Todos empezaron a hablar entonces, atropelladamente y con inquietud, acerca de aviones, buques, cuerdas y hadas, y Jimmy supo que estaba escuchando una conversación comenzada mucho antes. No obstante, Vivien parecía saber qué querían decir, ya que asentía pensativa y no de esa forma fingida de los adultos cuando tratan a los niños: ella escuchaba y reflexionaba, y ese ceño levemente fruncido mostraba a las claras que estaba tratando de encontrar soluciones. Era diferente a cuando le habló en la calle; estaba más a gusto, no tan a la defensiva. Cuando todos dijeron lo que querían decir y el ruido cesó (como a veces ocurre, de repente), Vivien levantó las manos y habló:
—¿Por qué no empezamos y ya iremos solucionando los problemas a medida que surjan?
Estuvieron de acuerdo, o al menos eso imaginó Jimmy, ya que, sin otra palabra de queja, se dispersaron de nuevo y se pusieron manos a la obra: arrastraron sillas y otros objetos en apariencia aleatorios (mantas, cepillos, muñecos con parches en el ojo) al centro de la sala y comenzaron a organizarlos en una especie de estructura bien estudiada. Jimmy comprendió entonces, y se rio con un placer inesperado. Ante sus ojos estaba naciendo un barco: ahí estaba la proa, y el mástil, y un tablón sostenido a un lado por un escabel y al otro por un banco de madera. Mientras Jimmy observaba, se alzó una vela, una sábana plegada en forma de triángulo que se sostenía firme y orgullosa mediante unas finas cuerdas en cada esquina.
Vivien se había sentado en un cajón volteado y sacó un libro de algún lugar (el bolso, supuso Jimmy). Lo abrió, pasó los dedos por el medio para alisarlo y dijo:
—Vamos a empezar por el capitán Garfio y los niños perdidos… Vaya, ¿dónde está Wendy?
—Aquí estoy —dijo una niña de unos once años, con el brazo en cabestrillo.
—Bien —dijo Vivien—. Atenta a tu entrada en escena. No queda mucho.
Un muchacho, con un loro hecho a mano sobre el hombro y un garfio de cartón en el puño, comenzó a acercarse a Vivien con un paso que hizo reír a la mujer.
Estaban ensayando una obra, comprendió Jimmy:
Peter Pan
. Su madre le había llevado a verla de niño. Viajaron a Londres y después tomaron el té en Liberty’s, un local muy lujoso, en el cual Jimmy se sentó en silencio, sintiéndose fuera de lugar, y escrutó a hurtadillas la expresión nostálgica de su madre, que miraba por encima del hombro hacia los percheros. Más tarde sus padres discutieron por el dinero (¿por qué si no?) y Jimmy escuchaba en su dormitorio cuando algo se rompió haciéndose pedazos contra el suelo. Cerró los ojos y recordó la obra, su momento favorito, cuando Peter extendió los brazos y se dirigió a los miembros del público que estuviesen soñando con el País de Nunca Jamás: «¿Creéis en las hadas, niñas y niños? —gritó—. Si creéis, batid las palmas; no dejéis que Campanilla muera». Y Jimmy se levantó del asiento, con un hormigueo en sus flacas piernecillas, y palmoteó las manos y gritó esperanzado: «¡Sí!», con la confianza ciega de que así traería a Campanilla de vuelta a la vida y salvaría todo lo que era mágico en el mundo.
—Nathan, ¿tienes la linterna?
Jimmy parpadeó, de regreso al presente.
—¿Nathan? —dijo Vivien—. Necesitamos la linterna ahora.
—Ya la he encendido —dijo un niño menudo de pelo rizado y con un aparato ortopédico en el pie. Estaba sentado en el suelo y apuntaba con la linterna a la vela.
—Ah, sí —dijo Vivien—. Ya veo. Bueno, está… bien.
—Pero casi no se ve —dijo otro niño, con las manos en las caderas. Se estiraba hacia la vela, con los ojos entrecerrados tras las gafas, para ver esa tenue luz.
—No sirve de nada si no podemos ver a Campanilla —dijo el chico que interpretaba al capitán Garfio—. Así no va a salir bien.
—Sí, va a salir bien —dijo Vivien con determinación—. Claro que sí. El poder de la sugestión es muy poderoso. Si decimos que podemos ver el hada, el público también la verá.
—Pero si nosotros no la vemos.
—Bueno, no, pero si decimos que sí…
—¿Quieres decir que mintamos?
Vivien miró hacia el techo, en busca de las palabras con las que explicarse, y los niños comenzaron a pelearse entre sí.
—Perdón —dijo Jimmy desde el umbral. Nadie pareció oírlo, así que lo dijo de nuevo, más alto—: ¿Perdón?
Todos se volvieron entonces. Vivien contuvo la respiración al verlo y torció el gesto. Jimmy admitió sentir cierto placer al fastidiarla, mostrándole que las cosas no siempre salían como ella quería.
—Me estaba preguntando algo —dijo—. ¿Y si utilizarais el
flash
de una cámara? Es similar a una linterna, pero mucho más intenso.
Los niños, como era de esperar, no reaccionaron con sospecha ni sorpresa al ver que un desconocido se había sumado a esa conversación tan peculiar en la guardería del ático. En su lugar, se sumieron en el silencio para sopesar la sugerencia, que discutieron entre ligeros susurros, tras lo cual:
—¡Sí! —gritó uno de los niños, que se levantó de un salto, preso del entusiasmo.
—¡Perfecto! —dijo otro.
—Pero no tenemos la luz de una cámara —dijo triste un niño con gafas.
—Yo podría conseguir una —dijo Jimmy—. Trabajo para un periódico; tenemos un estudio lleno.
Más vítores entusiastas de los niños.
—Pero ¿cómo vamos a hacer para que parezca un hada, que vuela y todo eso? —dijo el mismo chiquillo tristón, que se adelantó a los otros.
Jimmy dejó la puerta y entró en la habitación. Todos los niños se habían girado hacia él; Vivien, con
Peter Pan
cerrado en el regazo, tenía cara de pocos amigos. Jimmy no le hizo caso.
—Supongo que habrá que ponerla en un lugar alto. Sí, eso valdría, y, si siempre apuntase al escenario, el foco de luz sería más pequeño, en vez de un brillo general, y si hicieseis una especie de embudo…
—Pero ninguno de nosotros es lo bastante alto para manejarla. —Otra vez, el niño de las gafas—. No desde aquí. —Huérfano o no, a Jimmy empezaba a caerle mal.
Vivien había estado observando con expresión seria, a la espera de que Jimmy recordase lo que le había dicho y desapareciese, pero Jimmy no podía irse. Ya veía lo brillante que iba a quedar y se le ocurrían cientos de maneras para lograr que funcionase. Si pusiesen una escalera en un rincón, o atasen la luz a una escoba (que reforzarían de algún modo) y la sostuviesen como una caña de pescar, o bien…
—Yo lo hago —dijo de repente—. Yo me encargo de la luz.
—¡No! —dijo Vivien, de pie.
—¡Sí! —gritaron los niños.
—No es posible —dijo ella, fulminándolo con la mirada—. No lo va a hacer.
«¡Sí es posible!», «¡Sí lo va a hacer!», «¡Tiene que hacerlo!», gritaron los niños al unísono.
Jimmy vio entonces a Nella, sentada en el suelo; ella lo saludó y miró a su alrededor, a los demás, con un orgullo inconfundible en la mirada. ¿Cómo podría negarse? Jimmy levantó las manos ante Vivien, en un gesto de disculpa no del todo sincero, y sonrió a los niños.
—Entonces, decidido —dijo—. Estoy con vosotros. Habéis encontrado una nueva Campanilla.
Más tarde resultaba difícil de creer, pero, cuando Jimmy se ofreció a hacer de Campanilla en el hospital, no estaba pensando (ni remotamente) en el encuentro con Vivien Jenkins que debía amañar. Simplemente, se había dejado llevar por su visión de lo bien que representarían el hada con la luz de su cámara. En cualquier caso, a Dolly no le importó.
—Oh, Jimmy, qué listo eres —dijo, dando una calada entusiasta al cigarrillo—. Sabía que se te ocurriría algo.
Jimmy aceptó el elogio y le permitió pensar que todo era parte del plan. Qué feliz estaba Doll últimamente; era un alivio tenerla de vuelta.
—He estado pensando en la costa —decía algunas noches tras entrar a hurtadillas por la ventana de la despensa de la señora White y meterse en esa cama angosta suya, con el lavabo al lado—. ¿Te imaginas, Jimmy? Hacernos viejos juntos, rodeados de nuestros hijos, de los nietos algún día, que nos visitarán en sus coches voladores. Podríamos tener uno de esos columpios de jardín para dos, ¿qué te parece, cielo?
Jimmy dijo «sí, por favor». Y entonces la besó de nuevo en el cuello desnudo y la hizo reír y dio gracias a Dios por esta nueva intimidad y cariño que compartían. Sí, quería lo que ella describía; lo deseaba tanto que resultaba doloroso. Si le complacía pensar que él y Vivien trabajaban juntos y cada vez se llevaban mejor, era una ficción que no estaba dispuesto a contradecir.
La realidad, como sabía demasiado bien, era muy diferente. A lo largo de las dos semanas siguientes, en las que Jimmy se presentaba a todos los ensayos que podía, la hostilidad de Vivien lo dejó asombrado. Le costaba creer que fuese la misma persona que conoció en la cantina esa noche, que, al ver la fotografía de Nella, le habló de su trabajo en el hospital; ahora ni se dignaba a intercambiar unas pocas palabras con él. Jimmy estaba seguro de que no le habría hecho ningún caso si hubiera sido posible. Esperaba cierta frialdad (Doll le había advertido de lo cruel que podía ser Vivien Jenkins cuando la tomaba con alguien); lo que le resultó sorprendente fue que de ella emanara un odio tan personal. Apenas se conocían y, además, no podía sospechar su relación con Dolly.
Un día ambos se reían de algo gracioso que había hecho uno de los niños, y Jimmy la miró, pues era la única adulta presente, sin otra intención que compartir el momento. Vivien sintió la mirada y la sostuvo, pero, en cuanto vio que sonreía, su expresión alegre desapareció. La animadversión de Vivien ponía a Jimmy entre la espada y la pared. En algunos aspectos, le convenía que lo aborreciese (la idea de chantajearla no encajaba con Jimmy, pero se sentía más justificado cuando Vivien lo trataba como si fuera un trapo sucio); aun así, sin ganarse su confianza, ya que no su cariño, el plan no iba a funcionar.
Por tanto, Jimmy lo siguió intentando. Hizo caso omiso del resentimiento que le inspiraba la hostilidad de Vivien, su deslealtad respecto a Doll, el modo con que se desprendió de esa muchacha brillante y la hizo caer tan bajo, y se fijó, en cambio, en cómo trataba a los huérfanos del hospital. En cómo había creado un mundo en el que, al cruzar la puerta, podían desaparecer los problemas reales olvidados entre los cuartos de abajo y las salas del hospital. En cómo todos la observaban, boquiabiertos, cuando, acabado el ensayo, narraba cuentos sobre túneles que llegaban al centro de la tierra, y arroyos mágicos y oscuros que no tenían fondo, y unas lucecillas bajo el agua que pedían a los niños que se acercasen un poquito…
Y al final, a medida que continuaban los ensayos, Jimmy comenzó a sospechar que la antipatía de Vivien Jenkins disminuía; que ya no lo odiaba como al principio. Aún evitaba hablar con él y se limitaba a reconocer sus contribuciones con una leve inclinación de cabeza, pero a veces Jimmy la sorprendía mirándolo cuando creía que no prestaba atención, y le parecía que su expresión, en vez de enojada, era reflexiva, incluso curiosa. Quizás por eso cometió el error. Había empezado a percibir un creciente…, bueno, no era cariño, pero al menos un creciente deshielo, y un día, a mediados de abril, cuando los niños se habían ido a comer y él y Vivien se quedaron a recoger las cosas, le preguntó si tenía algún hijo.
No pretendía más que iniciar una conversación trivial, pero el cuerpo entero de Vivien pareció congelarse, y Jimmy supo al instante que había cometido un error (aun sin saber cuál) y que ya era demasiado tarde para evitarlo.
—No. —La palabra le cayó como una piedra en el zapato. Vivien se aclaró la garganta—. No puedo tener niños.
En ese momento, Jimmy deseó encontrar un túnel hasta el centro de la tierra en el que pudiese caer, caer y caer. Farfulló un «lo siento», que motivó una ligera inclinación de cabeza por parte de Vivien, quien terminó de recoger la vela y salió de la buhardilla con un portazo que sonó como un reproche.
Se sintió como un bufón insensible. No es que hubiese olvidado por qué estaba allí (el tipo de persona que era ella, lo que le había hecho a Doll), pero, en fin, a Jimmy no le gustaba herir a nadie. Al recordar lo tensa que se había puesto se estremecía, así que lo evocaba una y otra vez, fustigándose por ser tan torpe. Aquella noche, cuando salió a fotografiar los efectos del último bombardeo, al apuntar con la cámara a las almas que iban a sumarse a los desposeídos y despojados, la mitad de su cerebro seguía buscando formas de enmendarse.
Al día siguiente llegó temprano al hospital y la esperó al otro lado de la calle, fumando nervioso. Se habría sentado en la escalera de entrada, pero sospechaba que Vivien se daría la vuelta y se alejaría si lo viese ahí.
Cuando se acercó a zancadas por la calle, Jimmy tiró el cigarrillo y se dirigió a su encuentro. Le entregó una fotografía.
—¿Qué es esto? —preguntó Vivien.
—Nada —dijo, observando cómo le daba la vuelta—. La tomé para ti… anoche. Me recordó tu relato, ya sabes, el arroyo con esas luces al fondo, y la gente…, la familia al otro lado del velo.
Vivien miró la fotografía.
La había tomado al amanecer; la luz del sol iluminaba unos pedazos de vidrio entre los escombros y, más allá de la columna de humo, se vislumbraban las siluetas en sombra de una familia que acababa de salir del refugio Anderson, que les había salvado la vida. Jimmy no había dormido después de tomarla, sino que fue directamente a las oficinas del periódico a revelar la imagen para Vivien.
Ella no dijo nada, y su expresión hizo pensar a Jimmy que iba a llorar.
—Me siento muy mal —dijo Jimmy. Vivien lo miró—. Por lo que dije ayer. Te puso triste. Lo lamento.
—¿Cómo ibas a saberlo? —Con delicadeza, guardó la fotografía en el bolso.
—Aun así…
—¿Cómo ibas a saberlo? —Y casi sonrió, o al menos eso pensó Jimmy; era difícil saberlo con certeza, porque ella se volvió enseguida hacia la puerta y entró a paso vivo.
El ensayo de ese día pasó volando. Los niños entraron como una exhalación en la sala y la llenaron de luz y ruido, hasta que sonó la campana del almuerzo y desaparecieron con la misma celeridad con la que habían llegado; una parte de Jimmy sintió la tentación de ir con ellos, para evitar estar a solas con Vivien, pero habría detestado su debilidad, así que se quedó para ayudar a recoger el barco.
Sintió que lo miraba mientras apilaba las sillas, pero no se volvió; no sabía qué encontraría en ese rostro y no quería sentirse aún peor. Su voz, cuando habló, sonó diferente: