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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (41 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Lo cual explicaba que se encontrase en casa, sola, el día más caluroso del verano de 1929, mientras su familia se dirigía al picnic anual en Southport. Durante el desayuno recibió severas indicaciones de su padre, una lista de cosas que hacer y una lista aún más larga de cosas que no debía hacer, unos apretones de mano un tanto angustiados de la madre cuando pensaba que no la miraban, una dosis preventiva de aceite de ricino para todos los pequeños (ración doble para Vivien, que la necesitaba más), tras lo cual, con el frenesí de los preparativos de última hora, se montaron en un Ford Lizzie y se dirigieron al camino de cabras.

La casa se quedó en silencio sin ellos. Y, por alguna razón, más oscura. Y las motas de polvo pendían inmóviles en el aire sin el habitual movimiento de los cuerpos que las arrastraban a su alrededor. La mesa de la cocina, donde habían reído y discutido minutos antes, estaba limpia, sin platos, y en su lugar había un nutrido surtido de tarros con la mermelada de mamá y el cuaderno que había dejado papá para que Vivien escribiese notas de disculpa al señor McVeigh y Paulie Jones. De momento, había escrito: «Querido señor McVeigh», había tachado el «Querido» y había escrito «Para» encima, y se quedó sentada mirando la página en blanco, preguntándose cuántas palabras necesitaría para llenarla. Les rogó que apareciesen antes de que papá llegase a casa.

Cuando se hizo evidente que la nota no se iba a escribir sola, Vivien dejó la pluma, estiró los brazos por encima de la cabeza, movió los pies descalzos adelante y atrás, y estudió el resto de la cocina: las fotografías enmarcadas de la pared, los muebles de caoba, el diván con su tapete de ganchillo. Este era el Interior, pensó con desagrado, el lugar de los adultos y los deberes, donde se limpiaban dientes y cuerpos, de los «Silencio» y «No corras», de peines y encajes y mamá tomando el té con la tía Ada, y las visitas del reverendo y el médico. Era sepulcral y aburrido y siempre intentaba evitarlo y, sin embargo (Vivien se mordisqueó dentro de la boca, entusiasmada por una idea), hoy el Interior le pertenecía, a ella y solo a ella, y seguramente sería la única vez.

Primero, Vivien leyó el diario de su hermana Ivy, luego repasó los recortes de prensa de Robert y estudió la colección de canicas de Pippin; por último, dirigió su atención al guardarropa de su madre. Introdujo los pies en el fresco interior de unos zapatos que pertenecían a ese tiempo remoto previo a su nacimiento, frotó el suave tejido de la mejor blusa de mamá contra la mejilla, se pasó por el cuello los collares de perlas brillantes de la caja de nogal que había sobre la cómoda. En el cajón revolvió las monedas egipcias que su padre había traído de la guerra, los documentos, cuidadosamente doblados, que lo eximían del servicio, un paquete de cartas atadas con una cinta, y un trozo de papel titulado
Certificado de matrimonio
, con los nombres reales de mamá y papá, cuando mamá era «Isabel Carlyon» de «Oxford (Inglaterra)» y no una de ellos.

Las cortinas de encaje ondearon y el dulce olor de Fuera se coló por la ventana de guillotina abierta: eucaliptos, mirto limón y mangos demasiado maduros que comenzaban a abrasarse en el preciado árbol de su padre. Vivien guardó los papeles en el cajón y se puso en pie de un salto. El cielo estaba despejado, azul como el mar y liso como la piel de un tambor. Las hojas de la parra resplandecían a la brillante luz del sol, las plumerías centelleaban rosas y amarillas, y las aves se llamaban unas a otras en la selva, detrás de la casa. Iba a hacer un calor insoportable, comprendió Vivien con satisfacción, y luego caería una tormenta. Le encantaban las tormentas: las nubes furiosas y las primeras gotas gordas, el olor a sed de la tierra roja y la lluvia torrencial contra las paredes mientras papá caminaba de arriba abajo por la veranda, con la pipa en la boca y un brillo en los ojos, tratando de contener la emoción mientras las palmeras gemían y se doblaban.

Vivien giró sobre los talones. Ya había explorado bastante; era inconcebible desperdiciar otro precioso segundo en el Interior. Se detuvo en la cocina solo el tiempo necesario para empaquetar el almuerzo que mamá le había preparado y encontrar unas galletas Anzac. Una fila de hormigas rodeaba el fregadero y subía por la pared. Ellas también sabían que la lluvia se avecinaba. Sin ni siquiera echar un vistazo a la disculpa no escrita, Vivien salió bailando a la veranda. Nunca caminaba si podía evitarlo.

Hacía calor fuera y, aun así, el aire era húmedo. Sus pies ardieron de inmediato sobre los tablones de madera. Era un día perfecto para ir al mar. Se preguntó dónde estarían los otros ahora, si ya habrían llegado a Southport, si las mamás, los papás y los niños estarían nadando y riendo y preparando las comidas, o si su familia se habría montado en uno de esos barcos de recreo. Había un nuevo embarcadero, según Robert, quien había estado espiando a los antiguos compañeros del ejército de papá, y Vivien se imaginó a sí misma lanzándose al agua y hundiéndose como una nuez de macadamia, tan rápido que su piel hormigueaba y la fría agua del mar le obstruía la nariz.

Podría bajar a la cascada de las Brujas para darse un chapuzón, pero en un día así ese estanque entre rocas no se podía comparar con el océano salado; además, no debía salir de casa, y seguro que algún chismoso del pueblo la delataba. Peor aún, si Paulie Jones estuviese ahí, bronceando esa tripa blancucha y descomunal como la de una ballena vieja, creía que no sería capaz de contenerse. Que se atreviese a insultar a Pippin una vez más, a ver qué sucedía. Que se atreviese, le diría Vivien. Que se atreviese el muy cobarde.

Abriendo los puños, ojeó el cobertizo. El viejo Mac estaba ahí, trabajando en las reparaciones, y por lo general merecía la pena visitarlo, pero su padre le había prohibido molestarlo con sus preguntas. Ya tenía bastante trabajo que hacer, y papá no le pagaba un dinero que no tenía para beber té y cotorrear con una niña que aún no había hecho sus deberes. El viejo Mac sabía que ella se hallaba en casa y estaría atento por si había problemas, pero, a menos que estuviese enferma o sangrando, el cobertizo le estaba vedado.

Lo cual solo le dejaba un lugar al que ir.

Vivien bajó las escaleras correteando, cruzó el jardín, rodeó la huerta, donde mamá intentaba obstinadamente cultivar rosas y papá le recordaba con cariño que no estaban en Inglaterra, y entonces, tras dar tres excelentes volteretas seguidas, se dirigió al arroyo.

Vivien había ido ahí desde que aprendió a caminar, serpenteando entre los árboles plateados, recogiendo las flores de las acacias, con cuidado de no pisar las hormigas saltadoras o las arañas, mientras se alejaba cada vez más de las personas y los edificios, los maestros y las reglas. Era su lugar favorito en todo el mundo; le pertenecía; era parte de ella y ella era parte de él.

Hoy tenía más ganas de lo habitual de llegar al fondo. Más allá del primer escarpado, donde comenzaba la pendiente y se alzaban los montículos de las hormigas, agarró el paquete del almuerzo y se lanzó a la carrera, gozando de los latidos del corazón contra el tórax, la terrorífica velocidad de sus piernas, que avanzaban, avanzaban bajo ella hasta casi tropezar, y se agachaba para esquivar las ramas, saltaba de roca en roca, resbalaba entre montones de hojas secas.

Los pájaros látigo clamaban en lo alto, los insectos zumbaban, la cascada del barranco del Muerto borbotaba. A medida que corría, la luz y los colores se deshacían en fragmentos, como en un caleidoscopio. El monte estaba vivo: los árboles se hablaban con voces resecas y viejas, miles de ojos invisibles se abrían en las ramas y los troncos caídos, y Vivien sabía que, si se detuviese y apretase la oreja contra el suelo, oiría a la tierra llamándola, cantando melodías de tiempos remotos. Sin embargo, no se detuvo; se moría de ganas de llegar al arroyo que serpenteaba por el desfiladero.

Nadie más lo sabía, pero el arroyo era mágico. Había un recodo en concreto, donde la ribera formaba un círculo escarpado; el cauce se había formado hacía millones de años, cuando la tierra suspiró y se desplazó y las grandes rocas afiladas se juntaron, de modo que lo que era plano en los márgenes de pronto se había vuelto profundo y oscuro en el centro. Y ahí fue donde Vivien hizo el descubrimiento.

Estaba pescando con los tarros de vidrio que había robado de la cocina de mamá y guardaba en un leño carcomido, detrás de los helechos. Vivien almacenaba todos sus tesoros dentro de ese leño. Siempre había algo que descubrir entre las aguas del arroyo: anguilas y renacuajos, cubos viejos y oxidados de los días de la fiebre del oro. Una vez, llegó a encontrar una dentadura postiza.

El día que descubrió las luces, Vivien estaba tumbada bocabajo sobre una roca, con los brazos estirados dentro del agua, tratando de atrapar el renacuajo más grande que había visto jamás. Lanzó la mano y falló, lanzó la mano y falló, tras lo cual se estiró aún más, de modo que su rostro casi tocaba el agua. Y fue entonces cuando las notó, varias, todas naranjas y titilantes, observándola desde el fondo del estanque. Al principio pensó que se trataba del sol, y miró hacia arriba, a los lejanos trozos de cielo, para comprobarlo. No lo era. El cielo se reflejaba sin duda en la superficie del agua, pero esto era diferente. Estas luces eran profundas, más allá de los juncos y el musgo que cubría la ensenada. Eran otra cosa. Eran otro lugar.

Vivien pensó mucho en esas luces. No era dada a aprender en los libros (eso era cosa de Robert, y de mamá), pero se le daba bien hacer preguntas. Tanteó al viejo Mac y luego a papá, hasta que al fin se encontró con el negro Jackie, el rastreador de papá, que sabía más que nadie acerca del monte. Dejó de hacer lo que estaba haciendo y se plantó una mano en la parte baja de la espalda, arqueando su cuerpo nervudo.

—¿Viste las luces al fondo del estanque?, ¿a que las viste?

Vivien asintió y él la miró fijamente, sin parpadear. Al cabo, una leve sonrisa se esbozó en sus labios.

—¿Alguna vez has tocado el fondo de ese estanque?

—Qué va. —Espantó a una mosca que tenía en la nariz—. Demasiado profundo.

—Yo tampoco. —Se rascó bajo el ala del sombrero y, a continuación, hizo ademán de retomar su trabajo. Antes de hundir la pala en la tierra, giró la cabeza—. ¿Por qué estás tan segura de que tiene fondo, si no lo has visto con tus propios ojos?

Y fue entonces cuando Vivien comprendió: había un agujero en el arroyo que llegaba al otro lado del mundo. Era la única explicación posible. Había oído hablar a papá de cavar un agujero hasta China, y lo había encontrado. Un túnel secreto, un camino al centro de la tierra (el lugar de donde habían surgido la magia, la vida y el tiempo) y más allá, hasta las estrellas de un cielo distante. La pregunta era: ¿qué iba a hacer con él?

Explorarlo, ni más ni menos.

Vivien se detuvo de golpe sobre la gran roca plana que hacía de puente entre el monte y el arroyo. Hoy el agua estaba inmóvil, espesa y turbia en los bajíos de la ribera. Una capa de lodo arrastrada por la corriente se había asentado en la superficie como una piel grasienta. El sol brillaba justo encima y la tierra se cocía. Las ramas de los imponentes árboles del caucho crujían con el calor.

Vivien escondió el almuerzo bajo los helechos que cubrían la roca; en la maleza fría, algo se arrastró, invisible.

Al principio, el agua estaba fría en torno a sus tobillos desnudos. Vadeó el bajío, con los pies tanteando las rocas viscosas, que de repente se volvían afiladas. Su plan consistía en vislumbrar las luces y comprobar que aún estaban donde debían, tras lo cual iba a bucear tan hondo como pudiese para verlas mejor. Durante semanas había practicado cómo contener la respiración, y había traído una pinza de madera de mamá para taponarse la nariz, pues Robert pensaba que, si el aire no se escapaba por las fosas nasales, aguantaría más tiempo.

Cuando llegó a la cresta, donde el peñón formaba una pendiente, Vivien se asomó al agua oscura. Tardó unos segundos, con los ojos entrecerrados y muy agachada, pero al fin… ¡ahí estaban!

Sonrió y casi perdió el equilibrio. Sobre la cresta un par de cucaburras se reían.

Vivien se apresuró de vuelta a la orilla del estanque, escurriéndose a veces por las prisas. Corrió por la roca plana, chapoteando, y hurgó entre sus cosas en busca de la pinza.

Mientras decidía cómo ponérsela, notó algo negro en el pie. Una sanguijuela: una cosa rechoncha y enorme. Vivien se agachó, la agarró con el pulgar y el índice y tiró con todas sus fuerzas. El bicho, resbaladizo, no se desprendió.

Se sentó y lo intentó de nuevo, pero, por mucho que apretase o tirase, no se movía. Entre sus dedos, el cuerpecillo era viscoso, húmedo y blando. Hizo acopio de valor, cerró los ojos y dio un último empellón.

Vivien maldijo con todas las palabras prohibidas («¡Mierda! ¡Puñetero! ¡Capullo! ¡Guarro!») que había acumulado tras ocho años de escuchar a hurtadillas en el cobertizo de papá. La sanguijuela se despegó, pero la sangre manó en abundancia.

La cabeza le dio vueltas y se alegró de estar sentada. Podía ver al viejo Mac decapitando gallinas sin problemas; llevó el dedo cercenado de su hermano Pippin a la casa del doctor Farrell cuando se lo rebanó un hacha; destripaba el pescado mejor y más rápido que Robert cuando acampaban en el río Nerang. Al ver su propia sangre, sin embargo, quedó desvalida.

Con pasos vacilantes, se acercó al agua y metió el pie, que movió de un lado a otro. Cada vez que lo retiraba, la sangre seguía manando. No le quedaba más remedio que esperar.

Se sentó en la roca y abrió el almuerzo. Ternera en rodajas del asado de anoche, cuya salsa, fría, brillaba en la superficie; patata y ñame, que comió con los dedos; una porción de pudin con la mermelada fresca de mamá untada en lo alto; tres galletas Anzac y una sanguina, recién cogida del árbol.

Una caterva de cuervos se materializó en las sombras mientras comía. Los cuervos la observaban con ojos distantes, sin pestañear. Cuando terminó, Vivien les arrojó las últimas migajas y oyó un aletear pesado en su busca. Se limpió el vestido y bostezó.

Su pie por fin había dejado de sangrar. Deseaba explorar el agujero al fondo del estanque, pero de repente se sintió cansada; cansada en exceso, como la niña de ese cuento que mamá les leía a veces con una voz remota que se volvía más extraña con cada palabra. Vivien se sentía rara al oír esa voz: era elegante y, si bien Vivien admiraba a mamá por ello, al mismo tiempo se ponía celosa de esa parte de su madre que no le pertenecía.

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