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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (24 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Estalló otra bomba y cayó polvo de yeso de las molduras, por encima de la puerta. Jimmy encendió un cigarrillo mientras los cañones antiaéreos respondían al ataque. Las pestañas de Dolly, aún dormida, eran negras contra las mejillas húmedas. Jimmy le acarició el brazo con ternura. Qué tonto había sido, qué tonto de remate, al negarse a casarse con ella cuando casi se lo había rogado. Y aquí estaba él, enojado por la distancia entre ellos, sin detenerse un instante a pensar en su parte de culpa. Esas viejas ideas a las que se aferraba acerca del matrimonio y el dinero. Al verla esta noche, no obstante, al verla como no la había visto antes, al comprender qué fácil sería perderla en este nuevo mundo de ella, todo se volvió claro. Tenía suerte de que lo hubiese esperado, de que aún sintiese lo mismo. Jimmy sonrió, acariciándole el cabello oscuro y resplandeciente; estar aquí, junto a ella, era prueba suficiente.

Al principio tendrían que vivir en su apartamento: no era lo que había soñado para Dolly, pero su padre ya se había adaptado y no tenía mucho sentido mudarse en medio de una guerra. Cuando todo acabase podría alquilar algo en un barrio mejor, tal vez incluso hablar con el banco sobre un préstamo para su propio hogar. Jimmy había ahorrado un poco de dinero (durante años había guardado los centavos sueltos en una jarra) y su editor creía en sus fotografías.

Dio una calada al cigarrillo.

De momento, tendrían una boda de guerra, y no había nada de lo que avergonzarse. Era romántico, pensó: el amor en los tiempos de lucha. Dolly estaría bellísima en cualquier caso, sus amigas podrían ser las damas de honor (Kitty y la nueva, Vivien, cuya sola mención lo inquietaba) y tal vez lady Gwendolyn Caldicott, en lugar de sus padres; además, Jimmy ya tenía el anillo perfecto. Había pertenecido a su madre, y lo guardaba en una caja de terciopelo negro al fondo del cajón de su dormitorio. Lo había dejado cuando se fue, junto a una nota en la que explicaba por qué, sobre la almohada donde dormía su padre. Jimmy lo había cuidado desde entonces; al principio, para devolvérselo cuando regresase; más tarde, para recordarla; pero, cada vez más, a medida que pasaban los años, para poder comenzar de nuevo junto a la mujer que amaba. Una mujer que no lo abandonara.

Jimmy había adorado a su madre cuando era niño. Había sido su ídolo, su primer amor, la gran luna resplandeciente cuyos ciclos mantenían su diminuto espíritu humano bajo su poder. Solía contarle un cuento, recordó, cada vez que no podía dormir. Era acerca de La Estrella del Ruiseñor, un barco, decía, un barco mágico: un viejo galeón de velas amplias y mástil poderoso y seguro, que navegaba por los mares del sueño, noche tras noche, en busca de aventuras. Solía sentarse junto a él a un lado de la cama, acariciándole el pelo y tejiendo cuentos sobre la nave invencible, y su voz, mientras hablaba de esos viajes maravillosos, lo calmaba como nada más podía calmarlo. Hasta que se encontrase flotando en las orillas del sueño, en ese barco que lo llevaba hacia la gran estrella de Oriente, no se reclinaría a susurrarle al oído: «Ya te vas, cariño. Te veré esta noche en La Estrella del Ruiseñor. ¿Me vas a esperar? Vamos a vivir una gran aventura».

Durante mucho tiempo, lo creyó. Tras marcharse con el otro, ese ricachón de lengua sibilina y automóvil grande y costoso, se contó ese cuento a sí mismo cada noche, con la certeza de verla en sus sueños, donde la agarraría y la traería de vuelta a casa.

Pensó que nunca habría una mujer a la que amase tanto. Y entonces conoció a Dolly.

Jimmy se terminó el cigarrillo y miró el reloj; eran casi las cinco. Tenía que irse si quería llegar a tiempo para cocer el huevo del desayuno de su padre.

Se levantó tan silenciosamente como pudo, se puso el pantalón y se abrochó el cinturón. Se entretuvo un momento para contemplar a Dolly, tras lo cual se agachó para darle el más ligero de los besos. «Te veré en La Estrella del Ruiseñor», dijo en voz baja. Aunque se movió, Dolly no llegó a despertarse, y Jimmy sonrió.

Bajó por las escaleras y salió al frío gris invernal que precedía el amanecer en Londres. La nieve flotaba en el aire, podía olerla, y sopló grandes bocanadas de niebla al caminar, pero Jimmy no tenía frío. No esta mañana. Dolly Smitham lo amaba, se iban a casar y nunca nada más volvería a salir mal.

13

Greenacres, 2011

Al sentarse a cenar judías cocidas con tostadas, a Laurel le llamó la atención que quizás era la primera vez que estaba a solas en Greenacres. Ni mamá ni papá se ocupaban de sus cosas en otra habitación, ni las hermanas frenéticas hacían crujir el suelo de arriba y no había ni bebé ni animales. Ni siquiera una gallina empollando fuera. Laurel vivía sola en Londres, como había hecho la mayor parte del tiempo durante cuarenta años; estaba a gusto en su propia compañía. Esta noche, sin embargo, rodeada de las vistas y los sonidos de la infancia, sintió una soledad cuya hondura la sorprendió.

—¿Seguro que vas a estar bien? —preguntó Rose por la tarde, antes de irse. Se había quedado en la sala de entrada, retorciendo el extremo de un largo collar de abalorios africanos, la cabeza inclinada hacia la cocina—. Porque podría quedarme, ya sabes. No sería ninguna molestia. ¿Me quedo? Voy a llamar a Sadie para decirle que no puedo ir.

No era muy habitual que Rose se preocupase por ella, y Laurel se sorprendió.

—Qué tontería —dijo, tal vez un poco áspera—, no hagas eso. Voy a estar de maravilla.

Rose no acababa de convencerse.

—No sé, Lol, es que… no es muy propio de ti llamar así, sin razón aparente. Sueles estar tan ocupada, y ahora… —El collar parecía a punto de deshacerse en sus manos—. ¿Qué te parece si llamo a Sadie y le digo que nos vemos mañana? No es ninguna molestia.

—Rose, por favor… —Laurel sabía manifestar su exasperación de forma adorable—, por el amor de Dios, ve a ver a tu hija. Ya te lo he dicho, estoy aquí solo para descansar un poco antes de comenzar el rodaje de
Macbeth
. Para serte sincera, me hacía ilusión disfrutar de un poco de paz y tranquilidad.

Y era cierto. Laurel agradecía que Rose hubiese venido con las llaves, pero en su cabeza se arremolinaba tanto lo que ya sabía como lo que necesitaba averiguar acerca del pasado de su madre, así que quería poner en orden sus pensamientos. Ver el coche de Rose desaparecer por el camino la colmó de intensas expectativas. Parecía ser el comienzo de algo. Al fin estaba aquí; lo había hecho, abandonar su vida londinense para llegar al fondo del gran secreto de su familia.

Ahora, sin embargo, a solas en la sala de estar con un plato de comida como toda compañía y una larga noche que se extendía ante ella, Laurel comprobó que su certeza decaía. Deseó haber sopesado mejor la oferta de Rose; el amable parloteo de su hermana era lo mejor para evitar que sus pensamientos se adentrasen en las tinieblas; ahora, a Laurel le habría venido bien esa ayuda. El problema eran los fantasmas, pues en realidad no estaba sola, pululaban por todas partes: ocultos tras las esquinas, subiendo y bajando por las escaleras, ruidosos sobre los azulejos del baño. Niñas pequeñas, descalzas, vestidas con canesú, que crecían desgarbadas; la figura delgada de papá que silbaba en las sombras; y, sobre todo, mamá, en todas partes al mismo tiempo, que era la casa, Greenacres, cuya pasión y energía impregnaba cada tabla de madera, cada panel de vidrio, cada piedra.

Se encontraba en un rincón de la sala ahora mismo… Laurel la veía ahí, envolviendo un regalo de cumpleaños para Iris. Era un libro sobre historia antigua, una enciclopedia para niños, y Laurel recordó la impresión que le causaron esas hermosas ilustraciones, en blanco y negro, que retrataban misteriosos lugares de un pasado remoto. El libro, como objeto, le pareció muy importante a Laurel, y se sintió celosa cuando Iris lo desenvolvió en la cama de sus padres a la mañana siguiente, cuando comenzó a pasar las páginas con celo de propietaria y colocó la cinta de lectura. Los buenos libros inspiraban dedicación y un deseo creciente de poseerlos, especialmente a Laurel, que no tenía muchos.

No habían sido una familia muy aficionada a los libros (a la gente le sorprendía saberlo), pero nunca prescindieron de los cuentos. Papá se mostraba pletórico de anécdotas durante la cena y Dorothy Nicolson era ese tipo de madre que inventaba sus propios cuentos de hadas en lugar de leerlos.

—¿Alguna vez te he hablado —dijo una vez a la pequeña Laurel, que se resistía a dormir— de La Estrella del Ruiseñor?

Laurel negó con la cabeza, entusiasmada. Le gustaban las historias de mamá.

—¿No? Vaya, eso lo explica todo. Me preguntaba por qué nunca te veía por ahí.

—¿Dónde, mamá? ¿Qué es la estrella del ruiseñor?

—Vaya, es el camino a casa, por supuesto, angelito. Y, además, es el camino hacia allá.

—¿El camino adónde? —Laurel estaba confundida.

—A todos los lugares… A cualquier lugar. —Sonrió entonces, de esa manera que siempre alegraba a Laurel por estar cerca de ella, y se inclinó, como si fuera a decir un secreto. Su cabello oscuro caía sobre un hombro. A Laurel le encantaba escuchar secretos; además, se le daba muy bien guardarlos, así que prestó suma atención cuando mamá dijo—: La Estrella del Ruiseñor es un gran barco que zarpa cada noche de las orillas del sueño. ¿Has visto alguna vez una foto de un barco pirata, uno de velas blancas y escaleras de soga meciéndose al viento?

Laurel asintió esperanzada.

—Entonces, lo vas a reconocer nada más verlo, pues es así. El mástil más recto que puedas imaginar, y una bandera en lo alto, de color plateado, con una estrella blanca y un par de alas en el centro.

—¿Cómo podría subir a bordo, mami? ¿Tengo que ir nadando? —Laurel no era una nadadora muy diestra.

Dorothy se rio.

—Eso es lo mejor de todo. Lo único que tienes que hacer es desearlo y, cuando te quedes dormida esta noche, te verás en esas cálidas cubiertas, a punto de zarpar hacia una gran aventura.

—¿Y tú estarás ahí, mamá?

Dorothy tenía la mirada ausente, una expresión misteriosa que adoptaba a veces, como si recordase algo que le hiciese sentirse un poco triste. Pero entonces sonrió y alborotó el pelo de Laurel.

—Claro que sí, tesoro. ¿Es que crees que te dejaría ir sola?

En la lejanía, un tren tardío entró silbando en la estación y Laurel dejó escapar un suspiro. Dio la impresión de retumbar de una pared a otra y Laurel consideró encender la televisión, solo por tener un poco de ruido. Sin embargo, mamá se había negado rotundamente a comprar un aparato nuevo con mando a distancia, así que sintonizó BBC Radio 3 en la vieja radio y cogió el libro.

Era su segunda novela de Henry Jenkins,
La musa rebelde
, y, a decir verdad, le estaba resultando árida. De hecho, empezaba a sospechar que el autor era un machista redomado. Sin duda, el protagonista, Humphrey (tan irresistible como el galán de su otro libro), tenía algunas ideas cuestionables acerca de la mujer. La adoración era una cosa, pero él parecía considerar a su esposa, Viola, como una preciada posesión; no tanto una mujer de carne y hueso como un espíritu burlón al cual había capturado y que, por tanto, le debía su salvación. Viola era un «ser de la naturaleza» venido a Londres para ser civilizado (por Humphrey, cómo no), pero a quien la ciudad no debía «corromper». Laurel puso los ojos en blanco, impaciente. Deseaba que Viola recogiese sus bonitas faldas y saliese corriendo tan rápido y tan lejos como pudiese.

No lo hizo, por supuesto: accedió a casarse con su héroe; al fin y al cabo, era la historia de Humphrey. Al principio a Laurel le había gustado la joven, pues parecía una heroína vívida y digna, impredecible y fresca, pero, cuanto más leía, menos quedaba de ella. Laurel comprendió que se mostraba injusta: la pobre Viola era apenas adulta y, por tanto, inocente de sus discutibles criterios. Y, en realidad, ¿qué sabría Laurel? Nunca había logrado mantener una relación más de dos años. No obstante, el matrimonio de Viola con Humphrey no se correspondía con su idea de un bonito romance. Persistió durante otros dos capítulos, que llevaron a la pareja a Londres, donde Viola entró en su jaula dorada, antes de perder la paciencia y cerrar el libro con un gesto de frustración.

Apenas eran las nueve, pero Laurel decidió que ya era bastante tarde. Estaba cansada después de viajar durante todo el día y quería despertarse temprano para llegar al hospital a buena hora y, con suerte, encontrar a su madre en su mejor momento. El marido de Rose, Phil, le había prestado un coche (un Mini de 1960, verde como un saltamontes) y Laurel iba a dirigirse al pueblo en cuanto estuviese lista. Con
La musa rebelde
bajo el brazo, lavó el plato y se metió en la cama, abandonando la planta baja a los fantasmas de Greenacres.

—Está de suerte —dijo una enfermera antipática cuando Laurel llegó por la mañana, con un tono que parecía lamentar esa buena suerte—. Su madre está despierta y en plena forma. La fiesta de la semana pasada la dejó agotada, ya sabe, pero las visitas de la familia parecen sentarle de maravilla. Aunque intente no animarla demasiado. —Sonrió con una llamativa falta de calidez y centró la atención en unas carpetas de plástico.

Laurel se resignó a no bailar danzas irlandesas y se dirigió al pasillo. Llegó a la puerta de su madre y llamó con delicadeza. Como no hubo respuesta, abrió con cuidado. Dorothy se encontraba recostada en el sillón, y la primera impresión de Laurel fue que estaba dormida. Al acercarse, en silencio, comprendió que su madre se hallaba despierta y prestaba atención a algo que sostenía en las manos.

—Hola, mamá —dijo Laurel.

La anciana se sobresaltó y giró la cabeza. Su mirada parecía perdida entre brumas, pero sonrió al distinguir a su hija.

—Laurel —dijo en voz baja—. Creía que estabas en Londres.

—Y estaba. Pero me voy a quedar aquí un tiempecito.

Su madre no le preguntó por qué y Laurel se cuestionó si, al llegar a cierta edad, cuando se tomaban tantas decisiones a sus espaldas y tantos detalles permanecían ocultos, las sorpresas ya no eran desconcertantes. Se preguntó si también ella descubriría un día que la claridad absoluta no era posible ni deseable. Qué espantosa perspectiva. Apartó la bandeja y se sentó en la silla de vinilo.

—¿Qué tienes ahí? —Señaló con la cabeza el objeto que tenía su madre en el regazo—. ¿Es una fotografía?

La mano de Dorothy tembló al sostener el pequeño marco plateado. Aun siendo viejo y maltrecho, estaba reluciente. Laurel no recordaba haberlo visto antes.

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