Giró en la calle y entró en el parque. Caminó sobre el césped, ahora transformado en huertos para la victoria, junto a los caminos que parecían desnudos sin sus verjas de hierro, y se preparó para verla de nuevo. Ella siempre había tenido un gran poder sobre él: con solo una mirada era capaz de doblegar su voluntad. Esos ojos, desbordantes de alegría, que lo habían observado sobre una taza de té en un café de Coventry; esa forma de los labios al sonreír, un poco burlona a veces, pero, Dios, qué emocionante era verla, tan llena de vida. Se estaba animando solo con pensar en ella y, para contenerse, se concentró en recordar con detalle cuánto le había herido, cómo lo humilló (la expresión de los camareros al ver a Jimmy solo en el restaurante, aún con el anillo en la mano; nunca olvidaría esas miradas, cómo se habrían reído de él cuando se fue). Jimmy se tropezó con el bordillo del camino. Dios. Debía mantener el control, sofocar el optimismo y la nostalgia, protegerse contra la posibilidad de una nueva decepción.
Lo intentó con todas sus fuerzas, pero llevaba demasiado tiempo queriéndola, supuso (más tarde, de vuelta en casa, cuando cavilaba acerca de los acontecimientos del día), y el amor convertía en tontos a los hombres, todo el mundo lo sabía. Un ejemplo perfecto: sin pensar hacerlo, en contra de su voluntad, cuando Jimmy Metcalfe se acercó al lugar del encuentro, comenzó a correr.
Dolly estaba sentada en el banco, exactamente donde dijo que estaría. Jimmy la vio primero y se paró en seco, respiró y se alisó el cabello, la camisa, enderezó la espalda, sin quitarle ojo de encima. Su entusiasmo inicial enseguida se convirtió en asombro. Tan solo habían pasado tres semanas (si bien parecían tres años debido a las circunstancias de la separación), pero había cambiado. Era Dolly, era hermosa, pero algo ocurría, lo supo incluso antes de acercarse. De repente, Jimmy se sintió desconcertado; estaba preparado para mostrarse fuerte, petulante incluso, pero al verla ahí sentada, abrazada a sí misma, la mirada gacha, más menuda de lo que recordaba…, eso era lo último que se esperaba y le pilló desprevenido.
Ella lo vio entonces, sonrió y un brillo vacilante le iluminó el rostro. Jimmy le devolvió la sonrisa y se dirigió hacia ella, preguntándose qué diablos habría ocurrido; si alguien le habría hecho daño, tanto como para arrebatarle el temple, y supo al instante que sería capaz de matarlo en ese caso.
Dolly se puso en pie cuando él se acercó, y se abrazaron, los huesos de ella finos como los de un pájaro bajo sus manos. No iba bien abrigada; había estado nevando a ratos, y su abrigo de piel, viejo y ajado, no era suficiente. Dolly tardó en desprenderse de Jimmy (quien se había sentido tan dolido, tan furioso por la manera en que lo había tratado, por su negativa a explicarse, quien se había prometido a sí mismo no dejar de pensar en esa amargura cuando la viese hoy) y él se descubrió a sí mismo acariciándole el pelo igual que a una niña perdida y vulnerable.
—Jimmy —dijo Dolly al fin, el rostro aún contra su camisa—. Oh, Jimmy…
—Chisss —dijo Jimmy—. Vamos, no llores.
Pero siguió llorando, y las lágrimas no parecían tener final, y Dolly se agarró a los costados de Jimmy con ambas manos, de modo que Jimmy se sintió preocupado y excitado al mismo tiempo. Dios, ¿cómo podía ser tan tonto?
—Oh, Jimmy —dijo Dolly de nuevo—. Lo siento mucho. Qué vergüenza.
—¿De qué hablas, Dolly? —La agarró de los hombros y Dolly, reticente, le devolvió la mirada.
—Cometí un error, Jimmy —dijo Dolly—. He cometido muchos. No te debería haber tratado así. Esa noche en el restaurante, lo que hice…, dejarte, irme así. Lo siento muchísimo.
Jimmy no llevaba pañuelo, pero tenía el paño de las gafas, que utilizó para secarle las mejillas.
—No espero que me perdones —dijo—. Y sé que no podemos volver atrás en el tiempo, lo sé muy bien, pero tenía que decirlo. Me he sentido muy culpable y necesitaba pedirte perdón en persona para que vieses que lo decía de verdad. —Parpadeó entre lágrimas y dijo—: Lo digo de verdad, Jimmy. Lo siento muchísimo.
Jimmy asintió. Debía decir algo, pero estaba demasiado sorprendido y conmovido para encontrar las palabras adecuadas. Pareció ser suficiente, pues ella sonrió, más ampliamente ahora, como respuesta. Jimmy vio un destello de su antigua vitalidad en esa sonrisa y deseó preservarla dentro de ese momento para que no desapareciese de nuevo. Necesitaba que la hicieran feliz, comprendió. No era una cuestión de expectativas egoístas, sino un simple rasgo de diseño; al igual que un piano o un arpa, ella funcionaba mejor en cierta sintonía.
—Vaya —dejó escapar un suspiro de alivio—, ya lo he dicho.
—Lo has dicho —aceptó Jimmy, con la voz entrecortada, y no pudo evitar recorrer su labio superior con el dedo.
Ella juntó los labios para besarlo y cerró los ojos. Sus pestañas resaltaban oscuras y húmedas contra sus mejillas.
Se quedó así un rato, como si ella también quisiera detener, de alguna manera, el movimiento del mundo. Cuando al fin se apartó, lo miró con timidez.
—Bueno —dijo.
—Bueno. —Jimmy sacó los cigarrillos y le ofreció uno. Dolly lo aceptó con alegría.
—Me has leído la mente. Se me han acabado.
—Qué raro en ti.
—¿Sí? Bueno, he cambiado, supongo.
Lo dijo como si tal cosa, pero cuadraba tan bien con todo lo que había visto Jimmy al llegar que este frunció el ceño. Encendió dos cigarrillos y señaló con un gesto el camino por el que había venido.
—Deberíamos irnos —dijo—, nos acusarán de espionaje si nos quedamos aquí hablando en susurros.
Caminaron de regreso hacia donde solían estar las puertas, hablando como corteses desconocidos acerca de nada importante. Cuando llegaron a la calle se detuvieron, ambos a la espera de que el otro decidiese qué hacer a continuación. Dolly tomó la iniciativa, volviéndose hacia él para decir:
—Me alegra que hayas venido, Jimmy. No me lo merecía, pero gracias. —En su voz había un tono concluyente, que al principio Jimmy no detectó, pero, cuando ella sonrió con valentía y le dio la mano, comprendió que se iba. Que había pedido disculpas, que lo había hecho para complacerlo, y ahora se iba a ir.
Y en ese instante Jimmy vio la verdad como una luz brillante. Lo único que le complacería sería casarse con ella, llevarla consigo, cuidarla, arreglar las cosas.
—Doll, espera…
Se había pasado el bolso por el hombro y comenzaba a alejarse, pero volvió la vista atrás cuando Jimmy habló.
—Ven conmigo —continuó—, no trabajo hasta más tarde. Vamos a comer algo.
Antaño Jimmy habría hecho las cosas de otro modo, lo habría planeado todo para que saliese a la perfección, pero ahora no. Al diablo con el orgullo y la perfección; tenía demasiada prisa. Había visto que nada dura en la vida… Una bomba y todo se había acabado. Esperó solo hasta que hicieron el pedido a la camarera y, tras hacer acopio de valor, dijo:
—Mi oferta, Doll, sigue en pie. Te quiero, siempre te he querido. No quiero nada más que casarme contigo.
Dolly se quedó mirándolo, con los ojos abiertos por la sorpresa. Y quién podría culparla: acababa de ponderar las ventajas de los huevos respecto al conejo, y ahora esto.
—¿De verdad? ¿Incluso después de…?
—Incluso después de eso. —Jimmy extendió la mano sobre la mesa y Dolly puso sus pequeñas manos encima. Sin su abrigo blanco, Jimmy vio que en sus brazos, pálidos y delgados, había arañazos. La miró de nuevo a la cara, más decidido que nunca a cuidar de ella—. No puedo ofrecerte un anillo, Doll —dijo, entrelazando los dedos con los de ella—. Mi apartamento fue bombardeado y lo he perdido todo; por un momento pensé que había perdido a mi padre también. —Dolly asintió levemente, al parecer aturdida todavía, y Jimmy continuó hablando. Tenía la vaga sensación de dispersarse, de hablar demasiado, de no decir las palabras justas, pero no podía detenerse—. No fue así, gracias a Dios. Es un superviviente, mi padre, estaba con la Cruz Roja cuando lo encontré, a sus anchas, con una taza de té. —Jimmy sonrió fugazmente ante el recuerdo y luego negó con la cabeza—. Bueno, lo que quería decir es que he perdido el anillo. Pero te compraré uno nuevo en cuanto pueda.
Dolly tragó saliva y habló con una voz suave y triste.
—Oh, Jimmy —dijo—, ¡en qué poca estima debes de tenerme para creer que eso me importa!
Ahora le tocó a Jimmy sorprenderse.
—¿No te importa?
—Por supuesto que no. No necesito un anillo para estar unida a ti. —Dolly le estrechó las manos y sus ojos resplandecieron entre lágrimas—. Yo también te quiero, Jimmy. Siempre te he querido. ¿Qué puedo hacer para convencerte de ello?
Comieron en silencio, turnándose para alzar la vista y sonreírse. Cuando acabaron, Jimmy encendió un cigarrillo y dijo:
—Supongo que tu vieja dama no querrá que te cases en Campden Grove.
El rostro de Dolly se descompuso.
—¿Doll? ¿Qué pasa?
Se lo contó entonces: lady Gwendolyn había muerto y ella, Dolly, ya no vivía en Campden Grove, sino otra vez en esa pequeña habitación de Rillington Place. Le explicó también que no le había dejado nada y que trabajaba turnos muy largos en una fábrica de municiones para pagarse la pensión.
—Pero pensaba que lady Gwendolyn te iba a dejar algo en el testamento —dijo Jimmy—. ¿No era eso lo que me dijiste, Doll?
Doll miró hacia la ventana, con una expresión amarga que borró la felicidad de hacía unos momentos.
—Sí —dijo—. Me lo prometió, pero eso era antes. Antes de que las cosas cambiasen.
Por su gesto demacrado, Jimmy supo que lo ocurrido entre Dolly y su señora era el motivo del desánimo que había percibido antes.
—¿Qué cosas, Doll? ¿Qué cambió?
Dolly no quería contarlo, y era evidente porque se negaba a mirarlo, pero Jimmy necesitaba saberlo. Era egoísta, pero la quería, iba a casarse con ella y se negó a dejar que se saliese con la suya. Se sentó en silencio, dejando claro que esperaría tanto como hiciese falta, y Dolly debió de darse cuenta de que no aceptaría un no por respuesta, pues, al fin, suspiró.
—Una mujer intervino, Jimmy, una mujer poderosa. La tomó contra mí y se empeñó en destrozarme la vida. —Apartó la vista de la ventana y lo miró a él—. Yo estaba sola. No tenía ninguna posibilidad contra Vivien.
—¿Vivien? ¿La de la cantina? Creía que erais amigas.
—Yo también —dijo Dolly, que sonrió con tristeza—. Al principio, según creo, lo éramos.
—¿Qué pasó?
Dolly tembló bajo esa fina blusa blanca y miró la mesa; su gesto era muy comedido, y Jimmy se preguntó si le avergonzaba lo que le iba a contar.
—Fui a devolverle algo, un collar que había perdido, pero cuando llamé a la puerta no estaba en casa. Me recibió su esposo… Te he hablado de él, Jimmy, el escritor. Me pidió que entrara y la esperara, y acepté. —Bajó la cabeza y sus rizos temblaron suavemente—. Quizás no debería haberlo hecho, no sé, porque, cuando Vivien llegó a casa y me vio, se puso furiosa. Lo vi en su expresión, sospechaba que nosotros… Bueno, ya te lo puedes imaginar. Traté de explicarme, estaba segura de que me comprendería, pero entonces… —Volvió a mirar la ventana y un débil rayo de luz le iluminó el pómulo—. Bueno…, digamos que me equivoqué.
El corazón de Jimmy comenzó a latir con fuerza; sentía indignación, pero también miedo.
—¿Qué hizo, Doll?
La garganta de Dolly se movió, un movimiento rápido, ascendente y descendente, y Jimmy pensó que iba a llorar. En vez de llorar, sin embargo, se volvió hacia él, y su expresión (tan triste, tan herida) resquebrajó algo en su interior. Su voz era apenas un susurro:
—Inventó mentiras terribles acerca de mí, Jimmy. Dijo que yo era una falsa delante de su marido, pero luego fue mucho peor: le dijo a lady Gwendolyn que yo era una ladronzuela y no debía confiar en mí.
—Pero eso es, eso es… —Estaba estupefacto, indignado por lo sucedido—. Es despreciable.
—Lo peor de todo, Jimmy, es que es una mentirosa. Tiene una aventura desde hace meses. ¿Recuerdas cuando en la cantina te habló de ese doctor amigo suyo?
—¿Ese tipo que dirige el hospital infantil?
—No es más que una ficción… Quiero decir, el hospital es real, el doctor también, pero es su amante. Lo utiliza para encubrirse, para que a nadie le extrañe que vaya de visita.
Jimmy notó que Dolly estaba temblando y ¿quién podría culparla? ¿A quién no le molestaría descubrir que una amiga la ha traicionado de forma tan cruel?
—Doll, lo siento.
—No hace falta que me compadezcas —dijo, tratando de ser valiente con tal desesperación que Jimmy sintió dolor—. Fue un golpe muy duro, pero me he prometido a mí misma que no me dejaría vencer.
—Esa es mi chica.
—Lo que pasa…
La camarera llegó para llevarse los platos y miró a ambos mientras se hacía un lío con el cuchillo de Jimmy. Pensaba que estaban discutiendo, se percató Jimmy; se habían quedado callados cuando ella se acercó, Doll había girado la cabeza rápidamente mientras Jimmy apenas atinaba a responder a los habituales comentarios de la camarera («El Big Ben no se ha retrasado ni un segundo»; «Mientras San Pablo siga en pie…»). Miró de soslayo a Dolly, quien hizo lo posible por ocultar el rostro. No obstante, Jimmy veía su perfil y notó que su labio inferior había comenzado a temblar.
—Eso es todo —dijo, tratando de deshacerse de la camarera—. Eso es todo, gracias.
—¿No quieren pudin? Les aconsejo que…
—No, no, eso es todo.
—Como quieran. —La camarera resopló y giró sobre sus talones.
—¿Doll? —dijo Jimmy, una vez que se quedaron a solas—. ¿Ibas a decir algo?
Tenía los dedos sobre la boca para contener el llanto.
—Lo que pasa es que quería a lady Gwendolyn, Jimmy, la quería como a una madre. Y pensar que se fue a la tumba pensando que yo era una mentirosa y una ladrona… —Se vino abajo y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Chisss. Vamos, no llores, por favor. —Se sentó junto a ella, besando las lágrimas a medida que caían—. Lady Gwendolyn sabía lo que sentías por ella. Se lo demostrabas todos los días. ¿Y sabes qué?
—¿Qué?
—Estabas en lo cierto. No vas a consentir que Vivien te derrote. Yo lo voy a impedir.
—Oh, Jimmy. —Jugueteó con el botón suelto de la blusa, girándolo alrededor del hilo—. Eres muy amable, pero ¿cómo? ¿Cómo voy a salir ganando contra alguien como ella?
—Viviendo una vida larga y feliz.