—Claro —dije yo sin poder contenerme—. Y, si hubiera sido su marido o su novio el que hubiera amenazado con matarla, usted hubiera pensado lo mismo. Y Beryl hubiera acabado muerta de todas maneras.
—Tal vez —dijo Marino en tono irritado—. Pero, si hubiera sido su marido, suponiendo que lo tuviera, yo hubiera tenido por lo menos un maldito sospechoso y hubiera podido conseguir un maldito mandamiento y el juez hubiera podido cursar una orden de detención.
—Las órdenes de detención son papel mojado —repliqué yo enfurecida y a punto de perder los estribos.
Cada año, yo hacía la autopsia a por lo menos media docena de mujeres brutalmente asesinadas contra cuyos maridos o novios se habían cursado órdenes de detención.
Tras un prolongado silencio le pregunté a Wesley:
—¿No sugirió Reed en ningún momento la conveniencia de intervenir el teléfono?
—No hubiera servido de nada —me contestó—. No es fácil conseguir una intervención. La compañía telefónica necesita una larga lista de llamadas, pruebas evidentes de que se está produciendo un acoso.
—¿Y ella no disponía de estas pruebas evidentes?
Wesley sacudió lentamente la cabeza.
—Hubieran sido necesarias más llamadas que las que ella recibía, Kay. Un montón de llamadas. Un esquema de cuándo se producían. Un detallado registro. Sin todo eso, no se puede intervenir un teléfono.
—Por lo visto —añadió Marino—, Beryl sólo recibía una o dos llamadas al mes. Y no llevaba el registro que Reed le había aconsejado llevar. O, en caso de que lo llevara, no lo hemos encontrado. Al parecer, tampoco grababa las llamadas.
—Santo cielo —murmuré—. Alguien amenaza tu vida y hace falta un maldito decreto del Congreso para que alguien se lo tome en serio.
Wesley no contestó.
—Ocurre lo mismo que en su profesión, doctora —dijo Marino, soltando un bufido—. La medicina preventiva no existe. Somos simplemente el equipo de limpieza. No podemos hacer absolutamente nada hasta que se producen los hechos y existen pruebas evidentes. Por ejemplo, un cadáver.
—La conducta de Beryl hubiera tenido que ser una prueba suficiente —contesté—. Fíjese en estos informes. Hizo todo lo que le aconsejaba el oficial Reed. Éste le dijo que instalara un sistema de alarma, y lo hizo. Le dijo que aparcara el automóvil en el garaje, y lo hizo a pesar de que tenía intención de convertirlo en un despacho. Le preguntó el oficial si le convenía comprarse un arma de fuego y se la compró. Y, siempre que llamaba a Reed, lo hacía inmediatamente después de que el asesino la hubiera llamado y amenazado. En otras palabras, no esperaba horas ni días para llamar a la policía.
Wesley empezó a extender sobre el escritorio las fotocopias de las cartas de Beryl desde Key West, los dibujos y el informe del escenario de los hechos y toda una serie de fotografías Polaroid de su patio, del interior de la casa y, finalmente, del cuerpo en el dormitorio del piso de arriba. Lo examinó todo en silencio y con rostro impenetrable. Estaba insinuando con toda claridad que ya era hora de que empezáramos a ponernos en marcha y que ya nos habíamos quejado y habíamos discutido bastante. Lo que había hecho o dejado de hacer la policía no tenía importancia. Lo importante ahora era encontrar al asesino.
—Lo que más me preocupa —dijo Wesley— es esta incongruencia en el
modas operandi.
Las amenazas que recibía son propias de una mentalidad psicopática. Alguien que siguió y amenazó a Beryl durante varios meses, alguien que, a lo que parece, sólo la conocía de vista. Está claro que su mayor placer lo constituían las fantasías, la fase preliminar que él prolongó. Es posible que la atacara precisamente en aquel momento debido a que ella lo irritó abandonando la ciudad. A lo mejor, temió que se marchara definitivamente y la asesinó en cuanto regresó.
—Al final, se enfadó con ella por lo que había hecho —terció Marino.
—Aquí veo mucha rabia —añadió Wesley, contemplando las fotografías— y eso es lo que me desconcierta. La rabia parece dirigida personalmente contra ella. La desfiguración del rostro en particular —tocó una fotografía con el índice—. El rostro es la persona. En un típico homicidio cometido por un sádico sexual, el rostro de la víctima no se toca. Está despersonalizada, es un símbolo. En cierto sentido, carece de rostro para el asesino porque no es nadie para él. En caso de que haya mutilación, las zonas elegidas son el pecho, los órganos genitales... —Wesley hizo una pausa y miró a su alrededor con expresión perpleja—. En el asesinato de Beryl hay elementos personales. Los cortes del rostro, el ensañamiento, sugieren que el asesino era alguien a quien ella conocía, tal vez muy bien. Alguien que estaba obsesionado por ella en secreto. Sin embargo, el hecho de que la vigilara de lejos y la siguiera no encaja con esta imagen. Este comportamiento es más propio de un asesino desconocido.
Marino estaba jugueteando con el revólver del 357 de Wesley. Haciendo girar con aire distraído el tambor, dijo:
—¿Quieren mi opinión? A mi juicio, este individuo tiene complejo de Dios. O sea, mientras te sometas a sus normas, no te hace daño. Beryl quebrantó las normas marchándose de la ciudad y poniendo un letrero de en venta en el patio. La cosa ya no tenía gracia. Si quebrantas las normas, yo te castigo.
—¿Qué perfil le hace usted? —le pregunté a Wesley.
—Blanco, de veintitantos a treinta y tantos años. Inteligente, hijo de una familia rota en la que faltaba la figura del padre. Puede que haya recibido malos tratos en su infancia, físicos o psicológicos o ambas cosas a la vez. Es un solitario. Lo cual no significa, sin embargo, que viva solo. Podría estar casado, puesto que es muy hábil en preservar su imagen pública. Lleva una doble vida. Por una parte, está el hombre que ve el mundo y, por otra, esta faceta más oscura. Es un obseso impulsivo y un
voyeur.
—Ya —murmuró Marino con ironía—. Más o menos como casi todos los tíos con quienes yo trabajo.
Wesley se encogió de hombros.
—Puede que esté dando palos de ciego, Pete. Aún no lo tengo bien estudiado. Podría ser un perdedor de esos que viven en casa con su madre, podría tener antecedentes, haber estado recluido en alguna institución o alguna cárcel. Qué demonios, incluso podrá trabajar en una importante compañía de seguros y no tener ningún antecedente ni penal ni psiquiátrico. Al parecer, solía llamar a Beryl por la noche. La única llamada que hizo de día fue la de un sábado, que nosotros sepamos. Ella trabajaba fuera de casa y se pasaba casi todo el día allí. Él la llamaba cuando le convenía o cuando sabía que la iba a encontrar en casa. Me inclino a pensar que trabajaba de nueve a cinco y tenía los sábados libres.
—A no ser que la llamara desde su lugar de trabajo —dijo Marino.
—También cabe esta posibilidad —reconoció Wesley.
—¿Y qué me dice de la edad? —pregunté yo—. ¿No cree que podría ser mayor de lo que usted supone?
—Sería muy insólito —contestó Wesley—. Pero todo es posible.
Tomando un sorbo del café que ya se había enfriado, conseguí revelarles finalmente lo que Mark me había dicho a propósito de los conflictos contractuales de Beryl y de su enigmática relación con Cary Harper. Cuando terminé, Wesley y Marino me miraron con curiosidad. En primer lugar, aquella repentina visita del abogado de Chicago a última hora de la noche resultaba un tanto extraña. Y, en segundo, yo acababa de lanzarles una insinuación. Ni a Marino ni a Wesley y tanto menos a mí antes de la víspera, se nos había ocurrido la posibilidad de que el asesinato de Beryl tuviera un móvil. El móvil más común de los homicidios sexuales era la inexistencia de un móvil. Los autores del delito lo cometen porque disfrutan haciéndolo y porque se les ofrece la ocasión.
—Tengo un amigo policía en Williamsburg —comentó Marino—. Me cuenta que Harper es un auténtico ermitaño. Se desplaza en un viejo Rolls-Royce y nunca habla con nadie. Vive en una enorme mansión a la orilla del río y nunca recibe a nadie. Y, además, es un viejo, doctora.
—En eso se equivoca —dije—. Tiene sólo cincuenta y tantos años. Pero es cierto que le gusta la vida retirada. Creo que vive con su hermana.
—Es una posibilidad muy remota —dijo Wesley, mirándonos con inquietud—. Pero mira a ver qué puedes hacer, Pete. Si no otra cosa, puede que Harper tenga alguna idea sobre quién puede ser este «M» a quien Beryl escribía. Está claro que era alguien a quien ella conocía muy bien, un amigo, un amante. Alguien tiene que saber quién es. Si lo averiguamos, ya podremos empezar a hacer algo.
Deduje que a Marino no le gustaba la perspectiva.
—Yo sé lo que me han contado —dijo—. Harper no querrá hablar conmigo y yo no dispongo de ninguna causa probable para obligarle a que lo haga. Tampoco creo que sea el tipo que mató a Beryl aunque quizá tuviera un motivo. Creo que, de haberlo querido hacer, lo hubiera hecho en seguida. ¿Por qué prolongar la cosa durante nueve o diez meses? Además, si él la hubiera llamado, ella le hubiera reconocido la voz.
—Harper pudo contratar a alguien —dijo Wesley.
—Sin duda. Pero en tal caso la hubiéramos encontrado una semana más tarde con un tiro en la nuca —dijo Marino—. Los asesinos a sueldo no tienen por costumbre seguir a sus víctimas, llamarlas por teléfono, utilizar arma blanca y violarlas.
—La mayoría de ellos no hace tal cosa —convino Wesley—. Pero tampoco podemos estar seguros de que hubo violación. No se ha encontrado líquido seminal. —Wesley me miró y yo asentí con la cabeza para confirmarlo.— Puede que el tipo padeciera una disfunción. O puede que colocara el cuerpo de tal forma que pareciera una agresión sexual cuando, en realidad, no lo fue. Todo dependería de la persona que se hubiera contratado y del plan que tuviera. Por ejemplo, si Beryl hubiera aparecido muerta en plena disputa con Harper, la policía hubiera colocado a éste en el primer lugar de la lista. En cambio, si el asesinato pareciera obra de un sádico sexual o un psicópata, a nadie se le ocurriría pensar en Harper.
Marino contempló la librería con el rostro arrebolado. Poco a poco, se volvió a mirarme con cierta inquietud y me preguntó:
—¿Qué otra cosa sabe sobre este libro que estaba escribiendo?
—Sólo lo que ya he dicho, que era autobiográfico y que posiblemente constituía una amenaza para la reputación de Harper —contesté.
—¿Eso es lo que estaba escribiendo allí abajo en Key West?
—Supongo, pero no estoy segura.
—Bueno, pues —dijo Marino tras una leve vacilación—, lamento tener que decírselo, pero no encontramos nada de todo eso en la casa.
Hasta Wesley puso cara de asombro.
—¿Y el manuscrito que se encontró en su dormitorio?
—Ah, sí —Marino se sacó la cajetilla de cigarrillos del bolsillo—, le he echado un vistazo. Una mierda de novela romántica ambientada en la época de la guerra de Secesión. Desde luego, no parece eso que la doctora está describiendo.
—¿Tiene título o lleva alguna fecha? —pregunté.
—No. En realidad, ni siquiera parece que esté terminado. Es así de gordo —Marino indicó como unos dos centímetros con los dedos—. Hay muchas notas al margen y unas diez páginas más escritas a mano.
—Será mejor que volvamos a repasar todos los papeles y los disquetes del ordenador para cerciorarnos de que este manuscrito autobiográfico no se encuentra entre ellos —dijo Wesley—. También tenemos que averiguar quién es su agente literario o su editor. A lo mejor, antes de marcharse a Key West, le envió el manuscrito por correo a alguien. Tenemos que asegurarnos de que no regresó a Richmond con él. Si lo llevaba consigo y ahora no está, sería muy significativo, por no decir otra cosa.
Consultando su reloj, Wesley empujó su sillón hacia atrás y anunció en tono de disculpa:
—Tengo otra cita dentro de cinco minutos.
Después, salió con nosotros y nos acompañó hasta el vestíbulo.
No pude librarme de Marino, que se empeñó en acompañarme hasta mi automóvil.
—Tiene que mantener los ojos muy abiertos. —Ya estaba otra vez con lo mismo, echándome uno de sus sermones de «sabiduría callejera» como los que en tantas otras ocasiones me había echado.— Muchas mujeres no piensan en eso. Las veo constantemente caminando por ahí sin tener las más remota idea de quién las mira o tal vez las sigue. Y, cuando llegue al automóvil, saque las malditas llaves y mire debajo, ¿eh? Le sorprendería la cantidad de mujeres que tampoco piensan en eso. Si va usted al volante de su automóvil y se da cuenta de que alguien la sigue, ¿qué hace?
No le contesté.
—Se dirige al cuartelillo de bomberos más próximo, ¿de acuerdo? ¿Por qué? Pues porque allí siempre hay alguien. Incluso a las dos de la tarde del día de Navidad. Es el primer lugar al que debe dirigirse.
Mientras esperaba a que se abriera un hueco en el tráfico para poder cruzar, busqué las llaves en el bolso y, al mirar hacia el otro lado de la calle, vi un siniestro rectángulo blanco bajo el limpiaparabrisas de mi automóvil oficial. ¿No habría puesto suficientes monedas? Maldita sea.
—Están por todas partes —añadió Marino—. Fíjese en ellos cuando regrese a casa o cuando ande por ahí haciendo la compra.
Le lancé una de mis miradas asesinas y crucé a toda prisa la calle.
—Oiga —me dijo Marino cuando llegamos a mi automóvil—, no sé por qué se enfada tanto conmigo. Debería considerarse afortunada por el hecho de que yo la proteja como un ángel de la guarda.
Me había pasado quince minutos del tiempo. Arrancando la notificación del parabrisas, la doblé y la introduje en el bolsillo de la camisa de Marino.
—Cuando vuelva volando a jefatura —le dije—, encárguese de resolver este asunto, si no le importa.
Mientras me alejaba, le vi mirarme con expresión ceñuda.
D
iez manzanas más allá, me adentré en otra zona de aparcamiento e introduje en la ranura las dos últimas monedas de cuarto de dólar que me quedaban, dejando una roja placa con la palabra médico bien a la vista en el tablero de instrumentos de mi vehículo oficial. Por lo visto, los agentes de tráfico nunca se fijaban en nada. Varios meses atrás, uno de ellos había tenido la desfachatez de ponerme una multa mientras yo estaba trabajando en el escenario de un delito al que la policía me había llamado en mitad de la jornada.
Subiendo a toda prisa los peldaños de cemento, empujé una puerta de cristal y entré en la sala principal de la biblioteca pública donde la gente se movía en silencio de un lado para otro y en cuyas mesas de madera se amontonaban enormes cantidades de libros. La sosegada atmósfera me seguía inspirando la misma reverencia que cuando era pequeña. Al llegar a la hilera de máquinas de microfichas que había en el centro de la sala, saqué un índice de los libros escritos bajo los distintos seudónimos de Beryl Madison y empecé a anotar los títulos. La obra más reciente, una novela histórica ambientada en la guerra de Secesión y publicada bajo el seudónimo de Edith Montague, se había publicado un año y medio atrás. Probablemente no valía gran cosa y Mark tenía razón, pensé. A lo largo de diez años, Beryl había publicado seis novelas. Y yo jamás había oído hablar ni de una sola de ellas.