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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (30 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—¿Se veían a menudo?

Kitty cogió un bollito y echó una cucharada de mermelada reluciente encima.

—¿Cómo iba a saber yo esos detalles? —preguntó con aspereza, untando la mermelada roja—. A mí nunca me invitaron a ir con ellas y Dolly ya había dejado de contarme sus secretos por entonces. Supongo que por eso no supe que algo iba mal hasta que fue demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? ¿Qué iba mal?

Kitty echó una porción de nata en el bollito y observó a Laurel.

—Algo pasó entre ellas, entre su madre y Vivien, algo malo. A principios de 1941; lo recuerdo porque acababa de conocer a mi Tom… Quizás por eso no me molestó tanto. Dolly siempre tenía un humor de perros: despotricaba todo el tiempo, se negaba a salir con nosotras, evitaba a Jimmy. Como si fuese una persona diferente, sí… Ni siquiera iba a la cantina.

—¿La cantina del SVM?

Kitty asintió, preparada para dar un delicado mordisco al bollito.

—Le encantaba trabajar ahí, siempre se escabullía para hacer un turno a escondidas… Qué valiente su madre, nunca tuvo miedo de las bombas… Pero de repente dejó de ir. Y no volvía ni por todo el té de China.

—¿Por qué no?

—No lo dijo, pero sé que tuvo que ver con esa, con la que vivía al otro lado de la calle. Las vi juntas el día que discutieron, ¿sabe?; yo volvía del trabajo, un poco antes de lo normal debido a una bomba sin estallar que apareció cerca de mi oficina, y vi a su madre saliendo de la casa de los Jenkins. ¡Vaya! ¡Qué mirada tenía! —Kitty negaba con la cabeza—. Ni bombas ni nada… Por su mirada, pensé que era Dolly quien estaba a punto de estallar.

Laurel tomó un sorbo de té. Se le ocurría una situación en la que una mujer dejaría de ver tanto a su amiga como a su novio al mismo tiempo. ¿Jimmy y Vivien habían tenido una aventura? ¿Por eso su madre había roto el compromiso y había huido para comenzar una nueva vida? Sin duda, explicaría el enojo de Henry Jenkins, aunque no con Dorothy; y tampoco concordaba con los recientes lamentos de su madre por el pasado. No había nada que lamentar por haber comenzado de nuevo: era un acto de valentía.

—¿Qué cree que pasó? —apremió con delicadeza, posando la taza en la mesa.

Kitty alzó esos hombros huesudos, pero había algo taimado en el gesto.

—Dolly nunca le dijo nada al respecto, ¿verdad? —Su expresión de sorpresa disimulaba un placer profundo. Suspiró teatralmente—. Bueno, supongo que siempre le gustó guardar secretos. No todas las madres e hijas están tan unidas, ¿verdad?

Susanna resplandeció; su madre dio un bocado al bollito.

Laurel tenía la poderosa sensación de que Kitty ocultaba algo. Siendo la mayor de cuatro hermanas, sabía muy bien cómo sonsacárselo. No había muchos secretos que resistiesen la tentación de la indiferencia.

—Ya le he robado mucho tiempo, señora Barker —dijo, mientras doblaba la servilleta y dejaba la cuchara en su sitio—. Gracias por hablar conmigo. Ha sido una gran ayuda. Si recuerda algo más que pueda explicar lo que sucedió entre Vivien y mi madre, hágamelo saber. —Laurel se levantó y metió la silla bajo la mesa. Se dirigió hacia la puerta.

—¿Sabe? —dijo Kitty, que la siguió—. Hay algo más, ahora que lo pienso.

No fue fácil, pero Laurel consiguió contener una sonrisa.

—¿Sí? —dijo—. ¿Qué es?

Kitty se chupó los labios como si estuviera a punto de hablar en contra de su voluntad y no supiese muy bien qué le había impulsado a ello. Exigió a Susanna que se llevara la tetera y, cuando se hubo ido, llevó a Laurel de vuelta a la mesa.

—Le he hablado del mal humor de Dolly —dijo—. Espantoso. Muy sombrío. Y duró todo el tiempo que pasamos en Campden Grove. Luego, una noche, un par de semanas después de mi boda, mi marido había vuelto al servicio y yo quedé con algunas de las muchachas del trabajo para ir a bailar. A Dolly casi ni le pregunté (había estado muy pesada últimamente), pero se lo dije y, aunque no me lo esperaba, decidió venir.

»Llegó al club de baile vestida de punta en blanco y riéndose como si ya le hubiese dado al whisky. Además, trajo a una amiga con ella, una chica de Coventry, Caitlin o algo así, muy estirada al principio pero que enseguida entró en calor… Con Doll no había otra opción. Era una de esas personas llenas de vida, que provocaba ganas de divertirse con su mera presencia.

Laurel sonrió levemente al reconocer a su madre en esa descripción.

—Esa noche, sin duda, se lo estaba pasando muy bien, déjeme que lo diga. Tenía una mirada alocada y se reía y bailaba y decía unas cosas muy raras. A la hora de marcharnos, me agarró por los brazos y me dijo que tenía un plan.

—¿Un plan? —Laurel sintió que se le erizaban todos los pelos de la nuca.

—Dijo que Vivien Jenkins le había hecho algo repugnante, pero que tenía un plan para arreglarlo todo. Ella y Jimmy iban a vivir felices para siempre; todos iban a recibir su merecido.

Era lo mismo que su madre le había dicho en el hospital. Pero el plan no había salido como tenía previsto y no llegó a casarse con Jimmy. En cambio, Henry Jenkins se había enfurecido. Laurel tenía el corazón desbocado, pero hizo lo posible para parecer indiferente.

—¿Le dijo en qué consistía el plan?

—No y, para ser sincera, no le di demasiada importancia entonces. Las cosas eran diferentes con la guerra. La gente decía y hacía cosas que ni se les habrían ocurrido en otras circunstancias. Nunca sabía una qué le depararía el día siguiente, ni siquiera si llegarías a verlo… Esa incertidumbre disminuía los escrúpulos de las personas. Y su madre siempre tuvo un don para lo teatral. Me imaginé que toda esa palabrería sobre la venganza no era más que eso: palabrería. Más tarde me pregunté si habló más en serio de lo que yo pensaba.

Laurel se acercó un poco.

—¿Más tarde?

—Se desvaneció en el aire. Esa noche, en el club de baile, fue la última vez que la vi. Nunca más supe de ella, ni una palabra, y no respondió a ninguna de mis cartas. Pensé que tal vez la había herido una bomba, hasta que recibí una visita de una mujer mayor, justo después del fin de la guerra. Era muy misteriosa: preguntaba por Doll, quería saber si había algo «innombrable» en su pasado.

Laurel vio la habitación oscura y fresca de la abuela Nicolson.

—¿Una mujer alta, guapa, que parecía haber estado chupando limones?

Kitty arqueó una sola ceja.

—¿Una amiga de usted?

—Mi abuela. Por parte de padre.

—Ah —Kitty sonrió mostrando los dientes—, la suegra. No lo dijo, solo dijo que había contratado a su madre y estaba comprobando sus antecedentes. Entonces, al final se casaron, su padre y su madre… Él debía de estar loco por ella.

—¿Por qué? ¿Qué le dijo a mi abuela?

Kitty pestañeó, la viva imagen de la inocencia.

—Yo estaba dolida. Como no sabía nada de ella, me había preocupado, pero entonces descubrí que se había ido sin más, sin decir palabra. —Hizo un vago gesto con la mano—. Quizás adorné la verdad un poquito, dije que Dolly había tenido unos pocos novios más de los que tuvo, cierta afición a la bebida… Nada grave.

Pero más que suficiente para explicar la actitud de la abuela Nicolson: lo de los novios ya era bastante malo, pero ¿la afición a la bebida? Eso era casi un sacrilegio.

De repente, Laurel se sintió impaciente por salir de esa casa atestada de recuerdos y estar a solas con sus pensamientos. Le dio las gracias a Kitty Barker y comenzó a recoger sus cosas.

—Dele recuerdos a su madre, ¿vale? —dijo Kitty, que acompañó a Laurel a la puerta.

Laurel le aseguró que lo haría y se puso el abrigo.

—No tuve la oportunidad de despedirme. Me acordé de ella a lo largo de los años, sobre todo cuando supe que había sobrevivido a la guerra. No había nada que hacer… Dolly era muy decidida, una de esas chicas que siempre consiguen lo que quieren. Si quería desaparecer, nadie podía impedirlo ni encontrarla.

Salvo Henry Jenkins, pensó Laurel cuando Kitty Barker cerró la puerta detrás de sí. Había sido capaz de encontrarla y Dorothy se aseguró de que sus razones para buscarla desaparecieran junto a él aquel día en Greenacres.

Laurel se sentó en el Mini verde, frente a la casa de Kitty Barker, con el motor en marcha. Deseó que la calefacción caldeara rápidamente el interior del coche. Ya eran las cinco pasadas y la oscuridad había comenzado a cernirse a su alrededor. Los chapiteles de la Universidad de Cambridge relucían contra el cielo oscuro, pero Laurel no los vio. Estaba demasiado concentrada en imaginar a su madre (a esa joven de la fotografía que había encontrado) en un club de baile, agarrando a Kitty Barker por las muñecas para decirle en un tono impetuoso que tenía un plan, que iba a arreglar las cosas. «¿Qué era, Dorothy? —masculló Laurel entre dientes, mientras buscaba un cigarrillo—. ¿Qué diablos hiciste?».

Su teléfono móvil sonó mientras hurgaba en el bolso, y lo sacó, con la súbita esperanza de que fuese Gerry, para devolverle por fin sus llamadas.

—¿Laurel? Soy Rose. Phil tiene una reunión esta noche, y he pensado que te vendría bien un poco de compañía. Podría llevar la cena, quizás una película.

Laurel, decepcionada, vaciló, intentando encontrar una excusa. Se sentía mal por mentir, especialmente a Rose, pero aún no estaba preparada para compartir esta búsqueda, al menos no con sus hermanas; ver una comedia romántica y charlar mientras se devanaba los sesos para desenmarañar el pasado de su madre sería agobiante. Una lástima: le habría encantado entregar el embrollo a alguien y decir: «A ver qué puedes hacer con esto»; pero la carga era suya y, aunque acabaría contando todo a sus hermanas, se negaba a hacerlo (en realidad, no podía) hasta saber bien qué debía decir.

Se mesó los cabellos, rastreando en su cerebro un motivo para no aceptar la cena (Dios, qué hambre tenía, ahora que pensaba en ello) y en ese momento distinguió las orgullosas torres de la universidad, majestuosas en la sombría distancia.

—¿Lol? ¿Estás ahí?

—Sí. Sí, aquí estoy.

—No se oye muy bien. Te estaba preguntando si querías que te preparase algo de cenar.

—No —dijo Laurel enseguida, vislumbrando de repente el borroso perfil de una buena idea—. Gracias, Rosie, pero no. ¿Te parece bien si te llamo mañana?

—¿Va todo bien? ¿Dónde estás?

Cada vez había más interferencias y Laurel tuvo que gritar:

—Todo va bien. Es que… —Sonrió cuando su plan adquirió forma, claro y nítido—. No voy a estar en casa esta noche, voy a llegar tarde.

—¡Ah!

—Eso me temo. Acabo de recordar, Rose, que hay alguien a quien tengo que ir a ver.

16

Londres, enero de 1941

Las dos últimas semanas habían sido terribles, y a Dolly no le quedó más remedio que culpar a Jimmy. Si no hubiera estropeado todo al forzar tanto las cosas… Justo cuando estaba decidida a pedirle que fuesen más discretos, él le pidió la mano, y dentro de ella se abrió una grieta que se negaba a cerrarse. A un lado estaba Dolly Smitham, la joven ingenua de Coventry, quien pensaba que casarse con su novio y vivir para siempre en una granja junto a un arroyo era el colmo de sus deseos; al otro lado, Dorothy Smitham, amiga de la sofisticada y rica Vivien Jenkins, heredera y dama de compañía de lady Gwendolyn Caldicott, una mujer madura que ya no necesitaba fantasear con el futuro pues sabía muy bien qué aventuras le esperaban.

Eso no significaba que a Dolly no le desgarrara salir así del restaurante, entre las miradas y los cuchicheos de los camareros; pero intuía que, de haberse quedado un momento más, habría dicho que sí, solo para que se levantase. Y ¿dónde habría acabado en ese caso? ¿En un apartamento diminuto con Jimmy y el señor Metcalfe, preocupada por encontrar la próxima jarra de leche? ¿Cómo habría acabado con lady Gwendolyn? La anciana había sido muy amable con Dolly, casi pensaba en ella como parte de la familia; ¿cómo iba a soportar que la abandonaran por segunda vez? No, Dolly había hecho lo correcto. El doctor Rufus fue comprensivo cuando comenzó a llorar durante uno de sus almuerzos: ella era joven, dijo, tenía la vida entera por delante, no había motivo alguno para atarse tan pronto.

Kitty (por supuesto) percibió que algo iba mal y reaccionó haciendo desfilar a su piloto ante el umbral del número 7 a la menor oportunidad, sacando a relucir su anillo de compromiso y haciendo preguntas incómodas respecto al paradero de Jimmy. En comparación, su tarea en la cantina era casi un alivio. Al menos lo habría sido si Vivien se hubiera presentado alguna vez para animarla. Se habían visto solo una vez desde la noche en que Jimmy llegó sin previo aviso. Vivien estaba donando una caja de ropa y Dolly se disponía a acercarse para saludarla cuando la señora Waddingham le ordenó que regresara a la cocina bajo amenaza de muerte. Bruja. Casi merecía la pena inscribirse en la oficina de empleo para no tener que volver a ver a esa mujer. Lástima que fuese una posibilidad remota. Dolly había recibido una carta del Ministerio de Trabajo, pero cuando lady Gwendolyn se enteró, de inmediato tomó medidas para que los funcionarios del más alto nivel comprendiesen que Dolly le resultaba indispensable en su estado actual y no podía prescindir de ella para que se fuera a hacer bombas de humo.

Un par de bomberos cuyos rostros estaban cubiertos de hollín negro llegaron al mostrador y Dolly forzó una sonrisa que dibujó un hoyuelo en cada mejilla mientras servía la sopa en dos tazones.

—Una noche ajetreada, ¿eh, muchachos? —comentó.

—Las malditas mangueras están heladas —contestó el hombre más bajo—. Tendrías que verlo. Apagamos las llamas en una casa y hay carámbanos colgando al lado, donde ha caído agua.

—Qué horror —dijo Dolly, y los dos hombres se mostraron de acuerdo, antes de arrastrarse hacia una mesa y dejarla sola una vez más en la cocina.

Apoyó el codo en la encimera y el mentón en las manos. Sin duda, Vivien estaba ocupada últimamente con ese doctor suyo. Dolly se llevó una desilusión cuando Jimmy se lo contó (habría preferido enterarse por boca de Vivien), pero comprendió la necesidad de guardar el secreto. A Henry Jenkins no le habría hecho ninguna gracia que su esposa tantease el terreno: bastaba una mirada para saberlo. Si alguien escuchase las confidencias de Vivien o viese algo sospechoso y se lo contase al marido, ocurriría un desastre. No era de extrañar que insistiese en que Jimmy no contase a nadie lo que le había dicho.

—¿Señora Jenkins? ¡Oiga, señora Jenkins!

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