El cuerpo del delito (2 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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La noche en que Beryl Madison fue asesinada, yo había soportado una ópera aburridísima seguida de unos tragos en un pub inglés de inmerecida fama en compañía de un juez retirado, cuyo comportamiento se fue haciendo progresivamente menos correcto a medida que avanzaba la noche. Como no llevaba el buscapersonas, la policía no me pudo localizar y había llamado al lugar de los hechos a mi adjunto Fielding. Por consiguiente, ésa iba a ser la primera vez que entraba en la casa de la escritora asesinada.

Windsor Farms no era el tipo de barrio en el que uno pudiera imaginar algo tan horrible. Las casas eran grandes y se levantaban a cierta distancia de la calle, en medio de unas parcelas primorosamente ajardinadas. Casi todas tenían instalados sistemas de alarma antirrobo y todas disponían de ventilación central, que evitaba la necesidad de tener que abrir las ventanas. El dinero no puede comprar la eternidad, aunque sí cierto grado de seguridad. Nunca había tenido entre manos un caso de homicidio en Farms.

—Está claro que había cobrado dinero de alguna parte —comenté mientras Marino se detenía ante un semáforo.

Una dama de cabello blanco como la nieve nos miró de soslayo mientras paseaba a su blanco perrito maltés y éste olfateaba unas hierbas antes de hacer lo que era inevitable.

—Qué bola peluda tan inútil —dijo Marino, mirando desdeñosamente a la mujer y a su perro—. Aborrezco estos perruchos. Andan por ahí ladrando y meándose por todas partes. Yo, si he de tener un perro, quiero algo que tenga unos buenos dientes.

—Algunas personas quieren simplemente compañía —dije.

—Ya. —Marino hizo una pausa y después contestó a mi anterior comentario.— Beryl Madison tenía dinero, casi todo invertido en la casa. Al parecer, los ahorros que tenía se los gastó allí abajo, en la Isla de los Maricas. Aún estamos examinando lo que escribió.

—¿Alguna parte había sido revisada?

—No creo —contestó Marino—. Hemos descubierto que no lo hacía del todo mal como escritora... sabía ganar dólares. Al parecer, utilizaba varios seudónimos. Adair Wilds, Emily Stratton, Edith Montague.

Las gafas reflectantes volvieron a mirarme. Ninguno de los nombres me era conocido, excepto el de Stratton.

—Su segundo apellido es Stratton.

—A lo mejor, de ahí le venía el apodo de Straw.
[1]

—De ahí y de su cabello rubio —dije yo.

Beryl tenía el cabello rubio como la miel y el sol le había añadido unos reflejos dorados. Era de baja estatura y tenía unas facciones delicadas y regulares. Puede que llamara la atención en vida. Era difícil saberlo. La única fotografía que yo había visto de ella era la que figuraba en su permiso de conducir.

—Cuando hablé con su hermanastra —me estaba explicando Marino—, ésta me dijo que sus amigos más íntimos la llamaban Straw. La persona a quien ella escribía desde los cayos debía de conocer su apodo. Ésa es la impresión que yo tengo —ajustó el espejo retrovisor—. No entiendo por qué fotocopió aquellas cartas. Lo he estado pensando mucho. Vamos a ver, ¿cuántas personas conoce usted que hagan fotocopias de las cartas personales que escriben?

—Usted mismo ha dicho que era muy aficionada a guardarlo todo —le recordé.

—Exacto. Y eso también me llama la atención. Parece ser que el tío llevaba varios meses amenazándola. ¿Qué hacía? ¿Qué decía? No tenemos ni idea, porque ella no grababa las llamadas ni anotaba nada. La señora hace fotocopias de las cartas personales, pero no lleva ningún registro de las llamadas de alguien que amenazaba con convertirla en picadillo. Ya me dirá usted si eso tiene sentido.

—No todo el mundo piensa como nosotros.

—Bueno, algunas personas no piensan porque están metidas en algo de lo que no quieren que nadie se entere —replicó Marino.

Enfilando una calzada particular, Marino aparcó delante de la puerta del garaje. La hierba había crecido y estaba punteada por altos amargones mecidos por la brisa; había un letrero de en venta colocado cerca del buzón de la correspondencia. La puerta pintada de gris aún estaba cruzada por la cinta amarilla que colocaba la policía en los escenarios de los delitos.

—Su automóvil está en el garaje —dijo Marino mientras descendíamos del vehículo—. Un precioso Honda Accord EX de color negro. Puede que algunos detalles le parezcan interesantes.

De pie en la calzada, miramos a nuestro alrededor. Los oblicuos rayos del sol me calentaban los hombros y la nuca. El aire era fresco y sólo se oía el incesante zumbido de los insectos otoñales. Respiré hondo, muy despacio. De repente, me sentía muy cansada.

Su casa era del llamado estilo internacional, muy moderna y extremadamente simple, con una fachada horizontal de grandes ventanales sostenida por unos pilares que le conferían la apariencia de un barco con una cubierta inferior abierta. Era una casa de piedra y madera como la que se hubiera podido construir una joven pareja adinerada... grandes habitaciones, altos techos y mucho espacio desperdiciado. Windham Drive terminaba en su parcela, lo cual explicaba por qué nadie oyó ni vio nada hasta que ya fue demasiado tarde. La casa estaba flanqueada a ambos lados por unas cortinas de robles y pinos que la aislaban con su follaje de los vecinos más próximos. En la parte de atrás, el patio descendía bruscamente a una hondonada de rocas y matorrales, más allá de la cual un bosque virgen se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

—Qué barbaridad. Apuesto a que incluso debe de haber ciervos por aquí —dijo Marino mientras rodeábamos la casa por la parte de atrás—. Es fantástico, ¿verdad? Te asomas a la ventana y crees que el mundo es tuyo. La vista debe ser preciosa cuando nieva. Me encantaría vivir en una casa como ésta. Encendería la chimenea en invierno, me prepararía una copa de bourbon y contemplaría el bosque. Debe de ser bonito tener dinero.

—Sobre todo si uno está vivo para disfrutarlo.

—Y no es así en este caso —dijo Marino.

Las hojas caídas crujían bajo nuestros pies cuando rodeamos el ala oeste del edificio. La entrada principal se encontraba al mismo nivel que el patio; yo observé la presencia de una mirilla contemplándome como un minúsculo ojo vacío. Marino arrojó la colilla de su cigarrillo hacia la hierba y después introdujo la mano en el bolsillo de los pantalones verdeazulados. Se había quitado la chaqueta y el voluminoso vientre le sobresalía por encima del cinturón; la camisa blanca de manga corta con el cuello desabrochado mostraba unas grandes arrugas alrededor de la funda de su revólver.

Sacó una llave identificada con una etiqueta amarilla de prueba y, mientras abría la cerradura, me sorprendió por enésima vez el tamaño de sus morenas y fuertes manos. Parecían guantes de béisbol. Jamás hubiera podido ser músico o dentista. De unos cincuenta y tantos años, el ralo cabello entrecano y el rostro tan deteriorado como sus trajes, su figura seguía siendo lo bastante impresionante como para infundir respeto a la gente. Los policías corpulentos como él raras veces tienen que utilizar los puños. La chusma de la calle les echa un vistazo y se calma de golpe. Nos pusimos los guantes bajo el rectángulo de luz solar que iluminaba el vestíbulo. La casa olía a moho y a polvo, tal como huelen las casas que llevan algún tiempo cerradas. Aunque la Unidad de Identificación, o ID, del departamento de Policía de Richmond había registrado minuciosamente el escenario de los hechos, nadie había tocado nada. Marino me había asegurado que la casa estaría exactamente tal y como estaba cuando se encontró el cuerpo de Beryl, dos noches atrás. Marino cerró la puerta y encendió la luz.

—Como ve —resonó su voz—, tuvo necesariamente que abrirle la puerta al individuo. No hay ninguna huella de que alguien forzara la cerradura y, además, la casa dispone de un sistema de alarma antirrobo de máxima seguridad. —Marino me indicó un panel de botones junto a la puerta y añadió—: Está desactivado en estos momentos. Pero se encontraba en funcionamiento cuando llegamos aquí y la sirena silbaba que no vea usted; por eso la encontramos tan rápido.

Me recordó que un vecino de Beryl había llamado al 911 de la policía poco después de las once de la noche, señalando que la alarma estaba sonando desde hacía casi media hora. Acudió un coche patrulla y el oficial encontró la puerta principal abierta de par en par. Minutos después, el oficial solicitó refuerzos por radio.

El salón estaba totalmente revuelto. La mesita de cristal estaba volcada; revistas, un cenicero de cristal, varios cuencos
art déco y
un jarrón de flores aparecían diseminados sobre la alfombra
dhurrie
, y un sillón orejero de cuero azul pálido estaba volcado junto a un almohadón de un sofá a juego. En la blanca pared, a la izquierda de una puerta que daba al pasillo, había varias manchas oscuras de sangre seca.

—¿Sabe si tiene la alarma algún dispositivo de retardo? —pregunté.

—Por supuesto. Usted abre la puerta y la alarma emite un zumbido durante unos quince segundos, tiempo suficiente para que usted pulse el botón del código y la desactive.

—Eso significa que ella abrió la puerta, desactivó la alarma, hizo entrar a la persona y dejó la alarma conectada mientras la persona se encontraba en la casa. De lo contrario, no se hubiera disparado cuando el desconocido salió más tarde. Interesante.

—Sí —dijo Marino—, tan interesante como la mierda.

Nos encontrábamos en el salón junto a la mesita volcada. Todo estaba polvoriento; las revistas esparcidas por el suelo eran publicaciones de información general y de tipo literario, todas ellas atrasadas.

—¿Encontraron algún periódico o revista recientes? —pregunté—. Si compró algún periódico local, podría ser importante. Convendría saber adonde fue al bajar del avión.

Observé que Marino tensaba los músculos de la mandíbula. Se molestaba cuando pensaba que yo le quería enseñar cómo hacer su trabajo.

—Había un par de cosas arriba, en su dormitorio, junto con la cartera de documentos y el equipaje —contestó Marino—. Un
Herald
de Miami y una publicación llamada
Keynoter
especializada en anuncios inmobiliarios de los cayos. A lo mejor, tenía intención de irse a vivir allí. Las dos publicaciones correspondían al lunes. Las debió de comprar en el aeropuerto antes de tomar el avión de Richmond.

—Me interesaría saber lo que dice su corredor de fincas...

—Nada, no dice nada —me interrumpió Marino—. No tiene ni idea de dónde estaba Beryl y sólo enseñó la casa una vez en su ausencia. Una joven pareja. El precio les pareció demasiado alto. Beryl pedía trescientos mil dólares por la casa —miró a su alrededor con expresión impenetrable—.

Supongo que alguien la podría comprar ahora a precio de saldo.

—Beryl tomó un taxi para regresar a casa desde el aeropuerto la noche de su llegada —dije yo, volviendo a los detalles.

Marino sacó un cigarrillo y me apuntó con él.

—Encontramos la factura sobre la mesita del vestíbulo junto a la puerta. Ya hemos localizado al taxista, un tal Woodrow Hunnel. Más tonto que yo qué sé. Dijo que estaba esperando en la parada de taxis del aeropuerto. Ella tomó su taxi cerca de las ocho, cuando estaba lloviendo a cántaros. Llegó a la casa unos cuarenta y cinco minutos más tarde, él dejó sus dos maletas en la puerta y se largó. La carrera costó veintiséis dólares, incluyendo la propina. El taxista regresó al aeropuerto aproximadamente media hora más tarde y recogió a otro cliente.

—¿Está usted seguro o es lo que él le dijo?

—Tan seguro como que ahora estoy aquí con usted. —Marino se golpeó los nudillos con el cigarrillo y empezó a acariciar el filtro con el pulgar.— Hemos comprobado los datos. Hunnel nos dijo la verdad. No tocó a la dama. No tuvo tiempo.

Seguí la dirección de sus ojos hasta las oscuras sombras de la pared. El asesino se debió de manchar la ropa de sangre. No era probable que un taxista con la ropa manchada de sangre hubiera recogido a otros clientes.

—Llevaba muy poco rato en casa —dijo yo—. Llegó sobre las nueve y un vecino llamó a las once. La alarma sonaba desde hacía media hora, lo cual significa que el asesino se fue hacia las diez y media.

—Sí, y eso es lo más difícil de entender. Basándonos en las cartas, parece ser que estaba muerta de miedo. Vuelve en secreto a la ciudad, se encierra en la casa, tenía incluso su tres ochenta sobre el mostrador de la cocina... ya se la enseñaré cuando lleguemos allí. ¿Y qué ocurre? ¿Suena el timbre o qué? No lo sabemos, pero el caso es que ella le abre la puerta al asesino y deja puesta la alarma. Tenía que ser un conocido.

—Yo no excluiría a un desconocido —dije—. Si era una persona muy amable, puede que le inspirara confianza y la dejara entrar.

—¿A aquella hora? —los ojos de Marino se encendieron mientras recorrían la estancia—. ¿Qué cree usted, que el sujeto vendía suscripciones a revistas de humor a las diez de la noche?

No contesté. No lo sabía.

Nos detuvimos junto a la puerta que daba acceso al pasillo.

—Ésta es la primera sangre —dijo Marino, contemplando las manchas resecas de la pared—. El primer corte se lo hicieron aquí mismo. Supongo que ella corría como una loca y él la perseguía con el cuchillo.

Me imaginé los cortes en la cara, los brazos y las manos de Beryl.

—Yo creo —añadió Marino— que aquí le hizo un corte en el brazo izquierdo, en la espalda o en la cara. La sangre de la pared procede de la hoja porque él ya le haba causado por lo menos una herida y la hoja estaba ensangrentada. Cuando la blandió de nuevo, las gotas se escaparon y salpicaron la pared.

Eran unas manchas elípticas de unos seis milímetros de diámetro, más alargadas cuanto más se alejaban del marco de la puerta. Las salpicaduras cubrían una distancia de unos tres metros. El asaltante debió de blandir el cuchillo con la fuerza propia de un jugador de
squash.
Sentí la emoción del crimen. No era cólera. Era algo mucho peor. ¿Por qué le dejó entrar?

—Basándome en k situación de las salpicaduras, creo que el tipo debía de encontrarse más o menos aquí —dijo Marino, situándose a varios metros de la puerta y ligeramente a su izquierda—. Blande el cuchillo, la hiere de nuevo y, mientras la hoja se mueve, la sangre se escapa y salpica la pared. Las manchas empiezan aquí, como puede ver —señaló las manchas más altas, que casi alcanzaban el nivel de su cabeza—. Después se agacha y se detiene a varios centímetros del suelo —hizo una pausa y me miró con expresión desafiante—. Usted la ha examinado. ¿Qué cree? ¿Era zurdo o no?

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