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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (22 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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No lo hizo. Al fin y al cabo, tenía que pensar en sus medias. Era el último par que no tenía carreras y no había nada como los escombros tras un bombardeo para echar a perder unas buenas medias; Dolly lo sabía por experiencia. En ese caso, se vería obligada a dibujar líneas en la parte posterior de la pierna con un lápiz de cejas, al igual que la ordinaria Kitty. No, muchísimas gracias. Deseosa de no correr riesgo alguno, cuando un autobús aparcó cerca de Marble Arch, Dolly subió a bordo.

Había un pequeño resquicio al fondo, que ocupó, e intentó no oler el aliento salado de un hombre pomposo que soltaba un discurso sobre el racionamiento de la carne y la mejor manera de sofreír el hígado. Dolly resistió la tentación de decirle que la receta parecía repugnante y, en cuanto giraron en Piccadilly Circus, se bajó de nuevo.

—Diviértete, cielo —dijo un hombre de avanzada edad vestido con el uniforme de la brigada antiaérea mientras el autobús comenzaba a alejarse.

Dolly respondió con un gesto de la mano. Un par de soldados de permiso, que cantaban
Nellie Dean
con voces ebrias, la tomaron del brazo al pasar, uno a cada lado, y la llevaron dando un pequeño giro. Dolly se rio y le dieron un beso en las mejillas, uno a cada lado, tras lo cual dijeron adiós y prosiguieron felices su camino.

Jimmy la esperaba en la esquina de Charing Cross Road y Long Acre; Dolly lo vio a la luz de la luna, justo donde dijo que estaría, y se detuvo en seco. No cabía duda: Jimmy Metcalfe era un hombre apuesto. Más alto de lo que recordaba, un poco más delgado, pero el mismo pelo oscuro peinado hacia atrás, y esos pómulos que le daban el aspecto de estar a punto de decir algo divertido o ingenioso. No era, desde luego, el único hombre guapo que había conocido, claro que no (en estos tiempos era casi un deber patriótico hacerles ojitos a los soldados de permiso), pero tenía algo, tal vez una cualidad oscura, animal, una fuerza tanto física como de carácter que lanzaba el corazón de Dolly latiendo contra las costillas.

Era tan buena persona, tan honesto y franco que al estar con él Dolly se sentía la ganadora de una carrera. Al verlo esta noche, vestido con un traje negro, tal y como le había indicado, quiso gritar de puro gozo. Qué bien le quedaba: de no haberlo conocido, Dolly habría supuesto que se trataba de un verdadero caballero. Sacó el pintalabios y el espejo de mano del bolso, cambió de postura para que le diese la luz de la luna, y acentuó el arco de los labios. Imitó el movimiento de un beso ante el espejo y lo cerró.

Echó un vistazo al abrigo marrón por el que se había decidido, preguntándose de qué serían los ribetes; de visón, supuso, aunque tal vez fuesen de zorro. No era exactamente la última moda (tampoco lo era hace dos décadas), pero la guerra restaba importancia a ese tipo de cosas. Además, en realidad la ropa carísima nunca pasaba de moda; eso aseguraba lady Gwendolyn, y sabía mucho acerca de eso. Dolly olisqueó la manga. El olor a naftalina era abrumador cuando había rescatado el abrigo del vestidor, pero lo colgó de la ventana del cuarto de baño mientras se bañaba y lo roció con tanto perfume en polvo como podía permitirse, con lo cual había mejorado mucho. Apenas se notaba, con ese olor a quemado que impregnaba el aire de Londres por aquel entonces. Se ajustó el cinturón, con cuidado para que ocultase un agujero de polilla en la cintura, y se dio una pequeña sacudida. Estaba tan emocionada que sentía un nervioso hormigueo; no podía esperar a que Jimmy la viese. Dolly enderezó el broche de diamantes que había clavado a la suave piel del cuello, echó los hombros hacia atrás y se arregló los rizos de la nuca. Tras respirar hondo, salió de las sombras: una princesa, una heredera, una joven con el mundo a sus pies.

Hacía frío, y Jimmy acababa de encender un cigarrillo cuando la vio. Tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que era Dolly quien se acercaba: el abrigo elegante, los rizos oscuros que resplandecían a la luz de la luna, las zancadas de esas largas piernas que taconeaban confiadas sobre la acera. Era una visión: tan hermosa, fresca y refinada que a Jimmy se le encogió el corazón. Había madurado desde la última vez que la vio. Más aún, comprendió de repente, al contemplar su porte y
glamour
, incómodo en el viejo traje de su padre, que había madurado lejos de él…, al alejarse de él. Percibió esa distancia como una sacudida.

Dolly llegó, sin palabras, rodeada de perfume. Jimmy quiso ser ingenioso, quiso ser sofisticado, quiso decirle que ella era la perfección en persona, la única mujer del mundo a la que podría amar. Quería decir la palabra justa que permitiese salvar esa horrenda nueva distancia que se abría entre ellos de una vez y para siempre; contarle los avances que había logrado en el trabajo, la opinión entusiasta de su editor cuando hablaban por la noche, tras cumplir el plazo de impresión, acerca de las oportunidades que le esperaban cuando acabase la guerra, la fama que podía alcanzar, el dinero que ganaría. Sin embargo, esa belleza y el contraste con la guerra y su crueldad, los cientos de noches que conciliaba el sueño imaginando su futuro, su pasado en Coventry y ese picnic junto al mar cada vez más lejano… Todo se juntó para aturdirlo, y las palabras no salieron. Atinó a sonreír a medias y luego, sin pensárselo dos veces, la agarró del pelo y la besó.

El beso fue como un pistoletazo de salida. Dolly sintió al unísono una bienvenida calma y una poderosa oleada de emoción acerca del porvenir. Sus planes, ya que era ella quien los había creado, la habían carcomido por dentro toda la semana y ahora, al fin, había llegado el momento. Dolly deseaba impresionarlo, mostrarle cómo había crecido, que ya era una mujer de mundo y no la colegiala de sus primeras citas. Se concedió un momento de descanso, para imaginarse dentro del papel, antes de apartarse para mirar su rostro.

—Hola —dijo, en el mismo tono susurrante de Escarlata O’Hara.

—Vaya, hola.

—Qué curioso encontrarte aquí. —Bajó los dedos despacio por las solapas del traje—. Y qué elegante.

Jimmy se encogió de hombros.

—¿Qué? ¿Este trapo viejo?

Dolly sonrió, pero intentó no reírse (siempre la hacía reír).

—Bueno —dijo, echándole un vistazo—, supongo que deberíamos empezar. Tenemos mucho que hacer esta noche, señor Metcalfe.

Pasó el brazo por el de Jim y trató de no arrastrarlo por Charing Cross Road hacia la cola serpenteante del Club 400. Se lanzaron adelante como pistolas disparadas al este y los reflectores se alzaron hacia el cielo como las escaleras de Jacob. Un avión cruzó las alturas cuando estaban casi a la puerta, pero Dolly hizo caso omiso; ni un escuadrón entero habría bastado para que cediese su lugar en la cola. Llegaron a lo alto de las escaleras, donde oyeron la música, las charlas, las risas, y una energía intensa, ajena al sueño, embriagó a Dolly de tal manera que hubo de sujetarse firmemente al brazo de Jimmy para no caerse.

—Te va a encantar —dijo—. Ted Heath y su banda son divinos y el señor Rossi, que dirige el lugar, es un encanto.

—¿Has estado aquí?

—Oh, claro, un montón de veces. —Una ligerísima exageración (había estado una vez), pero él era mayor que ella y tenía un trabajo importante en el que viajaba y conocía a todo tipo de personas y, a pesar de todo, ella era suya, y quería desesperadamente que pensase que era más sofisticada que la última vez, más deseable. Dolly se rio y le apretó el brazo—. Oh, vamos, Jimmy, no te pongas así. Kitty nunca me perdonaría si no le hiciese compañía a veces; ya sabes que yo solo te quiero a ti. —Al final de las escaleras pasaron junto a un guardarropa y Dolly se detuvo para dejar su abrigo. Su corazón latía a martillazos; cuánto había anhelado este momento, para el que había practicado tanto, y ahora, al fin, había llegado. Recordó todas las historias de lady Gwendolyn, las cosas que hacían juntas ella y Penelope, los bailes, las aventuras, los hombres apuestos que las cortejaban por todo Londres, y le dio la espalda a Jimmy y dejó caer el abrigo. Cuando Jimmy lo cogió, Dolly giró sobre sí misma, despacio, como en sus sueños, tras lo cual posó para mostrar (redoble de tambores, damas y caballeros) el Vestido.

Era rojo, elegante, incandescente, diseñado para realzar cada curva del cuerpo de una mujer, y Jimmy casi dejó caer el abrigo al verlo. Recorrió su figura con la mirada hasta llegar al suelo, tras lo cual subió de nuevo; el abrigo salió de su mano y lo sustituyó un vale, sin que supiese cómo.

—Estás… —comenzó—. Doll, estás… Ese vestido es increíble.

—¿Qué? —Alzó un hombro, imitando el gesto anterior de Jimmy—. ¿Este trapo viejo? —Sonrió, convertida en Dolly de nuevo, y dijo—: Venga. Vamos a entrar —Entonces Jimmy supo que era el único lugar donde quería estar.

Dolly echó un vistazo más allá del cordón rojo, a la sala de baile pequeña y atestada, a la mesa que Kitty había llamada la «mesa real», justo al lado de la banda; pensó que tal vez vería a Vivien (Henry Jenkins era amigo de lord Dumphee y ambos aparecían retratados juntos en
The Lady
a menudo), pero la inspección inicial no reveló ningún rostro conocido. No importaba: la noche era joven; los Jenkins quizás apareciesen más tarde. Condujo a Jimmy hacia el fondo de la sala, entre las mesas redondas, tras la gente que cenaba, bebía y bailaba, hasta que al fin llegaron al señor Rossi y el inicio de la zona acordonada.

—Buenas noches —dijo al verlos, juntando las manos y haciendo una ligera reverencia—. ¿Están aquí por la fiesta de los Dumphee?

—Qué club tan maravilloso —ronroneó Dolly, sin responder a la pregunta—. Cuánto tiempo, demasiado… Lord Sandbrook y yo precisamente estábamos diciendo que deberíamos venir a Londres más a menudo. —Miró a Jimmy, sonriendo de modo alentador—. ¿No es así, querido?

El ceño del señor Rossi amenazaba con fruncirse mientras se devanaba los sesos para ubicarlos, pero no duró mucho. Gracias a los años pasados al timón de su club nocturno, sabía cómo mantener el rumbo del buque de la alta sociedad y a los pasajeros halagados y satisfechos.

—Querida lady Sandbrook —dijo, tomando la mano de Dolly, cuyo dorso rozó con los labios—, estábamos sumidos en las tinieblas sin usted, pero ya está aquí y por fin la luz nos ilumina. —Centró su atención en Jimmy—. Y usted, lord Sandbrook. Espero que le haya ido bien.

Jimmy no dijo nada y Dolly contuvo el aliento; sabía qué pensaba de sus «jueguecitos», como él los llamaba, y sintió en la espalda que su mano se volvía rígida en cuanto comenzó a hablar. Para ser sinceros, esa incertidumbre era uno de los alicientes de la aventura. Hasta que respondió, todo se agigantó: mientras esperaba su respuesta, Dolly oyó los latidos de su corazón, un feliz chillido entre la multitud, la rotura de una copa en alguna parte, los compases de la banda al comenzar otra canción…

El italiano bajito que lo había llamado por el apellido de otro hombre aguardaba con suma atención la respuesta, y Jimmy tuvo una súbita visión de su padre, en casa vestido con su pijama de rayas, las paredes empapeladas con un verde tristón, Finchie en la jaula entre galletas rotas. Sentía la mirada fija de Dolly, que lo instaba a interpretar su papel; sabía que lo observaba, sabía qué deseaba que dijese, pero un peso aplastante le impedía contestar asumiendo un apellido como ese. Habría sido una deslealtad con su pobre padre, cuya mente erraba perdida, que esperaba a una esposa que no volvería nunca y lloraba a un hermano muerto hacía veinticinco años, y que había dicho al ver ese apartamento espantoso cuando llegaron a Londres: «Está realmente bien, Jimmy. Buen trabajo, muchacho: tu papá y tu mamá no podrían estar más orgullosos».

Miró a un lado, a la cara de Dolly, y vio lo que esperaba ver: la esperanza, innegable, perceptible en cada uno de sus rasgos. Estos juegos de ella lo exasperaban, y no era la razón menos importante que, cada vez más, resaltaba la distancia entre lo que ella quería de la vida y lo que él podía ofrecerle. Sin embargo, no hacían daño a nadie. Nadie iba a salir herido esta noche porque Jimmy Metcalfe y Dorothy Smitham pasasen al otro lado de un cordón rojo. Y lo deseaba, se había tomado tantas molestias con el vestido y todo, le había convencido para ir con traje: los ojos, a pesar del maquillaje abundante, estaban tan abiertos y expectantes como los de una niña, y cómo la quería, no podía defraudarla, no, por culpa de su propio orgullo insensato. No por una vaga idea según la cual su precaria posición social era algo de lo que enorgullecerse, y menos aún cuando era la primera vez desde la muerte de su familia que Dolly volvía a ser ella misma.

—Señor Rossi —dijo con una amplia sonrisa, dando un firme apretón de manos al hombrecillo—. Qué enorme alegría volver a verlo, amigo. —Era la voz más refinada de la que era capaz sin previo aviso; esperaba que fuese suficiente.

Estar en el otro lado resultaba tan maravilloso como Dolly había soñado. Era glorioso, al igual que las historias de lady Gwendolyn. No se trataba de diferencias obvias —las alfombras rojas y paredes cubiertas de seda eran iguales, las parejas bailaban mejilla con mejilla a ambos lados del cordón, los camareros llevaban comidas y bebidas de un lado a otro— y, de hecho, una observadora menos perspicaz ni habría percibido que había dos lados, pero Dolly lo sabía. Y cómo se alegraba de encontrarse en este.

Por supuesto, una vez encontrado el Santo Grial, no sabía muy bien qué hacer a continuación. A falta de una idea mejor, Dolly se hizo con una copa de champán, tomó a Jimmy de la mano y se dejó caer en una lujosa banqueta situada junto a la pared. Realmente, si dijera la verdad, mirar era suficiente: el constante carrusel de coloridos vestidos y rostros sonrientes la apasionaba. Un camarero se acercó y les preguntó qué deseaban, a lo que Dolly respondió que huevos y tocino, y llegaron al instante, su copa de champán nunca pareció vaciarse, la música no paraba.

—Es como un sueño, ¿a que sí? —dijo radiante—. ¿No son todos maravillosos?

A lo cual Jimmy, tras una pausa para encender una cerilla, respondió con un evasivo: «Cómo no». Dejó la cerilla encendida en un cenicero y dio una calada al cigarrillo.

—¿Y tú cómo estas, Doll? ¿Qué tal lady Gwendolyn? ¿Aún al mando de los nueve círculos del infierno?

—Jimmy, no hables así. Sé que quizás me quejase un poco al principio, pero en realidad es un encanto una vez que la conoces. Me llama mucho últimamente, hemos llegado a estar muy unidas, a nuestra manera. —Dolly se acercó para que Jimmy le encendiese un cigarrillo—. A su sobrino le preocupa que me deje la casa en el testamento.

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