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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (43 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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23

Londres, marzo de 1941

Vivien se tropezó con aquel hombre porque no iba mirando por dónde iba. Caminaba, además, muy deprisa: demasiado deprisa, como de costumbre. Y así chocaron, en la esquina de las calles Fulham y Sydney, en un día frío y gris de marzo en Londres.

—Disculpe —dijo, cuando la sorpresa inicial se convirtió en consternación—. No lo he visto. —El hombre tenía una expresión aturdida y Vivien pensó en un principio que había sufrido una conmoción. Dijo, a modo de explicación—: Voy demasiado deprisa. Desde siempre. —«A la velocidad de la luz y tus piernas», solía decir su padre cuando ella era pequeña y se adentraba en la floresta. Vivien postergó el recuerdo.

—Es culpa mía —dijo el hombre con un gesto de la mano—. Es difícil verme…, a veces soy casi invisible. No se imagina lo molesto que resulta.

Su comentario la pilló desprevenida y Vivien sintió el atisbo de una sonrisa. Fue un error, pues el hombre ladeó la cabeza y la observó con atención, entrecerrando levemente los ojos.

—Nos conocemos.

—No. —Vivien borró la sonrisa de inmediato—. No creo.

—Sí, estoy seguro.

—Se equivoca. —Vivien asintió, con la esperanza de poner fin a la conversación, y dijo—: Que tenga buen día. —Entonces prosiguió su camino.

Pasaron unos momentos. Ya estaba casi en Cale Street cuando:

—La cantina del SVM en Kensington —dijo el hombre tras ella—. Vio una fotografía mía y me habló del hospital de su amigo.

Vivien se detuvo.

—El hospital para niños huérfanos, ¿verdad?

Las mejillas de Vivien se ruborizaron, se giró y se acercó deprisa al hombre.

—Basta —siseó, llevándose un dedo a los labios cuando llegó junto a él—. No siga hablando.

El hombre frunció el ceño, confundido, y Vivien miró atrás, por encima del hombro, antes de arrastrarlo al escaparate de una tienda destrozado por una bomba, lejos de miradas indiscretas.

—Estoy segura de haberle pedido bien claro que no repitiese lo que le dije…

—Entonces, lo recuerda.

—Por supuesto que lo recuerdo. ¿Es que parezco estúpida? —Echó un vistazo a la calle y esperó a que pasase una mujer que llevaba una cesta de la compra. Cuando la mujer se alejó, susurró—: Le dije que no mencionara el hospital a nadie.

El hombre la imitó y habló entre susurros:

—No pensé que eso la incluyese a usted.

La siguiente frase de Vivien se desvaneció antes de poder decirla. La expresión del hombre era seria, pero algo en su tono le hizo pensar que bromeaba. No se permitió seguirle la corriente; solo serviría para animarlo y eso era lo último que quería.

—Bueno, pues así era —dijo—. Sí, me incluía a mí.

—Ya veo. Bueno. Ahora ya está claro. Gracias por explicármelo. —Una leve sonrisa jugueteó en sus labios al decir—: Espero no haberlo estropeado todo revelándole su propio secreto.

Vivien se dio cuenta de que lo tenía agarrado por la muñeca y lo soltó como si quemase. Dio un paso atrás entre los escombros y se arregló un mechón de pelo que había caído sobre la frente. El broche de rubí que Henry le había regalado en su aniversario era precioso, pero no era tan fiable como una horquilla.

—Tengo que irme —dijo secamente y, sin más palabras, caminó a zancadas hacia la calle.

Lo había recordado al instante, por supuesto. En cuanto se tropezaron, se apartó y vio su cara, supo quién era, y reconocerlo fue como una descarga de electricidad. Aún no era capaz de explicarlo, ni siquiera a sí misma: el sueño que había tenido tras conocerlo esa noche en la cantina. Dios, aún se ruborizaba al recordarlo al día siguiente. No había sido sexual; había sido más embriagador aún, mucho más peligroso. El sueño la había colmado de una nostalgia, profunda e inexplicable, de un lugar y una época remotos, un deseo que Vivien creía haber dejado atrás hacía tiempo y cuya ausencia le dolió como la pérdida de un ser querido al despertarse a la mañana siguiente y comprender cuánto tiempo había vivido sin recordarlo. Lo intentó todo para sacárselo de la cabeza, ese sueño, esas sombras voraces que se negaban a diluirse; no fue capaz de mirar a los ojos a Henry durante el desayuno sin temer que descubriese lo que ocultaba…, ella, que había aprendido tan bien a ocultarle cosas.

—Espere un momento.

Oh, Dios, era él de nuevo; la perseguía. Vivien siguió caminando, ahora más rápido, el mentón un poco más levantado. No quería que la alcanzase; lo mejor para todos sería que no la alcanzase. Y sin embargo… Una parte de ella (la misma parte irreflexiva y curiosa que dominó su infancia y le generó tantos problemas, la parte que desesperó a la tía Ada y que su padre había cultivado, esa parte pequeña y escondida que se negaba a desaparecer a pesar de todo) deseaba saber qué quería decirle el hombre del sueño.

Vivien maldijo esa parte de sí misma. Cruzó la calle y aceleró el paso en la acera. Sus zapatos repiqueteaban con frialdad. Qué mujer tan insensata. La había visitado esa noche solo porque su cerebro había arrojado la imagen del hombre al barullo inconsciente donde nacen los sueños.

—Espere —dijo el hombre, ya más cerca—. Cielo santo, no bromeaba cuando decía que camina rápido. Debería pensar en los Juegos Olímpicos. Una campeona así subiría la moral del país, ¿no cree?

Vivien sintió que el brío de sus zancadas disminuía, pero no lo miró y se limitó a escuchar cuando el hombre añadió:

—Lamento que hayamos comenzado con mal pie. No pretendía burlarme, pero es que me ha alegrado verla.

Vivien le echó un vistazo.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué?

Él dejó de caminar y la seriedad de su expresión consiguió que ella también se detuviese. Vivien miró a ambos lados de la calle, con el fin de comprobar que nadie más la había seguido, cuando él dijo:

—No se preocupe, es que…, desde que nos conocimos, he pensado mucho en el hospital, en Nella…, la niña de esa foto.

—Ya sé quién es Nella —le interrumpió Vivien—. La he visto esta misma semana.

—Entonces, ¿sigue en el hospital?

—Sí.

Su brevedad, comprobó Vivien, lo crispó (bien), pero enseguida el hombre sonrió, probablemente para despertar su simpatía.

—Mire, me gustaría verla, eso es todo. No pretendo molestarla y prometo que no me interpondré en su camino. Si me lleva ahí un día, le estaré muy agradecido.

Vivien supo que debía negarse. Lo último que necesitaba (o deseaba) era un hombre como él detrás de ella cuando fuese al hospital del doctor Tomalin. Ya era bastante peligroso; Henry comenzaba a albergar sospechas. Pero la miraba con tal entusiasmo y, maldita sea, su rostro estaba tan lleno de luz y bondad, de esperanza, que esa sensación volvió, el reluciente anhelo del sueño.

—Por favor. —Alzó la mano hacia ella; en el sueño ella la sostuvo.

—Tendrá que mantener el paso —dijo bruscamente—. Y solo será esta vez.

—¿Qué? ¿Quiere decir ahora? ¿Es ahí adonde va?

—Sí. Y llego muy tarde. —No añadió: «Por su culpa», pero confió en que quedase claro—. Tengo… una cita ineludible.

—No voy a importunarla. Lo prometo.

Vivien no había pretendido animarlo, pero su sonrisa le mostró que lo había hecho.

—Lo voy a llevar hoy —dijo—, pero luego va a desaparecer.

—Ya sabe que en realidad no soy invisible, ¿verdad?

Vivien no sonrió.

—Va a volver al sitio de dondequiera que haya venido y va a olvidar todo lo que le dije esa noche en la cantina.

—Tiene mi palabra. —Le tendió la mano—. Me llamo…

—No. —Lo dijo enseguida y notó que se quedaba sorprendido—. Nada de nombres. Los amigos se dicen el nombre, nosotros no somos amigos.

El hombre pestañeó y luego asintió.

Vivien hablaba con frialdad. Eso la alegró; ya había sido bastante insensata.

—Una cosa más —dijo—. Una vez que lo lleve junto a Nella, confío en que no volvamos a vernos más.

Jimmy no bromeaba, no del todo: Vivien Jenkins caminaba como si le hubiesen colgado una diana en la espalda. O, más bien, como si tratase de permanecer dos pasos por delante del tipo al que había accedido a guiar, si bien a regañadientes, a la cita con su amante. Tuvo que correr un poco para seguir su ritmo mientras ella se apresuraba entre la maraña de calles, y le resultó imposible sostener una conversación al mismo tiempo. Menos mal: cuanto menos se hablasen, mejor. Como le había dicho, no eran amigos, ni lo iban a ser. Le alegraba que lo hubiese dejado tan claro: fue un recordatorio oportuno para Jimmy, quien tenía la costumbre de llevarse bien con casi todo el mundo, de que él no quería conocer a Vivien Jenkins más de lo que ella quería conocerlo a él.

Al final había accedido al plan de Dolly, en parte porque le había prometido que no haría daño a nadie. «¿Es que no ves lo sencillo que es? —le dijo, apretándole la mano en Lyons Corner House, cerca de Marble Arch—. Te encuentras con ella por casualidad (o eso parece) y, mientras habláis de esto y de lo otro, le dices que te gustaría visitar a la pequeña, la de la explosión, la huérfana».

—Nella —dijo él, que observaba cómo el sol no lograba que el borde de la mesa de metal brillase.

—Estará de acuerdo… ¿Quién no lo estaría? En especial cuando le cuentes cómo te conmovió la situación de la niña, lo cual es cierto, ¿o no, Jimmy? Tú mismo me dijiste que te gustaría ver cómo le iba.

Jimmy asintió, todavía sin mirarla a los ojos.

—Ve con ella, busca un modo de quedar de nuevo, y entonces yo aparezco y os saco una fotografía en la que estéis, ya sabes, muy cerca. Le enviamos una carta (anónima, por supuesto) para que sepa lo que tengo, y luego ella hará encantada todo lo posible para mantenerlo en secreto. —Con unos golpes violentos contra el cenicero, Dolly decapitó su cigarrillo—. ¿Lo ves? Es tan simple que es infalible.

Simple tal vez, infalible probablemente, pero aun así no estaba bien.

—Eso es extorsión, Doll —dijo suavemente y añadió, girando la cabeza para mirarla—: Es robar.

—No —Dolly era inflexible—, es justicia; es lo que se merece por lo que me hizo, a mí, a nosotros, Jimmy…, por no mencionar lo que le hace a su marido. Además, está forrada de dinero… Ni siquiera va a echar de menos la modesta cantidad que pedimos.

—Pero su marido, él…

—… No lo sabrá nunca. Eso es lo mejor, Jimmy: es todo de ella. La casa de Campden Grove, los ingresos… La abuela de Vivien se lo legó todo con la condición de que mantuviese el control incluso después de casarse. Deberías haber oído a lady Gwendolyn hablando de eso… Pensaba que era una payasada enorme.

Jimmy no había contestado y Dolly debió de percibir sus reticencias, pues comenzó a ser presa del pánico. Sus ojos, ya enormes, se abrieron suplicantes y entrelazó los dedos, como si fuese a rezar.

—¿Es que no lo ves? —dijo—. Ella apenas lo va a sentir, pero tú y yo vamos a poder vivir juntos, como marido y mujer. Felices para siempre, Jimmy.

Todavía no sabía qué contestar, así que no dijo nada y se limitó a juguetear con una cerilla mientras la tensión entre ellos seguía aumentando; como ocurría siempre que estaba disgustado, sus pensamientos se habían disipado, al igual que las formas caprichosas del humo, para alejarse del incendio. Se descubrió a sí mismo pensando en su padre. En esa habitación que compartían hasta encontrar algo mejor, y en cómo el anciano se sentaba junto a la ventana mirando la calle, preguntando en voz alta si la madre de Jimmy podría encontrarlos ahora, comentando que tal vez no había venido por eso, y todas las noches le rogaba a Jimmy que volviesen al apartamento de antes, por favor. A veces lloraba, y casi le rompía el corazón a Jimmy verlo sollozar contra la almohada y decir una y otra vez a nadie en concreto que solo deseaba que las cosas volviesen a ser como antes. Cuando tuviese hijos, Jimmy esperaba encontrar las palabras justas para serenarles cuando llorasen como si el mundo estuviese a punto de acabar, pero era más difícil cuando quien lloraba era su padre. ¡Cuánta gente ahogaba el llanto contra las almohadas últimamente…! Jimmy pensó en todas las almas perdidas que había fotografiado desde el comienzo de la guerra, los desposeídos y los desolados, los desesperados y los valientes, y miró a Doll, que encendía otro cigarrillo y fumaba con ansiedad, tan distinta a esa niña de mirada alegre en la costa, y pensó que probablemente mucha gente compartía el deseo de su padre de volver al pasado.

O de ir al futuro. La cerilla se partió entre sus dedos. Era imposible volver, no era más que una vana ilusión, pero había otra forma de escapar del presente: hacia delante. Recordó cómo se había sentido durante las semanas siguientes al rechazo de Dolly, el gran vacío que se extendió lúgubre ante él, la soledad que le impedía dormir por las noches, mientras escuchaba los sollozos de su padre y el desdichado e interminable latir de su propio corazón, y se preguntó al fin si la sugerencia de Doll era tan terrible.

Normalmente, Jimmy habría respondido que sí, que lo era: antaño sus ideas acerca del bien y el mal estaban muy claras; pero ahora, en esta guerra, en medio de un mundo hecho pedazos, bueno… (Jimmy sacudió la cabeza dubitativo), todo era diferente. Había momentos, comprendió, en que aferrarse a las viejas ideas era un riesgo.

Alineó los trozos de la cerilla rota y, al hacerlo, Jimmy oyó suspirar a Doll. La miró: se había derrumbado sobre el asiento de cuero y ocultaba el rostro entre las manos. Notó de nuevo los arañazos en los brazos, lo delgada que estaba.

—Lo siento, Jimmy —dijo entre los dedos—. Lo siento mucho. No debería habértelo pedido. Era solo una idea. Yo solo… Yo solo quería… —Su voz se iba apagando, como si no soportase oírse decir la horrible, la simple verdad—. Hizo que me sintiera como si yo no fuese nada, Jimmy.

A Dolly le encantaba fantasear, y nadie como ella desaparecía bajo la piel de un personaje imaginario, pero Jimmy la conocía bien y su sinceridad desgarrada lo hirió en lo más hondo. Vivien Jenkins había logrado que su hermosa Doll (tan inteligente y alegre, cuya risa le hacía sentirse más vivo, que tenía tanto que ofrecer al mundo) sintiese que no era nada. Jimmy no necesitó oír más.

—Deprisa. —Vivien Jenkins se había detenido y lo esperaba ante el umbral de un edificio de ladrillo que no se diferenciaba en nada de los colindantes salvo por una placa de bronce en la puerta: «Dr. M. Tomalin». Vivien miró el reloj de oro rosa que llevaba como un brazalete y su cabello oscuro reflejó la luz del sol cuando echó un vistazo a la calle, detrás de él—. Oiga, señor…, bueno, usted, no puedo entretenerme. —Respiró hondo al recordar su acuerdo—. Ya llego muy tarde.

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