Dolly alzó la vista en el acto. ¿Había llegado Vivien cuando no estaba mirando?
—Oh, señorita Smitham —la voz perdió parte de su alborozo—, es usted.
Maud Hoskins, pulcra como un alfiler, se hallaba ante el mostrador, con un camafeo al cuello, rígido como el alzacuello de un rector. Vivien no estaba a la vista y a Dolly se le encogió el corazón.
—Solo yo, señora Hoskins.
—Sí —rezongó la anciana—, ya lo veo. —Echó un vistazo en derredor como gallina azorada que da picotazos, y dijo—: Vaya, vaya, supongo que no la habrá visto…, es decir, a la señora Jenkins.
—Déjeme pensar. —Dolly, pensativa, se dio unos golpecitos en los labios mientras, bajo el mostrador, sus pies se deslizaban dentro de los zapatos—. No, no creo haberla visto.
—Qué lástima. Tengo algo para ella, ¿sabe? Supongo que lo perdió la última vez que estuvo aquí, y lo he guardado con la esperanza de encontrarme con ella. Pero lleva días sin venir.
—¿De verdad? No me había dado cuenta.
—Toda la semana sin venir. Espero que no le haya pasado nada malo.
Dolly pensó en decirle a la señora Hoskins que veía a Vivien todos los días, sana y salva, desde la ventana del dormitorio de lady Gwendolyn, pero decidió que eso plantearía más preguntas de las que respondía.
—Seguro que está bien.
—Supongo que tiene razón. Tan bien como se puede estar en estos tiempos tan difíciles.
—Sí.
—Pero es una molestia. Voy a Cornualles, a quedarme con mi hermana un tiempo, y quería devolverlo antes de irme. —La señora Hoskins miró a su alrededor dubitativa—. Supongo que tendré que…
—¿Dejármelo a mí? Claro que sí. —Dolly sacó a relucir su sonrisa más cautivadora—. Yo me encargo de dárselo.
—Oh… —La señora Hoskins la escudriñó desde detrás de las gafas—. No había pensado… No sé si debería dejarlo.
—Señora Hoskins, por favor. Me alegra poder ayudarla. Voy a ver a Vivien pronto, sin duda.
La anciana exhaló un suspiro breve y recatado, fijándose en que Dolly había empleado el nombre de pila de Vivien.
—Bueno —dijo, ahora con un tono de admiración en la voz—. Si está segura…
—Estoy segurísima.
—Gracias, señorita Smitham. Muchísimas gracias. Sin duda sería todo un alivio. Es una pieza bastante valiosa, creo. —La señora Hoskins abrió el bolso y sacó un pequeño paquete de papel de seda. Lo dejó en la mano extendida de Dolly, al otro lado del mostrador—. Lo he envuelto para que esté a buen recaudo. Tenga cuidado, querida… No queremos que caiga en malas manos, ¿verdad?
Dolly no abrió el paquete hasta llegar a casa. Tuvo que contenerse para no rasgar el papel en cuanto la señora Hoskins se dio la vuelta. Lo guardó en el bolso y ahí permaneció hasta que se acabó su turno y regresó a toda prisa a la casa de Campden Grove.
Cuando cerró la puerta de la habitación tras de sí, la curiosidad de Dolly se había convertido en un dolor físico. Se metió en la cama, con los zapatos y todo, y sacó el pequeño paquete del bolso. Al desenvolverlo, algo cayó sobre su regazo. Dolly lo cogió y dio vueltas entre los dedos: era un delicado medallón oval que pendía de una cadena de oro rosa. Notó que uno de los eslabones se había abierto un poco, con lo cual su compañero había quedado libre. Ensartó el final del círculo abierto en el siguiente eslabón, tras lo cual, con sumo cuidado, lo cerró con la uña.
Ya estaba: arreglado. Y muy bien, además; era difícil ver dónde estaba la abertura. Dolly sonrió satisfecha y centró su atención en el medallón. Era del tipo empleado para guardar fotografías, comprendió, mientras pasaba el pulgar sobre el grabado de formas curvadas. Cuando Dolly al fin logró abrirlo, se encontró con una fotografía de cuatro pequeños, dos niñas y dos niños, sentados en unas escaleras de madera, con los ojos entrecerrados ante el sol deslumbrante. La fotografía había sido cortada en dos para encajarla en los dos paneles del marco.
Dolly reconoció a Vivien al instante, la niña más pequeña, de pie con un brazo apoyado en el pasamanos, la otra mano en el hombro de uno de los niños, un pequeño de apariencia sencilla. Eran sus hermanos, comprendió Dolly, en su casa, en Australia, un retrato tomado, obviamente, antes de que enviaran a Vivien a Inglaterra. Antes de conocer a su tío y convertirse en una mujer adulta en una torre en la finca familiar, el mismo lugar donde conocería al apuesto Henry Jenkins. Dolly se estremeció de placer. Era como un cuento de hadas…, de hecho, como el libro de Henry Jenkins.
Sonrió al ver a Vivien de niña. «Ojalá te hubiera conocido entonces», dijo Dolly en voz baja, aunque resultaba absurdo, pues era mucho mejor conocerla ahora, tener la oportunidad de ser Dolly y Viv de Campden Grove. Observó el rostro de la pequeña, identificó la versión infantil de los rasgos que admiraba tanto en la mujer y pensó en lo extraño que era querer tanto a alguien a quien conocía desde hacía tan poco tiempo.
Cerró el medallón y notó que en la parte posterior había algo grabado, en intrincada caligrafía. «Isabel», leyó en voz alta. ¿La madre de Vivien, tal vez? Dolly no recordaba si sabía el nombre de la madre de Vivien, pero tenía sentido. Era una de esas fotografías que una madre guardaba cerca del corazón: toda su prole junta, sonriendo al fotógrafo ambulante. Dolly era demasiado joven para pensar en niños, pero supo que, cuando los tuviese, llevaría una fotografía similar a esta.
Una cosa era indudable: este medallón debía de ser importantísimo para Vivien si había pertenecido a su madre. Dolly tendría que protegerlo con su propia vida. Pensó un momento y una sonrisa se extendió por su rostro: vaya, lo guardaría en el lugar más seguro que conocía. Dolly desabrochó el cierre, se pasó el collar bajo el cabello y lo cerró alrededor del cuello. Suspiró satisfecha, alegre, cuando el medallón se deslizó bajo la blusa y el frío metal se encontró con su piel cálida.
Dolly se quitó los zapatos y tiró el sombrero a la silla que estaba junto a la ventana, se dejó caer sobre las almohadas y cruzó los pies. Encendió un cigarrillo y lanzó anillos de humo hacia el techo, imaginando cómo se emocionaría Vivien cuando le devolviese el medallón. Probablemente tomaría a Dolly entre los brazos, la abrazaría y la llamaría «querida amiga», y sus encantadores ojos negros se bañarían en lágrimas. Invitaría a Dolly a sentarse junto a ella en el sofá y charlarían de todo un poco. Dolly presentía que Vivien incluso le hablaría del otro, de su amigo el doctor, una vez que pasasen un tiempo juntas.
Sacó el medallón de entre los senos y miró el bello diseño de la superficie. La pobre Vivien estaría desolada, pensando que lo había perdido para siempre. Dolly se preguntó si debería decirle de inmediato que el collar estaba a salvo (¿quizás una carta por la ranura de la puerta?), pero pronto descartó la idea. No disponía de papel, no sin el monograma de lady Gwendolyn, lo cual no resultaba muy apropiado. En cualquier caso, era mejor dárselo en mano. La pregunta crucial era qué debería ponerse.
Dolly se tumbó bocabajo y sacó el Libro de Ideas de su escondite, bajo la cama.
El libro de las tareas domésticas de la señora Beeton
no había despertado el interés de Dolly cuando se lo regaló su madre, pero el papel valía su peso en oro y las páginas del libro habían demostrado ser la guarida ideal para sus fotografías favoritas de
The Lady
. Dolly las había recortado y pegado encima de las normas y las recetas de la señora Beeton durante más de un año. Las hojeó, prestando suma atención al atuendo de las mujeres más distinguidas, en busca de prendas similares a las que había visto en el vestidor. Se detuvo en una imagen reciente. Era Vivien, fotografiada en un acto benéfico en el Ritz, gloriosa en un delicado vestido de seda fina. Pensativa, Dolly recorrió con el dedo el contorno del canesú y la falda: había uno igual arriba; con unas ligeras modificaciones, sería perfecto. Se sonrió al imaginarse lo guapa que estaría al cruzar la calle a paso vivo para tomar el té con Vivien Jenkins.
Tres días más tarde, en un gesto de amabilidad tan poco característico, lady Gwendolyn soltó la bolsa de caramelos y pidió a Dolly que corriese las cortinas y la dejara a solas para echarse la siesta. Eran casi las tres de la tarde y Dolly no esperó a que se lo dijera dos veces. Tras comprobar que la anciana se sumía en el letargo, se enfundó el vestido amarillo que tenía preparado y cruzó la calle de buen humor.
Ya en el escalón superior, preparada para tocar el timbre, Dolly imaginó la cara de Vivien al abrir la puerta y encontrarse con ella; esa sonrisa de alivio, agradecida, cuando se sentaran a tomar el té y le mostrara el medallón. Podía haber bailado de alegría.
Tras una pausa para acicalarse el pelo y saborear el momento, Dolly tocó el timbre.
Esperó a la escucha de sonidos reveladores al otro lado de la puerta. Esta se abrió y una voz dijo: «Hola, cari…».
Dolly no pudo contenerse y dio un paso hacia atrás. Henry Jenkins estaba de pie delante de ella, más alto de cerca de lo que pensaba, gallardo como todos los hombres poderosos. En su actitud había una cualidad casi brutal, que se desvaneció al instante, por lo que Dolly supuso que lo había imaginado debido a la sorpresa. Sin duda, en todas sus fantasías, tan numerosas, nunca previó algo así. Henry Jenkins tenía un trabajo importante en el Ministerio de Información y rara vez se encontraba en casa de día. Dolly abrió la boca y la cerró de nuevo; se sentía intimidada ante su corpulencia y su expresión sombría.
—¿Sí? —dijo él. Su tez estaba ligeramente sonrosada y Dolly sospechó que había estado bebiendo—. ¿Viene en busca de retazos? Porque ya hemos donado todo lo que podíamos dar.
Dolly recuperó la voz.
—No, no, lo siento —dijo—. No he venido en busca de telas. He venido a ver a Vivien…, a la señora Jenkins. —Al fin: su aplomo regresaba. Sonrió al hombre—. Soy amiga de su esposa.
—Ya veo. —Su sorpresa era evidente—. Una amiga de mi esposa. ¿Y cómo se llama esta amiga de mi esposa?
—Dolly… Quiero decir, Dorothy. Dorothy Smitham.
—Bueno, Dorothy Smitham, supongo que será mejor que entre, ¿no le parece? —Se apartó e hizo una señal con la mano.
Según se adentraba en la casa de Vivien, Dolly reparó en que, a pesar de todo el tiempo que había vivido en Campden Grove, esta era la primera vez que traspasaba el umbral del número 25. Por lo que veía, tenía la misma disposición que el número 7: un vestíbulo con un tramo de escaleras que conducían a la primera planta y una puerta a la izquierda. Mientras seguía a Henry Jenkins hacia la sala de estar, no obstante, vio que las semejanzas acababan ahí. Era evidente que la decoración del número 25 procedía de este siglo y, en contraste con el mobiliario de caoba, pesado y barroco, y las paredes atestadas de lady Gwendolyn, esta casa era toda luz y ángulos agudos.
Era magnífica: el suelo era de parqué y del techo colgaba un conjunto de arañas de luz de vidrio esmerilado. Alineadas en las paredes había unas llamativas fotografías de arquitectura contemporánea y el sofá verde lima tenía una piel de cebra plegada en un reposabrazos. Qué elegante, qué moderno… A Dolly casi le entraron moscas en la boca al observarlo todo.
—Siéntese. Por favor —dijo Henry Jenkins, que señaló un sillón junto a la ventana. Dolly se sentó y alisó el dobladillo del vestido antes de cruzar las piernas. De repente, se sintió avergonzada por su atuendo. Era bastante favorecedor, para su época, pero sentada aquí, en esta espléndida sala, daba la impresión de ser una pieza de museo. Se había creído tan elegante en el vestidor de lady Gwendolyn, girando ante el espejo; ahora, solo veía los ribetes y los volantes anticuados… Qué diferentes, en realidad (¿cómo es posible que no lo notase antes?), de las pulcras líneas de los vestidos de Vivien.
—Le ofrecería té —dijo Henry Jenkins, que se atusó las puntas del bigote de una forma extraña que resultaba encantadora—, pero nos hemos quedado sin doncella esta semana. Una gran decepción… Fue sorprendida robando.
Estaba mirándole las piernas, comprendió Dolly con un arrebato de emoción. Sonrió, un poco incómoda (al fin y al cabo, era el esposo de Vivien), pero también halagada.
—Lo siento —dijo, y en ese momento recordó algo que le había oído decir a lady Gwendolyn—: Qué difícil es encontrar buen personal estos días.
—Sin duda. —Henry Jenkins se encontraba junto a una maravillosa chimenea, revestida de azulejos blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Miró a Dolly, burlón, y dijo—: Dígame, ¿de qué conoce a mi esposa?
—Nos conocimos en el Servicio Voluntario de Mujeres, y resulta que tenemos mucho en común.
—Qué horarios más intempestivos tienen. —Sonrió, pero no se trataba de una sonrisa espontánea, y su morosidad, la forma en que la miraba, indicaron a Dolly que había algo que quería saber, que ella le dijese. No se le ocurría qué podría ser, así que le devolvió la sonrisa y guardó silencio. Henry Jenkins miró el reloj—. Hoy, por ejemplo. En el desayuno, mi esposa me dijo que acabaría a las dos. He venido a casa temprano para darle una sorpresa, pero ya son las tres menos cuarto y ni rastro de ella. Imagino que habrá surgido algo, pero es inevitable preocuparse.
La irritación se reflejaba en sus palabras, y Dolly comprendió por qué: era un hombre importante con un trabajo crucial del que había salido solo para quedarse con las manos cruzadas mientras su esposa se paseaba por la ciudad.
—¿Tenía cita para ver a mi esposa? —preguntó de repente, como si se le acabara de ocurrir que para Dolly también era un inconveniente el retraso de Vivien.
—Oh, no —dijo en el acto. Parecía ofendido y Dolly quiso tranquilizarlo—: Vivien no sabía que iba a venir. Le he traído algo, algo que ha perdido.
—¿Sí?
Dolly sacó el collar del bolso y lo sostuvo con delicadeza entre los dedos. Se había pintado las uñas para la ocasión con el último Coty Crimson de Kitty.
—Su medallón —dijo en voz baja, tendiendo la mano para recogerlo—. Lo llevaba puesto el día que nos conocimos.
—Es un collar precioso.
—Lo lleva desde niña. No importa qué le regale, por bonito o sofisticado que sea, que no se pone otro collar que este. Lo lleva incluso con su collar de perlas. No recuerdo que se lo haya quitado nunca y, sin embargo —estudió la cadena—, está intacto, así que esta vez lo ha hecho. —Miró de soslayo a Dolly, quien se encogió levemente bajo la intensidad de esa mirada. ¿Miraba así a Vivien, se preguntó, cuando le alzaba el vestido, cuando apartaba el medallón para besarla?—. ¿Ha dicho que lo había encontrado? —continuó—. Me pregunto dónde.