El Cuaderno Dorado (92 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—¿Qué quieres decir?

Me di cuenta de que era la primera vez que había pensado todo esto con tanta claridad. Su presencia me obligaba a pensar con claridad, porque buena parte de nuestra experiencia se parece, y ello a pesar de que somos personas tan distintas.

—Mira: ninguno de nosotros, por ejemplo, ha dejado de hacer y decir una cosa en público y otra en privado, una cosa a nuestros amigos y otra al enemigo. Ni uno siquiera de nosotros ha conseguido no dejarse vencer por las presiones, ante el miedo de que nos creyeran traidores. Yo misma recuerdo por lo menos una docena de veces en las que pensé: la razón por la que me aterra decir esto no es otra sino que tengo miedo de que el Partido me crea una traidora.

Saúl miraba fijamente, con los ojos duros, como si se burlara. Conozco esta expresión: es «la burla del revolucionario», que todos nosotros hemos utilizado alguna vez. Por eso no la desafié, y proseguí:

—Lo que quiero decir es que, precisamente, el tipo de persona de nuestro tiempo que por definición hubiera podido esperarse que fuera incapaz de sentir temor, el individuo franco y sincero, es el que ha resultado más adulador, embustero y cínico, ya haya sido por miedo a la tortura o a la prisión o porque le creyeran un traidor.

—¡Verborrea burguesa! —rechazó, emitiendo como un ladrido—. Que, por supuesto, denota bien a las claras tu procedencia, ¿no crees?

Por un instante no supe qué decir, puesto que nada de lo que me había dicho hasta aquel momento, nada de su tono, hubiera podido hacerme esperar esa observación; era una de las armas clásicas del arsenal comunista: el sarcasmo y la burla. Me cogió por sorpresa y objeté;

—No se trata de eso.

Pero él replicó en el mismo tono:

—Es la muestra más arbitraria de acoso antirrojo que he visto desde hace tiempo.

—¿Es que acaso tus críticas de los viejos amigos del Partido constituyen un comentario objetivo?—No contestó, limitándose a fruncir el ceño. Proseguí—: Sabemos por América que toda una
inteliguentsia
puede ser forzada a tomar actitudes monótonamente anticomunistas.

De pronto, observó:

—Por eso amo este país, porque aquí no podría pasar una cosa así.

Volvió la sensación de discordia, pues lo que había dicho era algo muy sentimental, un lugar común del repertorio liberal, lo mismo que las otras observaciones eran lugares comunes del ropero comunista.

—Durante la guerra fría —comenté—, cuando los aspavientos contra el peligro comunista estaban en su punto máximo, los intelectuales de aquí hacían lo mismo. Ya sé que todo el mundo lo ha olvidado y ahora se escandaliza de McCarthy, pero en aquel tiempo nuestros intelectuales disminuían su importancia y afirmaban que las cosas no estaban tan mal como parecían. Adoptaban la misma actitud que sus colegas de los Estados Unidos. Nuestros liberales, en su mayoría, defendían abiertamente o por implicación a los comités de actividades antiamericanas. Un editor de los más importantes escribió a la prensa sensacionalista una carta histérica en la que decía que, si hubiera sabido que X y Z, viejos amigos suyos, eran espías, no hubiera vacilado en acudir al M.15 con información sobre ellos. A nadie se le ocurrió decir nada contra este hombre, y todas las sociedades y organizaciones literarias se dedicaron a la forma más primitiva de anticomunismo. Todo o buena parte de cuanto decían era cierto, naturalmente, pero lo importante es que sus argumentos coincidían con lo que a diario publicaban los periódicos sensacionalistas, sin tratar de entender nada, limitándose a ladrar como una jauría enfurecida. Estoy segura de que si la temperatura hubiera subido un poco más, hubiéramos visto a nuestros intelectuales agruparse en Comités de Actividades antibritánicas, mientras que nosotros, los rojos, hubiéramos mantenido que lo negro era blanco.

—¿Y...?

—Por lo que hemos visto que pasaba durante los últimos treinta años en las democracias, y ya no digamos en las dictaduras, es tan reducido el número de personas que en una sociedad está de veras preparado para nadar contra la corriente, para luchar en serio por la verdad cueste lo que cueste...

De pronto, se excusó:

—Perdón...

Y comenzó a caminar de aquella manera suya tan característica, rígida y casi a ciegas.

Me quedé en la cocina pensando en lo que acababa de decir. Yo, junto con todas las personas a quienes conocía bien, algunas de ellas admirables, nos hundimos en el conformismo comunista y nos mentimos a nosotros mismos. Los intelectuales «liberales» o «libres» fueron empujados con facilidad a un tipo u otro de caza de brujas. Y es que muy pocas personas tienen el valor, el tipo de valor sobre el que descansa la democracia. Con gente que no tenga este valor, una sociedad libre no puede hacer otra cosa que morir, y esto en el supuesto de que haya llegado a nacer.

Me quedé allí sentada, desalentada y deprimida. En todos los que hemos sido criados en una democracia occidental existe la creencia íntima de que la libertad se reforzará y sobrevivirá a todo tipo de dificultades, porque es una creencia que, al parecer, sobrevive a toda prueba de efectos contrarios. Lo más probable, sin embargo, es que se trate de una creencia peligrosa en sí misma. Allí, sentada, tuve una visión del mundo, con naciones, sistemas y bloques económicos que se endurecían y consolidaban; un mundo en que cada vez sería más ridículo hablar de libertad o de cosas como la conciencia individual. Ya sé que este tipo de visión ha sido descrita en libros y que se trata de algo que hemos leído, pero, por un instante, no se trató de palabras ni de ideas, sino de algo que sentí en la sustancia de mi carne como una certeza.

Saúl volvió a bajar, vestido, con la apariencia de lo que yo llamo «él mismo». Dijo, simplemente, y a la ligera:

—Perdona que me haya ido; es que no podía soportar lo que estabas diciendo.

—Estoy atravesando una época en que todo lo que pienso resulta negro y deprimente. Quizás yo tampoco lo soporto...

Se acercó a mí y me rodeó con sus brazos, diciendo:

—Nos consolamos mutuamente, pero yo me pregunto: ¿para qué? —Y luego, sin apartar los brazos—: Debemos recordar que quienes han experimentado lo nuestro han de estar deprimidos y desesperanzados.

—O tal vez ocurra que la gente con experiencia como nosotros seamos los que mejor sabemos la verdad, pues sabemos de lo que hemos sido capaces.

Le ofrecí almorzar y nos pusimos a hablar de su niñez. Había tenido una infancia desdichada, según el patrón clásico: matrimonio separado, etc. Después del almuerzo subió a su habitación, aduciendo que deseaba trabajar. Pero bajó casi en seguida, y apoyándose contra el marco de la puerta, dijo:

—Antes era capaz de trabajar durante horas sin interrupción, pero ahora no aguanto ni una.

De nuevo volví a sentir un sobresalto. Ahora, después de bien pensado, pero parece estar muy claro. No obstante, en aquel momento me desconcerté, porque hablaba como si hubiera estado trabajando una hora, y no apenas cinco minutos. Permaneció conmigo, distraído e inquieto.

—En mi tierra tengo un amigo cuyos padres se separaron cuando él era un niño. ¿Crees que ello le habrá afectado? —preguntó.

Durante un instante no supe qué responder, pues resultaba obvio que «el amigo» era él mismo. Sin embargo, no hacía ni diez minutos que estuvo hablando de sus padres.

—Sí, estoy segura que te ha afectado la separación de tus padres.

Se sobresaltó, con un gesto de suspicacia e inquirió:

—¿Cómo lo has sabido?

(*10) —¡Qué mala memoria tienes! —le reproché—. ¿Acaso no recuerdas que me has hablado de tus padres apenas si hace unos minutos?

Se puso en guardia, mientras pensaba. Tenía el gesto agudizado por ideas de sospecha. Pero dijo, haciéndose un lío con las palabras:

—Ah, es que pensaba en mi amigo, nada más…

Dio la vuelta y subió de nuevo a su cuarto.

Me quedé confundida, atando cabos. Era cierto, pues, que no recordaba que me hubiera hablado de ello. Entonces me acordé de una media docena de ocasiones durante aquellos días pasados en los que me había contado algo, mencionándolo de nuevo algunos minutos más tarde, como si fuera un tema nunca tratado. Ayer, por ejemplo, dijo:

—¿Te acuerdas de cuando llegué aquí?

Hablaba como si hiciera varios meses de aquello. Y en otra ocasión:

—Aquella vez que fuimos al restaurante indio... —y resultaba que habíamos ido el mismo día a la hora del almuerzo.

Me dirigí a la habitación grande y cerré la puerta. Hemos acordado que, cuando la puerta está cerrada, no quiero que me molesten. A veces, cuando tengo la puerta cerrada, le oigo pasear de un lado a otro por encima de mí o bajar la escalera hasta la mitad. Entonces siento como si me apremiaran a que abra la puerta. Y lo hago. Pero hoy he cerrado, me he sentado en la cama y he intentado reflexionar. Sudaba un poco, tenía las manos frías y no podía respirar bien. Estaba agarrotada de ansiedad, y me repetía una y otra vez: «La ansiedad no es mía, no es mía»; pero esto no me ayudaba a sentirme mejor (* 11). Me he echado cara arriba en el suelo con una almohada debajo de la cabeza, he relajado los miembros y me he puesto a «jugar»... Mejor dicho, lo he intentado, pero era inútil, porque oía arriba a Saúl. Cada uno de sus movimientos pasaba a través de mí. He pensado que debería salir de la casa o ir a ver a alguien. Pero ¿a quién? Sabía que no podía hablar de Saul con Molly. Sin embargo, la he llamado por teléfono, y ella me ha preguntado como de pasada:

—¿Cómo está Saul?

—Bien.

Me dice que ha visto a Jane Bond y que «está muy por él». Desde hace unos días no pensaba en Jane Bond, de modo que he hablado apresuradamente de algo y me he vuelto a tumbar al suelo. Ayer por la noche, Saúl dijo:

—Tengo que dar un paseo; de lo contrario, no podré dormir.

Estuvo fuera alrededor de tres horas. Jane Bond vive a una media hora andando y a diez minutos en autobús. Antes de irse telefoneó a alguien, lo cual significa que había quedado con Jane, desde mi casa, para encontrarse con ella y hacer el amor. En efecto, fue, hizo el amor, regresó y se metió en mi cama a dormir. Anoche no hicimos el amor porque, inconscientemente, me defendía contra el dolor de confirmar mi sospecha. (Aunque intelectualmente no me importe, a la criatura que hay dentro de mí sí le importa; es ella la que siente celos, la que pone mala cara y la que desea vengarse.)

Llamó a la puerta y me dijo:

—No quiero molestarte; me voy a dar un paseíto.

Sin saber que lo iba a hacer, fui a la puerta y la abrí. Él comenzó a bajar la escalera, y le pregunté:

—¿Te vas a ver a Jane Bond?

Se puso tieso, se volvió lentamente y me dijo con firmeza:

—No; me voy a dar un paseo.

No dije nada porque me parecía imposible que mintiera si se lo preguntaba directamente. Hoy debiera haberle preguntado: «¿Fuiste a ver a Jane Bond ayer noche?». Y ahora caigo en la cuenta que no se lo he preguntado por miedo a que me dijera que no.

A cambio, me volví y cerré la puerta. Era incapaz de pensar o de moverme. Estaba enferma. Me he repetido: «Tiene que marcharse, tiene que marcharse de aquí». Pero yo sabía que no podría pedirle que se fuera, así que he acabado por repetirme una y otra vez: «Tengo que tratar de sentirme más imparcial».

Cuando volvió, me di cuenta de que, desde hacía horas, esperaba oír sus pasos. Era casi de noche. Me gritó un saludo demasiado amistoso, en voz muy alta, y se fue directamente al cuarto de baño (* 12). Me quedé pensando: «Es sencillamente imposible que este hombre venga de ver a Jane Bond y se vaya a lavar las huellas del acto sexual, sabiendo que puedo saber lo que está haciendo». Hube de forzarme para intentar decirle:

—Saúl, ¿has ido a acostarte con Jane Bond esta tarde?

Cuando ha entrado, se lo he dicho. Él ha soltado su sonora carcajada y ha replicado:

—No.

Luego me ha mirado con atención, se ha acercado a mí y me ha rodeado con sus brazos. Lo ha hecho con tanta sencillez y cariño, que yo inmediatamente me he rendido. Ha añadido, en tono muy amistoso:

—Vamos, Anna, las cosas te afectan demasiado. Tómatelo con calma. —Me acaricia un poco y prosigue—: Creo que deberías intentar comprender una cosa: somos dos personas muy distintas. Y otra cosa más: el género de vida que llevabas antes de que viniera yo, no te probaba nada bien. Todo va mejor ahora que estoy aquí.

Al decir esto, ha hecho que me tumbara en la cama y ha empezado a consolarme, como si estuviera mala. Y, la verdad, lo estaba. Tenía la mente muy agitada y el estómago, revuelto. No podía pensar nada, porque el hombre que tanto cariño me mostraba era el mismo que me hacía enfermar. Más tarde ha dicho:

—Y ahora hazme la cena, te hará bien. Que Dios te guarde. La verdad es que eres una mujer, en el fondo, muy de tu casa. Deberías estar casada con un buen marido y disfrutar de una situación fija en alguna parte. —Después, con hosquedad (*13) —. ¡Dios me asista! Tengo la impresión de que siempre caen en mis manos.

Le he hecho la cena. Esta mañana, temprano, ha sonado el teléfono. Lo he cogido yo y era Jane Bond. He despertado a Saúl. Se lo he dicho y he salido de la habitación. Me he ido al cuarto de baño, donde he armado mucho ruido, abriendo el grifo, etc. Cuando he vuelto, él ya estaba de nuevo en la cama, medio doblado y casi dormido. Esperaba que me contara lo que Jane le había dicho o pedido, pero no ha mencionado siquiera la llamada. Me he vuelto a enfadar. Sin embargo, durante toda la noche pasada ha estado lleno de afecto y cariño. En sueños se ha vuelto hacia mí como un amante, besándome y tocándome, e incluso diciendo mi nombre, o sea que todo iba dirigido a mí. Yo no sabía qué sentir. Después del desayuno, ha dicho que tenía que salir. Ha dado una explicación larga y detallada sobre la necesidad que tenía de ir a ver a un hombre de la industria del cine. Yo sabía, por la expresión rígida que adoptaba su cara, y por las complicaciones innecesarias de la explicación, que se iba a ver a Jane Bond, pues había quedado con ella por teléfono. Al marcharse, he subido a su cuarto. Todo estaba muy ordenado. He empezado a revolver entre sus papeles. Recuerdo haber pensado, sin escandalizarme por ello, que tenía derecho a hacerlo por haberme mentido él, pues era la primera vez en mi vida que leía las cartas o escritos de otra persona. Estaba enfadada y me sentía mal, pero procedí con mucho método. Hallé un paquete de cartas atadas con una goma en un rincón. Eran de una chica de América. Habían sido amantes y ella se quejaba de que él no le escribiera. Había otro paquete de cartas de una chica de París, con nuevas quejas de que no hubiera escrito. Puse de nuevo las cartas en su sitio, y lo hice sin cuidado, de cualquier manera. Entonces comencé a buscar otra cosa y encontré un montón de diarios (* 14). Recuerdo haber pensado que era raro que sus diarios estuvieran en orden cronológico, no divididos como los míos. Hojeé unos cuantos de los primeros, sin leerlos, sólo para hacerme una idea: allí estaba la interminable lista de sitios nuevos, de trabajos diferentes y de nombres de muchachas. Era como seguir un hilo a través de la diversidad de los nombres de lugar, de los nombres de mujeres, de los detalles de su soledad, de su desprendimiento de todo, de su aislamiento. Me senté en su cama, tratando de hacer encajar las dos imágenes, la del hombre que yo conocía y la del hombre allí retratado, que resultaba totalmente inmerso en la lástima que sentía hacia sí mismo, revelándose frío, calculador y sin emociones. Luego recordé que cuando leía mis cuadernos, no me reconocía a mí misma. Algo extraño sucede cuando uno escribe sobre sí mismo, tal como es y no como se proyecta: el resultado es siempre frío, sin piedad y crítico. Si no es crítico, no tiene vida. Me doy cuenta de que al escribir esto, vuelvo a aquel punto del cuaderno negro en que escribí sobre Willi. Si Saúl dijera, hablando de sus diarios, o resumiera su personalidad más joven desde la más madura: «Fui un cerdo, ¡qué manera de tratar a las mujeres!». O bien: «Tengo razón en tratar a las mujeres así». O: «Es simplemente una descripción de lo que ha pasado; no hago juicios morales sobre mí mismo...». En fin, si dijera lo que fuese, no tendría ninguna significación, porque entonces se habría dejado fuera de los diarios la vitalidad propia de la vida misma. «Willi dejó que las gafas brillaran a través del cuarto y dijo...» «Saúl, de pie, cuadrado y sólido, con una ligera sonrisa, ironizando sobre su propia pose de seductor, diciendo con cachaza: "Vamos, nena, vamos a joder; me gusta tu estilo".» He seguido leyendo, primero escandalizada por la frialdad y falta de escrúpulos que iba descubriendo; luego traduciendo por lo que sabía de Saúl y de la vida misma. Así es que he estado cambiando continuamente de humor, yendo de la ira femenina al deleite por todo lo que está vivo, al gozo de reconocerme en algo.

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