Me sorprendió que Mark se hubiera dado cuenta y más todavía que lo recordara.
—Nos divorciamos hace tiempo —añadí.
—Lo siento —dijo Mark en voz baja.
Alargué la mano hacia mi vaso.
—¿Te has estado viendo con alguien simpático? —preguntó Mark.
—En estos momentos no me veo con nadie ni simpático ni antipático.
Mark no se reía tanto como antaño.
—Estuve casi a punto de casarme hace un par de años, pero la cosa no dio resultado —me explicó sin emoción—. O tal vez sería más honrado decir que, en el último momento, me entró miedo.
Me costaba trabajo creer que no se hubiera casado. Debió de leer por segunda vez mis pensamientos.
—Fue después de que muriera Janet —dijo tras dudar levemente—. Estuve casado.
—¿Janet?
Mark agitó de nuevo el hielo de su vaso.
—La conocí en Pittsburgh, después de Georgetown. Era una abogada del bufete, especializada en derecho tributario.
Le estudié con más detenimiento, perpleja ante lo que veían mis ojos. Mark había cambiado. La vehemencia de antaño era ahora distinta. No lograba identificarla, pero me parecía más sombría.
—Un accidente de tráfico —explicó—. Un sábado por la noche. Salió a comprar palomitas de maíz. Queramos ver una película en la televisión. Un conductor borracho se cruzó en su camino. Ni siquiera llevaba los faros delanteros encendidos.
—Dios bendito, Mark, cuánto lo siento —dije—. Debió de ser terrible.
—Fue hace ocho años.
—¿No tenéis hijos? —pregunté en un susurro.
Negó con la cabeza.
Permanecimos unos instantes en silencio.
—Nuestro bufete va a abrir un despacho en el distrito de Columbia —me dijo cuando nuestras miradas se cruzaron.
No hice ningún comentario.
—Es posible que me trasladen al distrito de Columbia. No te imaginas lo que estamos creciendo; tenemos más de cien abogados, y oficinas en Nueva York, Atlanta y Houston.
—¿Cuándo harías el traslado? —pregunté muy serena.
—Pues, en realidad, podría ser a primeros de año.
—¿Y estás totalmente decidido?
—Estoy hasta la coronilla de Chicago, Kay, necesito un cambio. Quería que lo supieras... por eso he venido. O, por lo menos, éste es el motivo principal. No quería trasladarme a vivir al D. C. y tropezarme contigo en determinado momento. Viviré en el norte de Virginia. Tú tienes un despacho en el norte de Virginia. Lo más probable es que coincidiéramos en un restaurante o un teatro el día menos pensado. Y yo no quería que las cosas ocurrieran de esta manera.
Me imaginé sentada en el Centro Kennedy viendo a Mark tres filas más adelante, susurrándole algo al oído a una bella acompañante. Recordé el antiguo dolor, un dolor tan intenso que casi lo sentía físicamente. No podía compararle con nadie. Todas mis emociones se concentraban en él. Al principio, una parte de mí intuyó que los sentimientos no eran recíprocos. Más tarde, lo supe con certeza.
—Éste es el principal motivo —repitió Mark en plan de abogado que da comienzo a la exposición de su informe—. Pero hay algo más que, en realidad, no tiene nada que ver con nosotros personalmente.
Guardé silencio.
—Hace un par de noches una mujer fue asesinada aquí, en Richmond. Beryl Madison...
La expresión de asombro de mi rostro le obligó a hacer una breve pausa.
—Berger, el socio gerente, me lo dijo cuando me llamó a mi hotel del D. C. Quiero hablarte de ello...
—¿Y eso qué tiene que ver contigo? —pregunté—. ¿Acaso la conocías?
—Vagamente. La conocí en Nueva York el invierno pasado. Nuestro bufete de allí suele manejar asuntos relacionados con el mundo del espectáculo y el ocio. Beryl tenía serios problemas de publicación, una disputa sobre un contrato, y solicitó los servicios de Orndorff & Berger para resolver el asunto. Yo estaba casualmente en Nueva York el mismo día en que ella se reunió con Sparacino, el abogado que llevaba su caso. Al final, Sparacino nos invitó a ella y a mí a almorzar en el Algonquin.
—Si hay alguna posibilidad de que esta disputa que has mencionado esté relacionada con su asesinato, tendrías que hablar con la policía y no conmigo —dije en tono levemente molesto.
—Kay —replicó Mark—, mi bufete ni siquiera sabe que estoy aquí, hablando contigo, ¿comprendes? Cuando ayer me llamó Berger, fue por otra cosa. Me comentó el asesinato de Beryl Madison en el curso de la conversación y me dijo que echara un vistazo a los periódicos de por aquí, a ver qué decían.
—Ya. Hablando en plata, a ver qué podías averiguar a través de tu ex...
Sentí que el rubor me subía por la garganta. ¿Ex qué?
—No es eso —dijo Mark, apartando los ojos—. Estaba pensando en ti, tenía intención de llamarte antes de que me llamara Berger, antes incluso de enterarme de lo de Beryl. Durante dos malditas noches estuve a punto de llamarte, incluso había pedido tu número en Información. Pero no me atrevía. Y puede que jamás lo hubiera hecho si Berger no me hubiera contado lo ocurrido. Es posible que Beryl me facilitara la excusa, lo reconozco. Pero no es lo que tú piensas...
No le escuchaba. Estaba deseando creerle muy a pesar mío.
—Si tu bufete tiene algún interés en este asesinato, dime exactamente de qué se trata.
Mark reflexionó un instante.
—La verdad es que no sé si tenemos un interés legítimo en el asesinato. Puede que sea algo de tipo personal, una sensación de horror y de sobresalto para aquellos de nosotros que tuvimos contacto con ella cuando estaba viva. Te diré, además, que Beryl estaba metida en una amarga disputa sobre los derechos que le habían estafado a causa de un contrato que firmó hace ocho años. Es algo muy complicado y tiene que ver con Cary Harper.
—¿El novelista? —pregunté desconcertada—. ¿A ese Cary Harper te refieres?
—Tal como seguramente sabes —dijo Mark—, vive no demasiado lejos de aquí, en una plantación del siglo XVIII llamada Cutler Grove. A orillas del río James, en Williamsburg.
Estaba tratando de recordar lo que había leído sobre Harper, el ganador de un premio Pulitzer de novela hacía veinte años, legendariamente aislado del mundo en compañía de una hermana. ¿O acaso era una tía? Se habían hecho muchas conjeturas sobre la vida privada de Harper; cuanto más huía de los reporteros y más se negaba a conceder entrevistas, tanto más crecían los rumores y conjeturas sobre su persona.
Encendí un cigarrillo.
—Pensaba que ya lo habrías dejado —dijo Mark.
—Para eso tendrán que extirparme el lóbulo frontal.
—Ahí va lo poco que yo sé. Beryl tuvo una relación con Harper cuando contaba unos veinte años. Durante algún tiempo, llegó a vivir en la casa junto con él y su hermana. Aspiraba a convertirse en escritora y era como la hija de talento que Harper nunca tuvo. Se convirtió en su protegida y, gracias a sus amistades, consiguió publicar su primera novela cuando apenas tenía veintidós años, una especie de novela rosa escrita bajo el apellido Stratton. Harper escribió incluso un comentario para la cubierta del libro acerca de aquella joven e interesante autora que él acababa de descubrir. Muchos se sorprendieron bastante. La novela era una obra eminentemente comercial y carecía de calidad literaria. Por si fuera poco, Harper llevaba mucho tiempo sin dar señales de vida.
—¿Qué tiene eso que ver con la disputa sobre el contrato?
—Puede que Harper fuera un primo en manos de una jovencita que fingía adorarle como a un héroe, pero es también un hijo de puta de mucho cuidado. Antes de que la chica publicara la novela, la obligó a firmar un contrato con el cual se le prohibía escribir nada sobre él o sobre cualquier cosa relacionada con su persona mientras el y su hermana vivieran. Harper tiene apenas cincuenta y tantos años y su hermana unos pocos más. El contrato ataba prácticamente a Beryl para toda la vida y le impedía escribir sus memorias, pues, ¿cómo hubiera podido hacerlo sin mencionar a Harper?
—Tal vez hubiera podido —repliqué—, pero, sin Harper, el libro no se hubiera vendido.
—Exactamente.
—¿Por qué utilizaba seudónimos? ¿Formaba parte de su acuerdo con Harper?
—Creo que sí. Probablemente él quería que Beryl fuera su secreto. La ayudó a alcanzar el éxito literario, pero quería mantenerla alejada del mundo. El nombre Beryl Madison no es muy famoso que digamos, a pesar del éxito económico que han cosechado sus novelas.
—¿Debo suponer que la chica estaba a punto de incumplir el contrato y que por eso solicitó los servicios de Orndorff & Berger?
Mark tomó un sorbo de whisky.
—Permíteme recordarte que ella no era mi cliente. Por consiguiente, no conozco todos los detalles. Pero mi impresión es que ya estaba quemada y quería escribir algo de más fuste. Y ahora viene lo que seguramente tú ya sabes. Al parecer, tenía problemas, alguien la amenazaba y la perseguía...
—¿Cuándo?
—El invierno pasado, más o menos por las fechas en que yo almorcé con ella. Creo que fue a finales de febrero.
—Sigue —dije, intrigada.
—No tenía ni idea de quién la amenazaba. No sé si la cosa empezó antes de que decidiera escribir lo que en aquellos momentos tenía entre manos o bien después, no puedo asegurarlo.
—¿Y cómo se las hubiera arreglado para incumplir el contrato sin sufrir las consecuencias?
—No estoy muy seguro de que hubiera podido hacerlo —contestó Mark—, pero la estrategia que pensaba seguir Sparacino consistiría en informar a Harper de que no tendría más remedio que colaborar si quería que el producto final resultara más bien inofensivo... en otras palabras, se le ofrecerían a Harper poderes limitados de censura. En caso de que optara por comportarse como un hijo de puta, Sparacino le asestaría un golpe, facilitando la debida información a los periódicos. Harper estaba atrapado. Por supuesto que podía querellarse contra Beryl, pero ella no tenía tanto dinero como para eso, era una simple gota de agua en el mar en comparación con lo que vale él. El pleito sólo hubiera servido para que la gente corriera a comprar el libro de Beryl. Harper no podía ganar.
—¿Y no hubiera podido conseguir un mandato judicial que impidiera la publicación? —pregunté.
—Eso hubiera significado más publicidad. Detener la publicación le hubiera costado millones.
—Ahora ella ha muerto —contemplé mi cigarrillo, apagándose en el cenicero—. Supongo que el libro no está terminado. Harper ya no tiene por qué preocuparse. ¿A eso querías llegar, Mark? ¿A la posibilidad de que Harper esté involucrado en el asesinato?
—Me he limitado a facilitarte los datos —dijo Mark.
Los claros ojos se estaban clavando en los míos. Recordé con inquietud lo increíblemente distantes que podían ser a veces.
—Tú, ¿qué piensas? —me preguntó.
No le dije lo que realmente pensaba, a saber, que me parecía muy raro que precisamente él me hubiera revelado todos aquellos detalles. No importaba que Beryl no fuera su cliente. El conocía muy bien los códigos de conducta legales, según los cuales los datos que obran en poder de un socio de un bufete obligan por igual a todos los demás socios. Se encontraba a un paso de quebrantar las normas éticas y ello me parecía tan impropio del escrupuloso Mark James que yo recordaba como el hecho de que se hubiera presentado en mi casa luciendo un tatuaje.
—Creo que será mejor que hables con Marino, el jefe de la investigación —repliqué—. O tal vez será mejor que yo misma le comunique lo que acabas de decirme. En cualquier caso, él se pondrá en contacto con tu bufete y hará las preguntas que crea convenientes.
—Me parece muy bien. No tengo ninguna objeción.
Ambos permanecimos un instante en silencio.
—¿Cómo era? —pregunté, carraspeando.
—Tal como te he dicho, sólo la vi una vez. Pero era extraordinaria. Dinámica, ingeniosa, atractiva, vestida de blanco. Un fabuloso vestido blanco de invierno. Te la podría describir también como levemente distante. Tenía muchos secretos. No creo que nadie hubiera alcanzado jamás el fondo de sus profundidades. Y bebía mucho, o, por lo menos, bebió mucho aquel día durante el almuerzo... se tomó tres cócteles, lo cual me pareció excesivo a aquella hora del día. Aunque puede que no lo fuera tanto, teniendo en cuenta lo tensa y nerviosa que estaba. El problema por el que había recurrido a Orndorff & Berger no era precisamente un motivo de alegría. Estoy seguro de que todo este asunto de Harper la tenía muy preocupada.
—¿Qué bebió?
—¿Cómo?
—Los tres cócteles. ¿Qué eran? —pregunté.
Mark frunció el ceño, mirando hacia el otro extremo de la cocina.
—Pues no lo sé bien, Kay. Pero, ¿qué importancia tiene eso?
—No sé si tiene importancia —dije, recordando el armario de las bebidas de Beryl—. ¿Comentó las amenazas que estaba recibiendo? En tu presencia, quiero decir.
—Sí. Y Sparacino también se refirió a ellas. Lo único que yo sé es que empezó a recibir unas llamadas telefónicas de carácter muy específico. Siempre la misma voz, pero no era ningún conocido suyo o, por lo menos, eso es lo que dijo. Hubo otros acontecimientos extraños. No puedo recordar los detalles... ocurrió hace tiempo.
—¿Sabes si llevaba un registro de esos acontecimientos? —pregunté.
—No lo sé.
—¿Y no tenía ni idea de quién lo hacía ni por qué?
—Ésa es la impresión que daba.
Mark empujó su silla hacia atrás. Ya era casi la medianoche.
Mientras le acompañaba a la puerta, se me ocurrió repentinamente una cosa.
—Sparacino —dije—. ¿Cuál es su nombre de pila?
—Robert —contestó Mark.
—No tendrá una M inicial, ¿verdad?
—No —dijo Mark, mirándome con curiosidad.
Se produjo una tensa pausa.
—Ten cuidado por la carretera.
—Buenas noches, Kay —dijo Mark, vacilando.
Puede que fueran figuraciones mías, pero, por un instante, pensé que iba a besarme. Después, bajó apresuradamente los peldaños y yo ya había cerrado la puerta cuando le oí alejarse en su automóvil.
La mañana siguiente fue tan ajetreada como de costumbre. Fielding nos informó durante la reunión del equipo de que teníamos cinco autopsias, entre ellas la de un «flotador», es decir, un cuerpo en descomposición rescatado del río, perspectiva que nunca dejaba de suscitar gruñidos de desagrado. El departamento de policía de Richmond nos había enviado las pruebas de sus dos tiroteos más recientes y yo había conseguido enviar por correo los resultados de los análisis de las primeras antes de salir corriendo hacia la sala de justicia John Marshall para declarar en el juicio de otro tiroteo con resultado de muerte y, desde allí, hacia el Colegio de Médicos para almorzar con uno de los estudiantes a los que asesoraba. Durante mi trabajo, traté por todos los medios de quitarme de la cabeza la visita de Mark. Pero, cuanto más me esforzaba por no pensar en él, tanto más pensaba. Era precavido. Era obstinado. No era propio de él que se hubiera puesto en contacto conmigo al cabo de más de una década de silencio.