado sus enjambres de cazas no podría aguantar mucho tiempo. Los cazas lograrían atravesar los escudos e irían acabando con los emplazamientos de armas rotatorios. Los cazas de Isolder podían mantener a raya a los pájaros de guerra de Zsinj durante algún tiempo, pero los pilotos hapanianos no conseguirían rechazarlos indefinidamente.
—Asuma la dirección del ataque, capitana Astarta —dijo Isolder volviéndose hacia su guardaespaldas—. Voy a bajar al planeta.
—¡Mi trabajo es protegeros, mi señor! —protestó Astarta.
—Pues entonces haga bien su trabajo —replicó Isolder—. Necesito que haya una confusión lo bastante grande como para cubrir mi huida. La flota de mi madre no llegará hasta dentro de diez días.
Adviértales de lo que se encontrarán aquí, y vuelva al combate con ellos. Yo estaré detectando las señales de radio del planeta. Si puedo, me reuniré con la flota a la primera señal de su ataque.
—Y si no habéis llegado cuando hayan pasado cinco minutos desde el inicio del ataque —dijo Astarta con voz enronquecida por la emoción—, mataré a todos los hombres de Zsinj que haya en este sistema solar, y después registraremos el planeta hasta encontraros.
Isolder sonrió y le puso la mano en el hombro. Después salió corriendo de la sala de control y fue por los pasillos del
Cántico de Guerra.
Los sistemas de armamento estaban absorbiendo una parte tan grande del suministro energético de la nave que la iluminación de los pasillos se había debilitado mucho, y el príncipe llegó a las cubiertas de vuelo guiándose por las boyas de las luces de emergencia. El contingente de cazas ya había despegado, y las cubiertas estaban casi desiertas.
Skywalker ya estaba activando los sistemas de un caza X preparándose para despegar. Isolder se dio cuenta de que no era el suyo. Una docena de técnicos de lanzamiento estaban comprobando el armamento y bajaban lentamente su androide de astrogación hacia su asiento.
—¿Tienes problemas con tu caza? —gritó Isolder desde el otro extremo del hangar.
Luke asintió.
—Había algo que no funcionaba en los sistemas de armamento —dijo—. ¿Puedo coger prestado uno de los tuyos?
—Desde luego —dijo Isolder.
Isolder cogió una chaqueta y un casco de sus colgadores y aseguró su desintegrador personal en el cinturón. El equipo de lanzamiento le vio y empezó a preparar su caza personal, el
Tormenta.
Una cálida y reconfortante sensación de orgullo se adueñó de Isolder cuando contempló su caza. Lo había diseñado y construido personalmente.
Isolder experimentó un sorprendente momento de claridad y comprendió que se parecía mucho a Solo..., quizá demasiado. Solo tenía su
Halcón,
Isolder tenía el
Tormenta.
Los dos habían sido piratas, y los dos amaban a la misma mujer decidida y valerosa; y durante todo el viaje hasta Dathomir, Isolder no había parado de preguntarse ni un solo instante por qué iba allí. Su madre sabía hacia donde se estaba dirigiendo Han, y las flotas de Hapes podían rescatar a Leia. Isolder no necesitaba arriesgar su vida en aquel encuentro insensato.