El cuerpo del delito (38 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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¿Por qué había cambiado? No acertaba a imaginar que se hubiera pasado al bando enemigo, tal como Ethridge creía y yo no tenía más remedio que aceptar. Mark siempre había sido un niño mimado. Su conducta posesiva era la propia del guapo hijo de unas personas guapas. Se creía con derecho a disfrutar de los bienes del mundo, aunque jamás había faltado a la honradez ni se había comportado con crueldad. Ni siquiera se podía decir que hubiera adoptado jamás una actitud de superioridad con las personas menos afortunadas que él, o que hubiera tratado de manipular a su antojo a las que sucumbían a su encanto. Su único y verdadero pecado era el de no haberme amado lo bastante. Desde la perspectiva de la distancia y del tiempo, se lo podía perdonar. Lo que no le podía perdonar era la falta de honradez. No podía perdonarle que se hubiera convertido en un hombre inferior al ser que yo antaño había respetado y adorado. No podía perdonarle que hubiera dejado de ser Mark.

Pasando por delante del Hospital Naval de los Estados Unidos al borde de la Nacional 1, seguí la suave curva del North Roosevelt Boulevard que bordeaba la playa. En seguida me adentré en el laberinto de callejuelas de Key West en busca de Duval. El sol pintaba de blanco las callejas mientras las sombras del follaje tropical agitado por la brisa danzaban en el suelo. Bajo el interminable cielo azul, las gigantescas palmeras y los caobos envolvían con sus verdes brazos extendidos las casas y las tiendas en tanto que las buganvillas y las rosas de China engalanaban las aceras y los porches con sus púrpuras y sus rojos. Pasaban lentamente por mi lado personas con sandalias y calzones en un interminable desfile.

Había muy pocos niños y un número desproporcionado de hombres.

El La Concha, un hotel de la cadena Holiday Inn, era un alto edificio de color de rosa con vastos espacios abiertos y llamativas plantas tropicales. No había tenido ningún problema para reservar habitación, oficialmente porque la temporada turística no empezaba hasta la tercera semana de diciembre. Sin embargo, mientras dejaba el automóvil en el parking semivacío y me dirigía al vestíbulo prácticamente desierto, no pude menos que pensar en lo que me había dicho Marino. Jamás en mi vida había visto tantas parejas formadas por personas del mismo sexo, y estaba clarísimo que, bajo la vigorosa salud de aquella diminuta isla frente a la costa, se ocultaba un inmenso yacimiento de enfermedad. Dondequiera que mirara, veía a hombres moribundos. No temía contagiarme de la hepatitis o el sida, pues había aprendido hacía muchos años a enfrentarme con el peligro teórico de los contagios inherente a mi profesión. Tampoco me molestaban los homosexuales. Con el paso del tiempo, cada vez me reafirmaba más en la opinión de que el amor puede sentirse de muchas maneras. No hay una manera buena o mala de amar; lo importante es la forma en que uno la exprese.

Mientras el recepcionista me devolvía la tarjeta de crédito, le pedí que me indicara en qué dirección se encontraban más o menos los ascensores y subí medio atontada a mi habitación del quinto piso. Me desnudé y, sin quitarme la ropa interior, me tendí en la cama y me pasé catorce horas durmiendo.

El día siguiente fue tan espléndido como el anterior. Me vestí como una turista cualquiera, exceptuando el Ruger cargado que llevaba en el bolso. Me había impuesto la misión de buscar, entre las treinta y tantas mil personas que habitaban en la isla, a dos hombres a quienes sólo conocía como PJ y Walt. Sabía por las cartas que Beryl había escrito a finales de agosto que eran amigos suyos y vivían en la misma pensión donde ella se alojaba. No tenía la menor idea de cuál era el nombre o la dirección de la mencionada pensión y rezaba para que alguien del Louie's me lo pudiera indicar.

Caminaba con un mapa en la mano, comprado en la tienda de regalos del hotel. Entrando en Duval, pasé por delante de numerosas tiendas y restaurantes con galerías que me traían a la mente el Barrio Francés de Nueva Orleans. Pasé por delante de exposiciones callejeras de objetos artísticos y de establecimientos que vendían plantas exóticas, sedas y bombones de la marca Perugina, y después me detuve en un cruce, contemplando el lento avance de los vagones amarillo rabioso del tren turístico Coch Tour. Estaba empezando a comprender por qué razón Beryl Madison no quería marcharse de Key West. A cada paso que daba, la amenazadora presencia de Frankie se iba borrando progresivamente de mi mente. Cuando giré a la izquierda para entrar en la South Street, Frankie ya era algo tan lejano como el crudo tiempo de diciembre de Richmond.

El Louie's era un restaurante ubicado en un edificio de . madera pintado de blanco que antaño había sido una casa, en . la esquina entre las calles Vernon y Waddell. El pavimento de madera estaba inmaculadamente limpio y las mesas, cubiertas con manteles de hilo de color melocotón pálido, estaban impecablemente puestas y adornadas con exquisitas flores naturales. Cruzando el comedor con aire acondicionado, me acompañaron al porche, donde me sorprendió la variedad de azules del mar que se juntaba con el cielo y las palmeras y cestos colgantes de plantas floridas agitadas por la perfumada brisa marina. El océano Atlántico se extendía casi a mis pies y numerosas embarcaciones de vela se hallaban ancladas a un tiro de piedra. Pedí un ron con tónica y, pensando en las cartas de Beryl, me pregunté si estaría sentada en el mismo lugar donde ella las había escrito.

Casi todas las mesas estaban ocupadas. Me sentía aislada de la gente en mi mesa situada en un rincón junto a la baranda. A mi izquierda, cuatro peldaños conducían a una amplia terraza donde un reducido grupo de jóvenes de ambos sexos estaban sentados en traje de baño junto a una pequeña barra. Vi que un musculoso joven de apariencia latina vestido con un traje de baño de color amarillo arrojaba una colilla al agua y después se levantaba para desperezarse lánguidamente. Se acercó a la barra para pedirle otra ronda de cervezas al barbudo barman, el cual se movía con los indolentes gestos propios de alguien que estuviera cansado de su trabajo y ya no tuviera edad para ciertos trotes.

Mucho después de que yo me hubiera terminado la ensalada y la sopa de mariscos, los jóvenes bajaron los peldaños y se zambulleron ruidosamente en el agua, dirigiéndose a nado hacia las embarcaciones ancladas a escasa distancia. Pagué la cuenta y me acerqué al barman. Estaba sentado en una silla leyendo una novela bajo la techumbre de paja.

—¿Qué va a ser? —me preguntó, levantándose sin demasiado entusiasmo para guardar el libro bajo la barra.

—No sé si vende usted cigarrillos. No he visto ninguna máquina expendedora dentro.

—Ahí tiene —dijo, mostrándome el limitado surtido que tenía a su espalda.

Elegí la marca que me interesaba.

Depositó la cajetilla sobre la barra, me cobró la escandalosa suma de dos dólares y no se mostró demasiado agradecido cuando le dejé cincuenta centavos de propina. Sus ojos verdes miraban con expresión extremadamente hostil, su rostro estaba curtido por muchos años de sol y en su espesa barba morena se observaban algunas hebras grises. No parecía muy servicial y yo tenía la sospecha de que llevaba mucho tiempo viviendo en Key West.

—¿Le importa que le haga una pregunta? —dije.

—No importa puesto que ya me la ha hecho, señora —contestó.

—Tiene razón —dije sonriendo—. Y ahora le voy a hacer otra. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en el Louie's?

—Va para cinco años —contestó, tomando un trapo para limpiar la barra.

—Entonces seguramente habrá conocido a una joven a quien llamaban Straw —dije, recordando por las cartas de Beryl que ella no había utilizado su verdadero nombre durante su estancia en la isla.

—¿Straw? —repitió el barman frunciendo el ceño sin dejar de frotar.

—Un apodo. Era rubia, esbelta y muy guapa, y el verano pasado solía venir casi todas las tardes al Louie's. Se sentaba junto a una mesa y escribía.

El barman dejó de limpiar y clavó sus duros ojos en mí.

—¿Qué tiene usted que ver con ella? ¿Acaso es amiga suya?

—Es una paciente mía.

Fue lo único que se me ocurrió para no esquivar la pregunta y no decir una descarada mentira.

—¿Cómo dice? —El barman arqueó una poblada ceja. —¿Paciente, dice usted? ¿Acaso es usted una doctora?

—Pues sí.

—Bueno pues, lamento decirle que ahora ya no le podrá hacer ningún bien, doctora.

El barman se dejó caer en la silla y se reclinó contra el respaldo, esperando.

—Lo sé —dije—. Sé que ha muerto.

—Sí, me quedé de piedra cuando me enteré. Los de la policía se presentaron hace un par de semanas con sus malos modales y sus intimidaciones. Le voy a decir a usted lo que mis compañeros les dijeron a ellos. Aquí nadie sabe una mierda de lo que le ocurrió a Straw. Era una chica muy discreta y educada —añadió el barman indicándome una mesa vacía a dos pasos de donde yo me encontraba—. Solía sentarse allí sin decir nada.

—¿Alguno de ustedes consiguió trabar amistad con ella? —pregunté esperanzada.

—Pues claro. Solíamos tomar juntos unos copas. A ella le gustaban mucho las Coronas y la lima. Pero no creo que alguien la conociera lo que se dice personalmente. Quiero decir que no estoy muy seguro de que alguien supiera de dónde era, aparte el hecho de que procedía de la tierra de los pinzones de las nieves.

—De Richmond, Virginia —dije yo.

—Verá usted —prosiguió diciendo el barman—. Aquí van y vienen muchas personas. Key West es un lugar donde se vive y se deja vivir. Por aquí hay un montón de artistas muertos de hambre. Straw no se diferenciaba mucho de la mayoría de personas a las que yo trato... aparte el hecho de que la mayoría de personas a las que yo trato no acaban asesinadas. Maldita sea —añadió, sacudiendo lentamente la cabeza—. Me cuesta imaginarlo. Una cosa así te deja hecho polvo.

—Hay muchas preguntas sin respuesta —dije yo, encendiendo un cigarrillo.

—Sí, por ejemplo, ¿por qué demonios fuma usted? Yo creía que los médicos sabían que eso no es bueno.

—Es una cochina costumbre muy poco saludable. Y sé perfectamente que no es bueno. Y me parece que ya podría usted empezar a servirme un ron con tónica porque, además, me gusta beber. Barbancourt con una pizquita de tónica.

—¿Cuatro, ocho, cuál prefiere? —me preguntó, poniendo a prueba mis conocimientos alcohólicos.

—Veinticinco, si tiene.

—No. En las islas sólo lo encontrará de veinte años. Tan suavecito que le darán ganas de llorar.

—Pues el mejor que tenga entonces.

Me mostró con el dedo una botella a su espalda con la conocida etiqueta del vaso color ámbar y cinco estrellas. Barbancourt Rhum, envejecido en toneles durante quince años, exactamente igual que la botella que yo había descubierto en el armario de la cocina de Beryl.

—Estupendo —dije.

Esbozando una sonrisa, el barman se levantó con súbita energía de la silla y sus manos se movieron con la habilidad de un prestidigitador, midiendo un largo chorro de dorado líquido haitiano sin la ayuda del correspondiente vasito y añadiendo a continuación unas centelleantes rociadas de tónica. Como broche final, cortó hábilmente una impecable raja de lima de los cayos que parecía recién arrancada del árbol, la exprimió en mi copa y pasó una corteza de limón por el borde. Después, se secó las manos con la toalla que llevaba remetida en el cinturón de sus desteñidos pantalones Levi's, deslizó una servilleta de papel por la barra y me ofreció el resultado de su arte. Era sin lugar a dudas el mejor ron con tónica que jamás me hubiera acercado a los labios, y así se lo dije.

—Invita la casa —dijo, rechazando con un gesto de la mano el billete de diez dólares que yo le estaba dando—. Una médica que fuma y sabe apreciar un buen ron me parece muy bien. —Alargó la mano bajo el mostrador para sacar su propia cajetilla—. Mire —añadió, agitando la cerilla para apagarla—, ya estoy harto de oír toda esta mierda santurrona sobre el tabaco y todo lo demás. Usted me entiende, ¿verdad? La gente te hace sentir casi un criminal. Yo digo vive y deja vivir. Ése es mi lema.

—Sí, entiendo muy bien lo que quiere decir —contesté mientras ambos dábamos unas prolongadas y hambrientas chupadas a nuestros respectivos cigarrillos.

—Siempre están juzgándote por algo. Lo que comes, lo que bebes, con quién sales, ya sabe. —Hay personas muy criticonas y antipáticas —dije.

—Estoy totalmente de acuerdo.

Volvió a sentarse a la sombra de su cobertizo repleto de botellas mientras yo permanecía bajo un sol de justicia que me estaba asando la tapa de los sesos.

—O sea que era usted la doctora de Straw —dijo—. ¿Y qué pretende averiguar, si no le importa que se lo pregunte?

—Hay varias circunstancias un tanto confusas que se produjeron antes de su muerte —contesté—. He venido en la confianza de que sus amigos me puedan aclarar algunos detalles...

—Un momento. —El barman me interrumpió y se incorporó un poco más en su asiento.— Me ha dicho que es médica, pero, ¿qué clase de médica?

—Yo la examiné...

—¿Cuándo?

—Después de su muerte.

—Mierda. ¿Me está diciendo que es de la funeraria? —preguntó en tono de incredulidad.

—Ejerzo la medicina legal.

—¿Una forense?

—Más o menos.

—Maldita sea mi estampa. —Me miró de arriba abajo. —En mi vida lo hubiera adivinado.

No supe si me acababa de hacer un cumplido o todo lo contrario.

—¿Es costumbre enviar por ahí a... cómo ha dicho que se llamaba eso... una médica legal como usted para que obtenga información tal como usted lo está haciendo?

—Nadie me ha enviado. He venido por mi cuenta.

—¿Por qué? —preguntó mientras sus negros ojos volvían a mirarme con recelo—. Pues menudo viajecito se ha pegado.

—Me interesa lo que le sucedió. Me interesa muchísimo.

—¿Quiere decir que no la ha enviado la policía?

—La policía no tiene autoridad para enviarme a ninguna parte.

—Menos mal. —El barman se rió.— Eso ya me gusta más.

Alargué la mano hacia mi copa.

—Son una cuadrilla de matones. Se creen unos Rambos de vía estrecha. Vinieron con unos malditos guantes de goma. Jesús. ¿Qué debieron de pensar los clientes? Fueron a ver a Brent... uno de nuestros camareros. Es un moribundo y, ¿a que no sabe lo que hicieron? Los muy imbéciles se pusieron unas mascarillas quirúrgicas y permanecieron de pie a unos tres metros de él como si tuviera el tifus, preguntándole yo qué sé cuántas mierdas. Le juro por Dios que, aunque yo hubiera sabido algo sobre lo que le ocurrió a Beryl, no les hubiera dicho ni tanto así.

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