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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (40 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Laurel se recostó en la silla de la biblioteca y soltó la respiración que había contenido. No había nada ahí que no hubiese visto en Google, y el alivio fue extraordinario. Se le había quitado un gran peso de encima. Mejor aún, a pesar de la referencia al indigno final de Jenkins, no se mencionaba en absoluto a Dorothy Nicolson ni Greenacres. Gracias a Dios. Laurel no se había dado cuenta de lo nerviosa que estaba por lo que pudiese encontrar. Lo más desconcertante en el prólogo fue ese retrato de un hombre cuyo éxito no se debía más que a su arduo trabajo y su gran talento. Laurel esperaba descubrir algo que justificase el odio enconado que sentía contra el hombre del camino.

Se preguntó si existía la posibilidad de que el biógrafo se hubiese equivocado por completo. Quién sabe; todo era posible. Sin embargo, a pesar de ese breve consuelo, Laurel puso los ojos en blanco. Su arrogancia no conocía límites: tener una corazonada era una cosa, suponer que sabía más sobre Henry Jenkins que la persona que había investigado y escrito su vida, algo muy distinto.

Había una fotografía de Jenkins en el frontispicio del libro y volvió a mirarla, decidida a ver más allá del carácter amenazante otorgado por sus prejuicios y descubrir al escritor encantador y carismático descrito en el prólogo. Era más joven en esta fotografía que en la que había visto en internet y Laurel tuvo que admitir que era guapo. De hecho (pensó al observar esos rasgos bien definidos), le recordaba a un actor de quien estuvo enamorada. Habían interpretado una obra de Chéjov en los años sesenta y vivieron un romance apasionado. No acabó bien (rara vez acababan bien los amoríos del teatro), pero, oh, fue deslumbrante e intenso mientras duró.

Laurel cerró el libro. Tenía las mejillas acaloradas y experimentó una hermosa sensación de nostalgia. Vaya. Eso sí que no se lo esperaba. Y era un tanto incómodo, dadas las circunstancias. Tras acallar una ligera inquietud, Laurel se recordó a sí misma su objetivo y abrió el libro por la página noventa y siete. Respiró hondo para concentrarse y comenzó el capítulo titulado «Vida de casado».

Si Henry Jenkins había tenido mala suerte hasta ahora en sus relaciones personales, todo estaba a punto de cambiar para mejor. En la primavera de 1938, el director de su colegio, el señor Jonathan Carlyon, invitó a Jenkins a que volviese a Nordstrom para hablar a los estudiantes acerca de los sinsabores de la vida literaria. Fue allí, al pasear por la finca de noche, donde Jenkins conoció a la sobrina del director, Vivien Longmeyer, una belleza de diecisiete años de edad. Jenkins describió el encuentro en
La musa rebelde,
una de sus novelas más exitosas, que marcó una clara ruptura con los descarnados temas de su obra anterior
.

Qué opinaba Vivien Jenkins acerca de que los detalles de su noviazgo y los inicios de su matrimonio fuesen expuestos al público sigue siendo un misterio, como lo es ella misma. La joven señora Jenkins apenas comenzaba a dejar su huella en el mundo cuando su vida terminó trágicamente durante el bombardeo de Londres. Lo que se sabe, gracias a su marido, que adoraba sin duda a esta «musa rebelde», es que fue una mujer de belleza y encanto extraordinarios, por quien los sentimientos de Jenkins quedaron claros desde el principio
.

A continuación se reproducía un largo fragmento de
La musa rebelde
en el cual Henry Jenkins narraba de modo apasionado el cortejo a su joven esposa. Como había sufrido recientemente el libro entero, Laurel pasó las páginas para retomar el hilo de la biografía, que se centró en la vida de Vivien:

Vivien Longmeyer era hija de la única hermana de Jonathan Carlyon, Isabel, quien se fugó de Inglaterra con un soldado australiano tras la Primera Guerra Mundial. Neil e Isabel Longmeyer se establecieron en una pequeña comunidad de leñadores de Mount Tamborine, al sureste de Queensland, y Vivien fue la tercera de sus cuatro hijos. Durante los primeros ocho años de su vida, Vivien Longmeyer vivió una modesta existencia colonial, hasta que la enviaron a Inglaterra para que la criase su tío materno en el colegio que había construido en la finca de la familia
.

Las primeras menciones de Vivien Longmeyer se deben a la señorita Katy Ellis, una prestigiosa educadora, a quien se le encargó acompañar a la niña durante el viaje a Inglaterra en 1929. Katy Ellis la mencionó en sus memorias
, Nacida para enseñar,
lo cual sugiere que fue este encuentro lo que despertó su interés por educar a los jóvenes que habían sobrevivido a un trauma
.

«
La tía australiana de la niña me advirtió, al explicarme mi cometido, que era retrasada y que no me sorprendiese si no se comunicaba conmigo durante el viaje. Yo era joven, y por tanto todavía no estaba preparada para censurarla por esa falta de compasión que rayaba en la crueldad, pero ya confiaba lo suficiente en mis impresiones para no aceptar esa valoración. Vivien Longmeyer no sufría retraso alguno, lo supe en cuanto la vi; sin embargo, también comprendí por qué su tía la había descrito de ese modo. Vivien era capaz, lo cual podía ser inquietante, de quedarse muchísimo tiempo inmóvil, con el rostro (que nunca era inexpresivo, sin duda) encendido por pensamientos eléctricos, pero de tal forma que cualquier observador se sentía excluido
.

»Yo misma había sido una niña imaginativa, a menudo reprendida por mi padre, un estricto pastor protestante, por fantasear y escribir en mi diario (un hábito que no he abandonado) y vi con claridad que Vivien tenía una intensa vida interior, dentro de la cual se escabullía. Además, parecía lógico y comprensible que una niña que sufría la pérdida simultánea de su familia, su casa y su país natal buscara necesariamente preservar las pequeñas certezas de su identidad interiorizándolas
.

»En el transcurso de nuestro largo viaje por mar, fui capaz de ganarme la confianza de Vivien y entablamos una relación que persistió durante muchos años. Mantuvimos correspondencia con afectuosa frecuencia hasta su trágica y prematura muerte en la Segunda Guerra Mundial y, si bien nunca fui su maestra o consejera de forma oficial, me alegra decir que nos hicimos amigas. No tuvo muchos amigos: aunque despertaba en otras personas el deseo de ser amados por ella, Vivien nunca estableció relaciones con facilidad ni a la ligera. Al mirar atrás, considero que uno de los grandes logros de mi carrera fue que me confiase con tanto detalle el mundo privado que se había construido para sí misma. Era un lugar “seguro” al cual se retiraba si se sentía asustada o sola, y tuve el honor de poder mirar detrás de ese velo»
.

La descripción de Katy Ellis del «mundo privado» de Vivien coincide con las descripciones de la Vivien adulta: «Era atractiva, y mirarla era un placer, pero en realidad era muy difícil decir que la conocías»; «Te hacía sentir que había más bajo la superficie de lo que saltaba a la vista»; «En cierto modo, su carácter independiente la convertía en un imán: no parecía necesitar a nadie». Tal vez fue «ese aspecto extraño, casi místico», lo que llamó la atención de Henry Jenkins esa noche en Nordstrom. O tal vez fuese el hecho de que ella, al igual que él, había sobrevivido a una infancia marcada por una violencia trágica y pronto se encontrase en un mundo poblado por personas de procedencia muy distinta a la suya. «A nuestra manera, los dos éramos seres marginales —declaró Henry Jenkins a la BBC—. Nuestro destino era estar juntos. Lo supe en cuanto le puse los ojos encima. Verla caminar hacia mí por el pasillo, sublime con su vestido blanco, fue la conclusión, en cierto sentido, de un viaje que comenzó cuando llegué al colegio Nordstrom»
.

A continuación, se reproducía una fotografía de ambos, de mala calidad, tomada el día de su boda, al salir de la capilla del colegio. Vivien miraba a Henry, con su velo de encaje ondeando en la brisa, mientras él la llevaba del brazo y sonreía mirando a la cámara. Las personas, aglomeradas a su alrededor para arrojarles arroz en la escalera de la capilla, eran felices, pero la fotografía entristeció a Laurel. Las fotografías viejas a menudo tenían ese efecto en ella; al fin y al cabo, era hija de su madre, y resultaba muy aleccionador ver las caras sonrientes de personas que no sabían todavía qué les depararía el destino. Más aún en un caso como este, donde Laurel conocía muy bien los horrores que acechaban a la vuelta de la esquina. Había sido testigo de la violenta muerte de Henry Jenkins y sabía, además, que la joven Vivien Jenkins, tan esperanzada en la fotografía de su boda, estaría muerta apenas tres años después.

No cabe duda alguna de que Henry Jenkins adoraba a su esposa hasta el punto de adularla. No era ningún secreto lo que ella significaba para él: la llamaba su «gracia» o su «salvación» y, en más de una ocasión, expresó que no merecería la pena vivir sin ella. Esa afirmación sería tristemente premonitoria, pues, tras la muerte de Vivien el 23 de mayo de 1941, el mundo de Henry Jenkins comenzó a desmoronarse. A pesar de trabajar en el Ministerio de Información y de poseer un conocimiento detallado de las numerosas víctimas civiles de los bombardeos, Jenkins nunca aceptó que la muerte de su mujer se debiese a una causa tan común. Ahora bien, las extravagantes afirmaciones de Jenkins —que la muerte de Vivien fue provocada, que fue víctima de siniestros estafadores, que de lo contrario nunca se habría encontrado en el edificio bombardeado— fueron el primer indicio de una locura que acabaría consumiéndolo. Se negó a aceptar la muerte de su mujer como un simple accidente de guerra y juró «atrapar a los responsables y llevarlos ante la Justicia». Jenkins fue hospitalizado tras una crisis nerviosa a mediados de los cuarenta, pero, por desgracia, no se curó nunca de su obsesión, vivió al margen de la sociedad y, a la sazón, murió solo en 1961, convertido en un indigente y un hombre destrozado
.

Laurel cerró el libro de golpe, como si quisiese impedir que el contenido se escapase de entre las cubiertas. No quería leer más sobre las sospechas de Henry Jenkins respecto a la muerte de su mujer, ni sobre su promesa de encontrar a los responsables. Tenía la sensación apremiante y desagradable de que Jenkins había cumplido con su palabra, y que ella, Laurel, había presenciado el resultado. Pues su madre, con su «plan perfecto», era la persona a la que Henry Jenkins culpaba de la muerte de su mujer, ¿o no? La «siniestra estafadora» que pretendía «tomar» algo de Vivien, que fue responsable de atraer a Vivien al lugar de su muerte, donde de lo contrario nunca habría estado.

Con un estremecimiento involuntario, Laurel miró detrás de ella. De repente sintió que llamaba la atención, como si la espiaran unos ojos invisibles. Su estómago pareció haberse convertido en líquido. Era la culpa, comprendió, culpa por asociación. Pensó en su madre en el hospital, en las palabras con que había expresado el remordimiento, el deseo de «tomar» algo, el agradecimiento por su «segunda oportunidad»: eran estrellas, todas ellas, en la oscuridad del cielo nocturno; a Laurel tal vez no le gustaban las formas que comenzaba a distinguir, pero no podía negar su existencia.

Miró la portada negra, aparentemente inofensiva, de la biografía. Su madre conocía todas las respuestas, pero no fue la única; Vivien también las supo. Hasta este momento, Vivien había sido un susurro: una cara sonriente en una fotografía, un nombre en la dedicatoria de un libro viejo, una quimera hundida entre las grietas de la historia ya olvidada.

Pero era importante.

Laurel tuvo la súbita convicción de que el plan de Dorothy fracasó por Vivien. Que algo intrínseco en el carácter de esa mujer la convertía en la peor persona con quien involucrarse.

La descripción de Katy Ellis de la niña que fue Vivien era afectuosa, pero Kitty Barker había descrito a una mujer «bien presumida», una «pésima influencia», superior y fría. ¿Habían desgarrado a Vivien los traumas de su infancia, la habían endurecido y convertido en esa clase de mujer, hermosa y rica, cuyo poder residía en su frialdad, su reserva, su inaccesibilidad? La información en la biografía de Henry Jenkins (cómo fue incapaz de sobreponerse a su muerte y cómo había buscado durante décadas a los responsables) ciertamente sugería una mujer de carácter sumamente cautivador.

Con una leve sonrisa de suficiencia, Laurel abrió la biografía una vez más y pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba. Ahí estaba. Con mano un poco temblorosa por la emoción, anotó el nombre de Katy Ellis y el título de su autobiografía,
Nacida para enseñar
. Tal vez Vivien no necesitase (o no tuviese) muchos amigos, pero había escrito cartas a Katy Ellis, cartas en las cuales (¿o era demasiado esperar?) habría confesado sus secretos más oscuros. Existía la posibilidad de que aquellas cartas aún existiesen en algún lugar: muchas personas no guardaban su correspondencia, pero Laurel estaba dispuesta a apostar a que la señorita Katy Ellis, prestigiosa educadora y autora de su autobiografía, no era así.

Porque, cuantas más vueltas le daba, más evidente se volvía: Vivien era la clave. Encontrar información sobre esta figura esquiva era la única manera de aclarar el plan de Dorothy y, más importante, qué salió mal. Y ahora (Laurel sonrió) la tenía agarrada por el borde de su sombra.

PARTE 3

VIVIEN

22

Mount Tamborine (Australia), 1929

En realidad, Vivien fue castigada por la gran desgracia de ser sorprendida en la tienda del señor McVeigh en Main Street. Su padre no quería hacerlo, cualquiera lo habría notado. Era un hombre de corazón bondadoso que había perdido el temple durante la Gran Guerra y, a decir verdad, siempre había admirado el asombroso carácter de su hija menor. Pero las reglas eran las reglas, y el señor McVeigh no dejaba de soltar bravatas respecto a lo que haría con una vara y esa niña, y las diferencias entre mimar y dar, y una multitud había comenzado a aglomerarse y, diablos, hacía un calor insufrible… Aun así, era inconcebible que ningún hijo suyo recibiese una tunda, no por su mano, y menos aún por hacer frente a un abusón como ese Jones. De modo que hizo lo único que podía hacer: le prohibió en público ir a la excursión. Escogió ese castigo de forma precipitada y más tarde se convirtió en motivo de profundo pesar y frecuentes discusiones con su esposa, pero ya no había vuelta atrás. Demasiadas personas le habían oído decirlo. En cuanto las palabras salieron de la boca de su padre y llegaron a sus oídos, Vivien supo, a pesar de tener solo ocho años, que no había nada que hacer salvo levantar el mentón y cruzarse de brazos para mostrar a todos que le importaba un rábano, que ni siquiera tenía ganas de ir.

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