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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (46 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Al parecer Vivien Longmeyer continuó fascinando a Katy Ellis, pues, junto con otros comentarios respecto al viaje y notas sobre materiales didácticos que tenía intención de emplear en Inglaterra, durante las siguientes semanas ofrecía descripciones similares. Katy Ellis observaba a Vivien desde la distancia, relacionándose con ella solo en la medida en que era necesario en ese viaje compartido, hasta que, finalmente, en una entrada fechada el 5 de julio de 1929 y titulada «Séptima semana», pareció producirse un avance.

Hacía calor esta mañana, y una leve brisa soplaba del norte. Estábamos sentadas juntas en la cubierta después de desayunar, cuando sucedió algo imprevisto. Le dije a Vivien que volviese al camarote en busca de su libro de ejercicios para practicar unas lecciones; había prometido a su tía que no descuidaría las lecciones de Vivien mientras estábamos en el mar (la mujer teme, creo, que si el intelecto de la niña es insatisfactorio para el tío inglés, la envíe de vuelta a Australia). Nuestras clases son una interesante farsa, siempre igual: yo sostengo y señalo el libro, explicando los distintos principios hasta que mi cerebro se queja por la eterna búsqueda de la explicación clara; y Vivien observa con aburrimiento inexpresivo los frutos de mi trabajo
.

Aun así, hice una promesa, y por tanto persisto. Esta mañana, no por primera vez, Vivien no hizo lo que le pedí. Ni siquiera se dignó a mirarme a los ojos, y me vi en la obligación de repetirme, no dos sino tres veces, y cada vez en un tono más severo. La niña siguió sin hacerme caso, hasta que al fin (casi con ganas de llorar) le rogué que me explicase por qué tan a menudo se comportaba como si no me oyese
.

Tal vez mi pérdida de compostura conmovió a la niña, pues suspiró y me dijo el motivo. Me miró a los ojos y me explicó que, puesto que yo era simplemente una parte del sueño, una quimera de su imaginación, no veía la necesidad de escuchar, a menos que el tema de mi «parloteo» (palabra de ella) fuera de su interés
.

De otro niño podría haber sospechado una broma y le habría tirado de las orejas por responder así, pero Vivien no es como los otros niños. Para empezar, nunca miente —su tía, a pesar del entusiasmo de sus críticas, admitió que nunca escucharía una falsedad de boca de la niña («Es franca hasta la grosería, esta niña»)—, de modo que me sentí intrigada. Intenté mantener un tono de voz sereno al inquirir con desenfado, como si le preguntase la hora, qué quería decir con que yo era parte de un sueño. Parpadeó con esos ojos enormes y dijo: «Me quedé dormida junto al arroyo, cerca de casa, y no me he despertado todavía». Todo lo que había sucedido desde entonces, me dijo (la noticia del accidente automovilístico de su familia, su traslado a Inglaterra como un objeto desechado, este largo viaje por mar con una maestra por toda compañía), no era más que una larga pesadilla
.

Le pregunté por qué no despertaba, cómo era posible que alguien durmiese durante tantísimo tiempo, y ella respondió que era la magia de la floresta. Que se había dormido bajo unos helechos a orillas del arroyo encantado (el de las luces, dijo, y el túnel que lleva a una gran sala de máquinas, justo al otro lado del mundo)… Por eso no se despertaba como cabría esperar. Le pregunté, entonces, cómo sabría cuándo se había despertado, y ella inclinó la cabeza como si yo fuese un poco boba: «Cuando abra los ojos y vea que estoy de nuevo en casa». Por supuesto, añadió con su carita seria
.

Laurel hojeó el diario hasta que, dos semanas más tarde, Katy Ellis retomó el tema:

He estado indagando (delicadamente) acerca de este mundo de ensueño de Vivien, pues me interesa sobremanera que una niña elija interpretar un acontecimiento traumático de esta manera. Por los detalles que me proporciona, deduzco que ha invocado un mundo fantasma a su alrededor, un lugar lúgubre en el cual ella debe aventurarse con el fin de volver a la Vivien dormida del «mundo real», a orillas de ese riachuelo en Australia. Me dijo que cree que a veces está a punto de despertar; si se sienta muy, muy quieta, dice, puede ver a través del velo; puede ver y oír a sus familiares, dedicados a sus quehaceres cotidianos, sin saber que ella se encuentra al otro lado, observándolos. Al menos ahora comprendo por qué la niña muestra esa profunda quietud
.

La teoría de la niña de dormir despierta es una cosa. Puedo entender muy bien el instinto de retirarse a un mundo seguro e imaginario. Lo que me inquieta más es la aparente alegría de Vivien ante el castigo. O, si no alegría, pues no se trata de eso exactamente, su resignación, casi alivio, cuando se enfrenta a una reprimenda. Fui testigo de un pequeño incidente el otro día en el cual fue injustamente acusada de llevarse el sombrero de una anciana de la cubierta. Era inocente del delito, hecho del que no me cabía duda, pues había visto esa espantosa prenda caer por la borda, arrastrada por la brisa. Mientras yo miraba, sin embargo (tan aturdida por un momento que perdí el habla), Vivien se presentó para recibir el castigo, una feroz reprimenda verbal; cuando la amenazaron con el cinturón, parecía dispuesta a aceptarlo. La expresión de sus ojos al recibir la regañina era casi de alivio. Recuperé mi brío entonces, e intervine para detener la injusticia, al informarles, en un tono gélido, del destino del sombrero, antes de poner a Vivien a salvo. Pero la mirada que había visto en los ojos de la niña me inquietó mucho tiempo. ¿Por qué, me preguntaba, aceptaría una niña de buena gana un castigo por una falta que no había cometido?

Unas páginas más adelante, Laurel encontró lo siguiente:

Creo que he respondido a una de mis preguntas más apremiantes. A veces he oído a Vivien gritar en sueños; estos sucesos suelen ser de corta duración, pues terminan en cuanto la niña se da la vuelta, pero la otra noche la situación se agravó y salí corriendo de mi cama para tranquilizarla. Hablaba muy rápido al aferrarse a mis brazos (nunca la había visto tan efusiva) y pude deducir por lo que me dijo que estaba convencida de que la muerte de su familia era culpa de ella por algún motivo. Una idea ridícula, cuando recibe el escrutinio de la lógica adulta, pues, según tengo entendido, murieron en un accidente automovilístico mientras ella estaba a muchos kilómetros de distancia, pero la infancia no se rige por la lógica ni las unidades de medir y la idea (no puedo dejar de pensar que con la ayuda de la tía) ha echado raíces
.

Laurel alzó la vista del diario de Katy Ellis. Ben hacía ruido recogiendo las cosas y ella miró, desconsolada, el reloj. Era la una menos diez… Maldita sea: le habían advertido de que la biblioteca cerraba una hora durante el almuerzo. Laurel se centraba en las referencias a Vivien, con la sensación de estar llegando a alguna parte, pero no tenía tiempo para leerlo todo. Hojeó el resto del viaje, hasta que al fin llegó a una entrada con caligrafía más vacilante que las anteriores, escrita, dedujo Laurel, cuando Katy Ellis tomó el tren a York, donde trabajaría como institutriz.

Se acerca el revisor, de modo que voy a anotar de forma breve, antes de que se me olvide, el extraño comportamiento de la niña al desembarcar ayer en Londres. En cuanto nos bajamos, mientras yo miraba a un lado y otro en mi intento de discernir adónde dirigirnos a continuación, la niña se puso a gatas (lástima de vestido, que yo misma había lavado a mano para que lo llevase al conocer a su tío) y posó la oreja en el suelo. No me avergüenzo con facilidad, así que no fue esa insignificante emoción lo que me hizo chillar al verla, más bien la preocupación por que la niña fuese pisoteada por las multitudes de transeúntes o los cascos de los caballos
.

No pude evitarlo, grité alarmada: «¿Qué haces? ¡Levántate!»
.

A lo cual (no debería sorprenderme) no hubo respuesta alguna
.

«
¿Qué haces, niña?», pregunté
.

Ella negó con la cabeza y dijo atropelladamente: «No puedo oírlo»
.

«
¿Oír qué?», respondí
.

«
El sonido de las ruedas al girar»
.

Recordé entonces que me había hablado de una sala de máquinas en el centro de la tierra, el túnel que la llevaría a casa
.

«
Ya no puedo oírlas»
.

Comenzaba a percibir, por supuesto, la irrevocabilidad de su situación, pues, al igual que yo, no volverá a ver su patria durante muchos años, como mínimo, y ciertamente no esa versión a la cual sueña regresar. Si bien mi corazón se rompió por esa obstinada pequeñaja, no le ofrecí vanas palabras de aliento, pues es mejor, sin duda, que ella misma se escape a la sazón de sus fantasías. De hecho, parecía que yo no tenía nada que decir o hacer salvo tomar su mano amablemente y llevarla al lugar de encuentro que su tía había acordado con el tío inglés. La declaración de Vivien me atribulaba, sin embargo, ya que era consciente de la confusión que desgarraba a la niña por dentro, y sabía además que se acercaba el momento en que tendría que despedirme y dejarla sola
.

Tal vez me sentiría menos inquieta si hubiese percibido más afecto por parte del tío. Por desgracia, no fue así. Su nuevo tutor es el director del colegio Nordstrom en Oxfordshire, y posiblemente fuese algún aspecto de orgullo profesional (¿masculino?) lo que alzase una barrera entre nosotros, pues parecía decidido a no reparar en mi presencia, y solo se detuvo para inspeccionar a la niña, antes de decirle que se acercara, que no tenían un segundo que perder
.

No, no me dio la impresión de ser el tipo que abre su casa con el cariño y la comprensión que necesitaría una delicada niña cuya historia reciente está llena de tanta angustia
.

He escrito a la tía australiana para expresar mis dudas, pero no tengo muchas esperanzas puestas en que acuda a socorrer a la niña y exija su inmediato regreso. Mientras tanto, he prometido escribir a menudo a Vivien a Oxfordshire, y tengo la intención de cumplirlo. Ojalá mis nuevas responsabilidades no me llevasen al otro lado del país… Con alegría resguardaría a la niña bajo mis alas para mantenerla a salvo. A pesar de mí misma, y en contra de las mejores teorías de mi carrera (observar, no absorber), he llegado a albergar un poderoso sentimiento hacia ella. Deseo ardientemente que el tiempo y las circunstancias (¿quizás el cultivo de una amistad cercana?) se confabulen para sanar la profunda herida que desgarra el interior de la niña causada por su sufrimiento reciente. Puede ser que esa fuerte emoción me lleve a exagerar y a dudar en demasía del futuro, que sea víctima de mis peores fantasías, pero temo lo contrario. Vivien corre el riesgo de desaparecer dentro de la seguridad del mundo de sueños que ha creado, reducida a una extraña en el mundo real, convirtiéndose así en presa fácil, a medida que se aproxima a la edad adulta, de aquellos que busquen beneficiarse de ella con malas artes. Una se pregunta (con un exceso de sospecha, tal vez) por las razones del tío para aceptar a esa niña como su pupila. ¿Deber? Es posible. ¿Apego por los niños? Me temo que no. Con la belleza que sin duda le aguarda, y la vasta riqueza que, según he sabido, va a heredar en la edad adulta, me preocupa que posea tanto de aquello a lo que otros aspiran
.

Laurel se reclinó en el asiento y miró sin ver la muralla medieval al otro lado de la ventana. Se mordió una uña mientras las palabras daban vueltas y vueltas dentro de su cabeza: «Me preocupa que posea tanto de aquello a lo que otros aspiran». Vivien Jenkins recibió una herencia. Eso lo cambiaba todo. Era una mujer adinerada con el tipo de personalidad, o eso temía su confidente, que la convertía en la víctima perfecta para quienes desearan aprovecharse de ella.

Laurel se quitó las gafas, cerró los ojos y se frotó las aletas de la nariz. Dinero. Era uno de los motivos más antiguos, ¿no? Suspiró. Era tan vil, tan predecible…, pero tenía que ser eso. Su madre no parecía desear más de lo que tenía, menos aún parecía ser capaz de hacer planes para arrebatárselo a otra persona, pero eso era ahora. Décadas separaban a la Dorothy Nicolson que Laurel conocía de la joven hambrienta que una vez fue; una muchacha de diecinueve años que había perdido a su familia en un bombardeo y que tuvo que arreglárselas sola en el Londres de la guerra.

Sin duda, los lamentos que su madre acababa de expresar, sus palabras acerca de errores, segundas oportunidades y perdones encajaban con la teoría. Y ¿qué solía decir a Iris…? A nadie le cae bien una chiquilla que espera más que el resto. ¿Tal vez era una lección que había aprendido en carne propia? Cuanto más pensaba Laurel al respecto, más inevitable resultaba la conclusión. Era dinero lo que su madre necesitaba, un dinero que había intentado tomar de Vivien Jenkins, pero todo salió mal. Se preguntó de nuevo si Jimmy participó, si el fracaso del plan representó el fin de su relación. Y se preguntó qué parte, exactamente, desempeñó el plan en la muerte de Vivien. Henry había culpado a Dorothy de la muerte de su mujer: huyó a una vida de expiación, pero el marido de Vivien se negó a abandonar su búsqueda, y al fin la encontró. Laurel vio lo que sucedió a continuación con sus propios ojos.

Ben ya estaba detrás de ella, haciendo pequeños ruidos al aclararse la garganta, y el minutero del reloj de la pared había pasado de la hora. Laurel fingió no oírle, preguntándose qué habría salido mal con el plan de su madre. ¿Habría comprendido Vivien lo que estaba ocurriendo y puso fin a esa situación o fue algo peor lo que tiró todo por tierra? Ojeó la pila de diarios, mirando los lomos en busca del año 1941.

—Yo dejaría que se quedase aquí, de verdad que sí —dijo Ben—, pero el director me colgaría de los dedos de los pies. —Tragó saliva—. O algo peor.

Oh, maldición. Diablos. A Laurel se le encogió el corazón, sentía un abismo en el fondo del estómago, y ahora iba a tener que enfriar sus ánimos durante cincuenta y siete minutos mientras el libro que tal vez contenía las respuestas que necesitaba languidecía aquí, en una habitación cerrada.

25

Londres, abril de 1941

Jimmy metió el pie en el resquicio de la puerta de la buhardilla del hospital y miró a Vivien por la rendija. Estaba perplejo. No era el escenario del encuentro extraconyugal que esperaba. Había niños por todas partes: jugaban con rompecabezas en el suelo, saltaban en círculos, uno hacía el pino. Estaba en una vieja guardería, comprendió Jimmy; estos niños eran, con toda probabilidad, los pacientes huérfanos del doctor Tomalin. Como si hubiesen llegado a un acuerdo tácito para centrar su atención colectiva, todos alzaron la vista para comprobar que Vivien estaba entre ellos. Mientras Jimmy observaba, todos se apresuraron hacia ella, con los brazos extendidos como aviones. Vivien estaba radiante, con una enorme sonrisa, y cayó de rodillas y abrió los brazos para atrapar a tantos niños como pudiese.

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