Pero no tenía sentido. Su madre había querido a su padre; Laurel lo sabía con la misma certeza con que sabía su nombre. Habían estado casados cinco décadas y media antes de la muerte de él, sin ni siquiera un atisbo de crisis matrimonial. Si Dorothy se había casado por alguna otra razón, si había lamentado esa decisión todos esos años, lo había disimulado de maravilla. ¿Era posible prolongar en el tiempo una actuación semejante? Por supuesto que no. Además, Laurel había escuchado cientos de veces cómo sus padres se conocieron y se enamoraron; había visto cómo su madre miraba arrobada a su padre mientras él evocaba cómo supo al instante que su destino era estar juntos.
Laurel alzó la vista. La abuela Nicolson tuvo sus dudas. Laurel notó desde el principio cierta tirantez entre su madre y su abuela: la formalidad con que se hablaban, los labios fruncidos de la mujer mayor al contemplar a su nuera cuando pensaba que nadie la estaba mirando. Y entonces, cuando Laurel tenía quince años más o menos y estaban de visita en la pensión de la abuela Nicolson junto el mar, oyó algo que no debería haber oído. Una mañana pasó demasiado tiempo al sol y volvió temprano con un intenso dolor de cabeza y los hombros muy quemados. Estaba acostada en su habitación a oscuras, con una toallita húmeda en la frente y una sensación opresora en el pecho, cuando la abuela Nicolson y la señorita Perry, una anciana inquilina, pasaron por el pasillo.
—Tienes que estar muy orgullosa de él, Gertrude —decía la señorita Perry—. Claro que sí, siempre ha sido un buen muchacho.
—Sí, vale su peso en oro, mi Stephen. Es de más ayuda de lo que lo fue su padre. —La abuela se detuvo, a la espera del resoplido de conformidad que se avecinaba, tras lo cual prosiguió—: Y bondadoso, también. Incapaz de ver una perra callejera y no cuidarla.
Fue entonces cuando Laurel comenzó a interesarse. Las palabras acarreaban los ecos de conversaciones anteriores, y desde luego la señorita Perry parecía saber exactamente a qué se refería la abuela.
—No —dijo—. El pobre no tenía la menor oportunidad. No con una tan bonita como ella.
—¿Bonita? Bueno, supongo, si te gustan así. Un poco demasiado… —la abuela hizo una pausa, y Laurel se estiró para oír qué palabra arrojaba—, un poco demasiado madura, para mi gusto.
—Oh, sí —se retractó la señorita Perry enseguida—, madura en exceso. Sabía quién era un buen partido nada más verlo, ¿eh?
—Pues sí.
—Sabía a quién echarle el guante.
—Sin duda.
—Y pensar que se podía haber casado con una buena vecina, como Pauline Simmonds, que vive ahí mismo. Siempre pensé que debía de estar loca por él.
—Por supuesto que lo estaba —masculló la abuela—, ¿y quién podría culparla? Pero no contábamos con Dorothy, ¿verdad? La pobre Pauline no tenía la menor posibilidad, no con una como esa, que tenía las cosas muy claras.
—Qué lástima. —La señorita Perry sabía bien qué le tocaba decir—. Qué lástima más grande.
—Lo embrujó, vaya que sí. Mi querido muchacho ni lo vio venir. Él creía que ella era una joven inocente, claro, ¿y quién podría culparlo? Apenas unos meses después de volver de Francia ya estaban casados. Le sorbió los sesos. Es una de esas personas que siempre logra lo que quiere, ¿a que sí?
—Y lo quería a él.
—Quería escapar, y mi hijo le dio la oportunidad. En cuanto se casaron, ella lo arrastró lejos de sus seres queridos para comenzar de nuevo en esa casa medio en ruinas. Me culpo a mí misma, por supuesto.
—Pero ¡no deberías!
—Yo fui quien la trajo a esta casa.
—Estábamos en guerra, era casi imposible contratar a alguien de confianza… ¿Cómo ibas a saberlo?
—Pues es eso, precisamente. Debería haberlo sabido: tenía que haberme propuesto saberlo. Fui demasiado confiada. Al menos, al principio. Hice algunas pesquisas sobre ella, pero solo después, y para entonces ya era demasiado tarde.
—¿Qué quieres decir? ¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué averiguaste?
Pero el hallazgo de la abuela Nicolson, fuese lo que fuese, siguió siendo un misterio para Laurel, pues salieron del pasillo antes de que su abuela respondiese. En realidad, a Laurel no le preocupó demasiado por aquel entonces. La abuela Nicolson era una mojigata a la que le gustaba ser el centro de atención y martirizar a su nieta, pues, en cuanto miraba a un chico en la playa, se lo decía a sus padres. En cuanto a lo que la abuela creía haber descubierto acerca de su madre, pensó Laurel, acostada en la oscuridad, maldiciendo el dolor de cabeza, no sería más que una exageración o una mentira.
Ahora, sin embargo (Laurel se secó la cara y las manos), ya no estaba tan segura. Las sospechas de la abuela (que Dorothy buscaba una escapatoria, que no era tan inocente como parecía, que se había casado por conveniencia) parecían concordar, de algún modo, con lo que su madre le acababa de contar.
¿Huía Dorothy Smitham de un compromiso roto cuando apareció en la pensión de la señora Nicolson? ¿Era eso lo que la abuela había descubierto? Era posible, pero debía de haber algo más. Quizás una relación habría bastado para que su abuela se agriara (qué poco se necesitaba para eso), pero, con certeza, su madre no lo seguiría lamentando sesenta años más tarde (y se sentía culpable, creía Laurel: hablaba de errores, de no haberlo pensado bien), a menos que, tal vez, hubiese huido sin decirle nada a su novio. Pero ¿por qué, si lo amaba tanto, habría hecho tal cosa? ¿Por qué no se casó con él? Y ¿qué tenía que ver todo esto con Vivien y Henry Jenkins?
Había algo que se le escapaba; muchas cosas, probablemente. Dejó escapar un suspiro de exasperación que retumbó por las paredes del baño. La frustración se apoderó de ella. Cuántos indicios dispares que no significaban nada por sí mismos. Laurel arrancó un pedazo de papel higiénico y frotó el maquillaje que se le había corrido bajo los ojos. El misterio era como el comienzo de un juego infantil de unir los puntos o una constelación en el cielo nocturno. Su padre una vez los llevó a observar el cielo cuando Laurel era pequeña. Acamparon en lo alto del bosque del Ciego y, mientras esperaban que el ocaso terminase y surgiesen las estrellas, les contó que una vez se perdió de niño y siguió las estrellas para volver a casa.
—Solo hay que buscar los dibujos —dijo, ajustando el telescopio en el trípode—. Si alguna vez estáis solas en la oscuridad, os mostrarán el camino de vuelta.
—Pero yo no veo ningún dibujo —protestó Laurel, que frotaba los mitones y escudriñaba las estrellas, que titilaban en el cielo.
Papá sonrió con cariño.
—Eso es porque te estás fijando en las estrellas —dijo— y no en el espacio que hay en medio. Tienes que trazar las líneas en tu mente, así es como se ve el dibujo completo.
Laurel se observó en el espejo del hospital. Parpadeó y ese recuerdo adorable de su padre se disolvió. Lo reemplazó un repentino dolor de tristeza mortal: cómo lo echaba de menos, se estaba haciendo vieja, su madre decaía.
Tenía un aspecto desastroso. Laurel sacó el peine y se arregló el pelo como pudo. Era un comienzo. Encontrar dibujos en las constelaciones nunca fue su punto fuerte. Fue Gerry quien los impresionó a todos al darle sentido al cielo nocturno; ya de pequeño señalaba imágenes y formas donde Laurel solo veía estrellas dispersas.
Los recuerdos de su hermano arremetieron contra Laurel. Deberían estar juntos en esta búsqueda, maldita sea. Era de ambos. Sacó el teléfono y miró si tenía llamadas perdidas.
Nada. Todavía nada.
Recorrió la libreta de direcciones hasta llegar al número de su despacho y llamó. Esperó mordiéndose las uñas y lamentando (no por primera vez) que su hermano se negase en redondo a comprarse un móvil, mientras sonaba y sonaba un teléfono lejano sobre un escritorio desordenado de Cambridge. Al fin, un clic seguido de un mensaje: «Hola, ha llamado a Gerry Nicolson. En estos momentos estoy en otra galaxia. Por favor, deje su número».
Sin embargo, no prometía que fuese a llamar, observó Laurel, irónica. No dejó mensaje. Tendría que seguir sola por ahora.
Londres, enero de 1941
Dolly entregó el enésimo tazón de sopa y sonrió al joven bombero, quien dijo unas palabras que no oyó. Las risas, las charlas y la música de piano eran atronadoras pero, a juzgar por su gesto, había sido una insinuación. Sonreír nunca le hacía mal a nadie, así que Dolly sonrió y, cuando el joven tomó la sopa y se fue en busca de un lugar donde sentarse, Dolly al fin tuvo su recompensa: un respiro entre todas esas bocas hambrientas para sentarse y descansar sus pies agotados.
La estaban matando. Tardó en salir de Campden Grove, pues la bolsa de caramelos de lady Gwendolyn había «desaparecido» y la anciana cayó presa de un colosal malestar. Los caramelos aparecieron al fin, aplastados contra el colchón bajo el grandioso trasero de la gran dama; pero Dolly ya iba tan mal de tiempo que hubo de correr hasta Church Street con un par de zapatos de raso cuya única función era ser admirados. Llegó sin aliento y con los pies doloridos, solo para que sus esperanzas de entrar sigilosamente entre los soldados de parranda se derrumbaran. A medio camino la divisó la jefa de la sección, la señora Waddingham, una mujer de hocico animal y una grave afección de eccema por lo que siempre iba enguantada y de mal humor, incluso cuando hacía buen tiempo.
—Tarde otra vez, Dorothy —dijo con los labios prietos como el culo de un perro salchicha—. Ve a la cocina a servir sopa; hemos estado toda la tarde con el agua al cuello.
Dolly conocía esa sensación. Peor aún, un rápido vistazo confirmó que sus prisas habían sido en vano: Vivien ni siquiera estaba ahí. Lo cual no tenía sentido, pues Dolly había comprobado con atención que compartían el mismo turno; es más, había saludado a Vivien desde la ventana de lady Gwendolyn hacía apenas una hora, cuando la vio salir del número 25 con su uniforme del SVM.
—Vamos, niña —dijo la señora Waddingham, que le metió prisa con un gesto de las manos enguantadas—. A la cocina. La guerra no va a esperar por una niña como tú, ¿a que no?
Dolly contuvo las ganas de derribar a la mujer con un fuerte golpe en la tibia, pero decidió que no sería recatado. Suprimió una sonrisa (a veces imaginarlo era tan placentero como hacerlo) y asintió servilmente a la señora Waddingham.
Habían montado un comedor en la cripta de la iglesia de Santa María y la «cocina» era un pequeño nicho con corrientes de aire en el cual una mesa de caballetes, cubierta con una falda y banderas del Reino Unido, servía de mostrador. Había un pequeño lavabo en un rincón, y una cocina de queroseno para mantener la sopa caliente; lo mejor de todo, por lo que a Dolly respectaba, era un banco junto a la pared.
Echó un último vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie notaría su ausencia: la sala estaba llena de militares satisfechos, un par de conductores de ambulancia jugaban al tenis de mesa y el resto de las chicas del SVM mantenían sus agujas de tejer y sus lenguas bien ocupadas en un rincón lejano. La señora Waddingham estaba entre ellas, de espaldas a la cocina, y Dolly decidió incurrir en el riesgo de despertar la ira del dragón. Dos horas era demasiado tiempo para estar de pie. Se sentó y se quitó los zapatos; con un suspiro de dulce alivio, arqueó los dedos de los pies, despacio, adelante y atrás.
Los miembros del SVM no debían fumar en la cantina (la normativa contra incendios), pero Dolly hurgó en el bolso y sacó un paquete nuevo y reluciente que había comprado al señor Hopton, el tendero. Los soldados fumaban todo el rato (quién iba a prohibírselo), y una nube perenne de tabaco gris pendía del techo; Dolly pensó que nadie notaría si la nube crecía un poquito. Se puso cómoda en el suelo de baldosas y encendió la cerilla, entregándose por fin a evocar ese hecho trascendental acaecido por la tarde.
Había comenzado de un modo más bien anodino: Dolly tuvo que ir de compras después de comer y, a pesar de que se avergonzaba al recordarlo ahora, la tarea la puso de muy mal humor. Por aquel entonces no era fácil encontrar caramelos, pues el azúcar estaba racionado, pero lady Gwendolyn no aceptaba un no como respuesta y Dolly se vio obligada a husmear en los callejones de Notting Hill en busca de un amigo de un tío de un señor, quien (se rumoreaba) todavía tenía contrabando a la venta. Acababa de llegar al número 7 dos horas más tarde y se estaba quitando la bufanda y los guantes cuando sonó el timbre.
Con el día que estaba teniendo, Dolly esperó ver a una chusma de niños malcriados recogiendo chatarra de los Spitfire; en vez de eso, se encontró con un hombre menudo de fino bigote y con una marca de nacimiento que le cubría una mejilla. Llevaba un enorme maletín negro de piel de cocodrilo, repleto a más no poder, cuyo peso parecía causarle cierta molestia. Un vistazo a su pulcro peinado bastó, sin embargo, para percibir que no era de los que admitían que algo les irritaba.
—Pemberly —dijo bruscamente—. Reginald Pemberly, abogado, vengo a ver a lady Gwendolyn Caldicott. —Se inclinó para añadir, con voz sigilosa—: Se trata de una cuestión urgente.
Dolly había oído hablar del señor Pemberly («Un ratoncito de hombre, nada que ver con su padre. Pero sabe cómo mantener la contabilidad, así que le permito que lleve mis cuentas…»), pero no lo había visto antes. Lo dejó entrar, a resguardo de la helada, y se apresuró escaleras arriba para averiguar si lady Gwendolyn se alegraría de verlo. Nada la alegraba, en realidad, pero cuando se trataba de dinero siempre estaba alerta, por lo que, a pesar de hundir las mejillas con desdén taciturno, hizo un gesto con su porcina mano para indicar que le daba permiso para entrar en sus aposentos.
—Buenas tardes, lady Gwendolyn —resopló el hombre (había tres tramos de escaleras, al fin y al cabo)—. Lamento visitarla tan de repente, pero es por el bombardeo, ya ve. Recibí un fuerte golpe en diciembre, y he perdido todos mis documentos y archivos. Una terrible molestia, como puede imaginar, pero lo estoy recuperando todo… A partir de ahora, lo voy a llevar todo encima. —Dio unos golpecitos al maletín atiborrado.
Pidieron a Dolly que se retirase y pasó la siguiente media hora en su dormitorio, con pegamento y tijeras en la mano, actualizando su Libro de Ideas y echando vistazos al reloj con creciente ansiedad a medida que se acercaba la hora de su turno en el SVM. Al final, la campanilla repiqueteó arriba y acudió de nuevo a los aposentos de su señora.
—Acompañe al señor Pemberly a la puerta —dijo lady Gwendolyn, que hizo una pausa debido al aparatoso hipo— y luego vuelve a acostarme. —Dolly sonrió y asintió, y, mientras esperaba a que el letrado cargase el maletín, la anciana, con su despreocupación habitual, añadió—: Esta es Dorothy, señor Pemberly, Dorothy Smitham. La joven de quien le hablaba.