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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (52 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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A la luz de la luna, Jimmy vio que el labio inferior de Dolly temblaba de emoción.

—Fue espantoso, Jimmy —dijo en un susurro—. Las cosas que dijo. Lo que me hizo sentir.

Jimmy pasó a Dolly el cabello por detrás de la oreja.

—Quería pedirte disculpas; al parecer, lo intentó, pero cuando fue a la casa de lady Gwendolyn no había nadie.

—¿Vino a verme a mí?

Jimmy asintió, y notó que el gesto de Dolly se dulcificaba. Así, sin más, toda la amargura desapareció. Fue una transformación sobrecogedora y, sin embargo, no debería haberle sorprendido. Las emociones de Doll eran cometas de largos hilos: en cuanto una bajaba, otra de colores brillantes se alzaba en la brisa.

Fueron a bailar y por primera vez en varias semanas, sin ese maldito plan pendiendo sobre sus cabezas, Jimmy y Dolly se divirtieron juntos, igual que antes. Bromearon y se rieron y, cuando se despidió con un beso y salió a hurtadillas por la ventana de la señora White, Jimmy pensaba que quizás no era tan mala idea llevar a Doll a la obra.

Estaba en lo cierto. Tras un inicio titubeante, el día salió mejor de lo que había soñado. Vivien estaba arreglando la vela del barco cuando llegaron. Vio un gesto de sorpresa en su rostro cuando se dio la vuelta y lo vio junto a Doll, una sonrisa que comenzó a borrarse antes de recuperar la compostura, y Jimmy sintió cierto recelo. Vivien se bajó con cuidado mientras Jimmy colgaba el abrigo blanco de Doll y, cuando las dos mujeres se saludaron, Jimmy contuvo el aliento. Pero fue un saludo cordial. Se sintió orgulloso por la actitud de Dolly. Se esforzó por olvidar el pasado y ser amable con Vivien. Notó que Vivien estaba aliviada, si bien más callada de lo habitual, y quizás menos afectuosa. Cuando Jimmy le preguntó si Henry iba a venir a ver la obra, lo miró como si acabara de insultarla, antes de recordarle que su marido tenía un trabajo muy importante en el ministerio.

Menos mal que estaba Dolly, con su don de subir los ánimos.

—Vamos, Jimmy —dijo, pasando el brazo por el de Vivien cuando los niños empezaron a llegar—. Sácanos una fotografía, ¿vale? Un recuerdo de este día.

Vivien comenzó a poner reparos, ya que no le gustaba, dijo, que la fotografiasen, pero Doll estaba esforzándose y Jimmy no quería que fuese en vano.

—Te prometo que no duele —dijo con una sonrisa, y al final Vivien mostró un leve asentimiento…

Los aplausos por fin acabaron y el doctor Tomalin dijo a los niños que Jimmy tenía algo para todos ellos. El anuncio recibió otra ronda de vítores y aplausos. Jimmy los saludó y comenzó a repartir copias de una fotografía. La había tomado durante la ausencia de Vivien por enfermedad: mostraba al elenco con sus trajes, juntos en el barco.

Jimmy también había imprimido una para Vivien. La divisó en un rincón de la buhardilla, recogiendo los disfraces en una cesta de mimbre. El doctor Tomalin y Myra hablaban con Dolly, así que se acercó a dársela.

—Bueno —dijo al llegar a su lado.

—Bueno.

—Críticas entusiastas en el periódico de mañana, seguro. —Vivien se rio.

—Sin duda.

Le dio la fotografía.

—Esto es para ti.

Vivien la cogió y sonrió al ver las caras de los niños. Se agachó para dejar el cesto y, al hacerlo, su blusa se abrió ligeramente y Jimmy vislumbró un moratón que se extendía desde el hombro al pecho.

—No es nada —dijo, al notar su mirada, y los dedos se movieron con presteza para ajustar la tela—. Me caí, en un apagón, al ir al refugio. Un buzón se puso en mi camino… Y eso que su pintura se ve en la oscuridad.

—¿Estás segura? Tiene mal aspecto.

—Me salen moratones con facilidad. —Sus miradas se cruzaron y, durante una fracción de segundo, Jimmy pensó que veía algo en sus ojos, pero ella sonrió—. Por no mencionar que camino demasiado rápido. Siempre me estoy tropezando con cosas… y a veces con gente también.

Jimmy le devolvió la sonrisa, recordando el día que se conocieron; pero, cuando uno de los niños tomó la mano de Vivien y se la llevó lejos, sus pensamientos se centraron en esas enfermedades recurrentes, en que no tuviese hijos y en lo que sabía acerca de las personas a quienes les salen moratones con facilidad, y Jimmy sintió que la preocupación le encogía el estómago.

28

Vivien se sentó a un lado de la cama y cogió la fotografía que le había regalado Jimmy, la que tomó tras un bombardeo, con el humo y los cristales relucientes y la familia al fondo. Sonrió al mirarla y se tumbó, con los ojos cerrados, deseosa de que su mente cayese por el borde, a la tierra de sombras. El velo, las luces al fondo del túnel, y más allá su familia, que la esperaba en casa.

Se quedó ahí, y trató de verlos, y lo intentó de nuevo.

Fue en vano. Abrió los ojos. Últimamente, al cerrar los ojos, lo único que veía Vivien era a Jimmy Metcalfe. Ese mechón de pelo oscuro que caía sobre la frente, esa contracción de los labios cuando iba a decir algo gracioso, las cejas que se enarcaban al hablar de su padre…

Se levantó de repente y se acercó a la ventana, dejando la fotografía sobre la sábana. Ya había pasado una semana desde la obra y Vivien estaba inquieta. Echaba de menos los ensayos con los niños, y a Jimmy, y no soportaba esos días interminables que se dividían entre la cantina y esta casa enorme y silenciosa. Era silenciosa, sin duda: espantosamente silenciosa. Debería haber niños corriendo por las escaleras, deslizándose por las barandillas, pisoteando la buhardilla. Incluso Sarah, la doncella, se había ido… Henry insistió en despedirla después de lo ocurrido, pero a Vivien no le habría importado que Sarah se hubiese quedado. No se había dado cuenta de lo mucho que se había acostumbrado al ruido de la aspiradora contra los rodapiés, el crujido de los suelos avejentados, la certeza intangible de que alguien más respiraba y se movía en el mismo espacio que ella.

Un hombre montando en una vieja bicicleta se tambaleaba por la calle, la cesta del manillar llena de herramientas de jardinería sucias, y Vivien dejó que la fina cortina cayese sobre los cristales. Se sentó en el borde del sillón e intentó de nuevo poner en orden sus pensamientos. Durante días había escrito cartas a Katy en su mente; Vivien percibía una distancia desde la reciente visita a Londres de su amiga, y estaba dispuesta a enmendar las cosas. No a ceder (Vivien jamás se disculpaba si se sabía en lo cierto), pero sí a explicar.

Quería que Katy comprendiese, a diferencia de cuando se vieron, que su amistad con Jimmy era buena y verdadera; sobre todo, que era inocente. Que no tenía intención de abandonar a su marido, poner en peligro su salud o cualquiera de esas terribles posibilidades contra las cuales le advertía Katy. Quería hablarle del viejo señor Metcalfe y cómo la hacía reír, acerca de lo grato que era hablar con Jimmy o mirar sus fotografías, cómo Jimmy pensaba siempre lo mejor de las personas y cómo le inspiraba la confianza de que nunca sería cruel. Quería convencer a Katy de que sus sentimientos por Jimmy eran sencillamente los de una amiga.

Aunque no fuera del todo cierto.

Vivien sabía en qué momento comprendió que se había enamorado de Jimmy Metcalfe. Sentada a la mesa del desayuno, mientras Henry hablaba de un trabajo que hacía en el ministerio, Vivien asentía al mismo tiempo que recordaba una anécdota del hospital, algo gracioso que Jimmy había hecho para animar a un paciente nuevo, y se había reído sin poderlo evitar, lo cual, gracias a Dios, coincidió con una escena del relato que Henry consideraba divertida, ya que le sonrió, se acercó a besarla y dijo: «Sabía que pensarías lo mismo, cariño».

Vivien también sabía que sus sentimientos no eran compartidos y que nunca los revelaría. Incluso si él sintiese lo mismo, no había futuro alguno para Jimmy y Vivien. No podía ofrecérselo. El destino de Vivien estaba sellado. Esa condición no la angustiaba ni molestaba, ya no; había aceptado desde hacía tiempo la vida que la aguardaba y, desde luego, no necesitaba confesiones ilícitas entre susurros o muestras físicas de cariño para sentirse plena.

Todo lo contrario. Vivien había aprendido bien pronto, de niña, en una ajetreada estación de ferrocarril, a punto de embarcar hacia un país desconocido, que lo único que podía controlar era su vida interior. Cuando estaba en la casa de Campden Grove, cuando oía a Henry silbar en el cuarto de baño, recortarse el bigote y admirar su perfil, le bastaba saber que lo que llevaba dentro solo le pertenecía a ella.

Aun así, ver a Jimmy y a Dolly Smitham juntos en la obra había sido turbador. Había hablado una o dos veces acerca de su prometida, pero Jimmy siempre se había mostrado esquivo y Vivien dejó de preguntar. Se había acostumbrado a pensar que no tenía vida más allá del hospital, ni más familia que su padre. Al verlo con Dolly, sin embargo (con qué ternura la tomaba de la mano, cómo la miraba sin quitarle los ojos de encima), Vivien se vio obligada a enfrentarse a la verdad. Tal vez Vivien amase a Jimmy, pero Jimmy quería a Dolly. Además, Vivien comprendía por qué. Dolly era guapa y divertida, y poseía un entusiasmo y un valor que atraían a la gente. Jimmy la había descrito como brillante, y Vivien entendió a lo que se refería. Por supuesto que la amaba; no era de extrañar que se empeñase en proporcionar el mástil a esa vela gloriosa y ondulante… Era el tipo de mujer que inspiraría devoción a un hombre como Jimmy.

Y eso era exactamente lo que Vivien pensaba decir a Katy: que Jimmy estaba prometido, que su novia era una mujer encantadora y que no había motivo para que él y Vivien no siguiesen siendo…

El teléfono sonó en la mesilla de al lado y Vivien lo miró, sorprendida. De día, nadie llamaba al 25 de Campden Grove; los colegas de Henry lo telefoneaban al trabajo, y Vivien apenas tenía amigos, no de los que hacían llamadas telefónicas. Descolgó el receptor con incertidumbre.

Oyó una voz masculina desconocida. No comprendió el nombre: lo dijo demasiado rápido.

—¿Hola? —repitió—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Doctor Lionel Rufus.

Vivien no recordaba a nadie con ese nombre y se preguntó si tal vez sería socio del doctor Tomalin.

—¿En qué puedo ayudarle, doctor Rufus? —A veces le sorprendía a Vivien que su voz fuera como la de su madre, ahora, aquí, en esta otra vida; la voz de su madre que les leía cuentos, penetrante, perfecta, lejana, tan distinta a su voz cotidiana.

—¿Hablo con la señora Vivien Jenkins?

—¿Sí?

—Señora Jenkins, me pregunto si me permitiría hablar con usted sobre un asunto delicado. Se trata de una joven a quien creo que ha visto una o dos veces. Vivió al otro lado de su calle durante un tiempo, donde trabajaba como señorita de compañía de lady Gwendolyn.

—¿Se refiere a Dolly Smitham?

—Sí. Bueno, lo que tengo que decirle no es algo de lo que normalmente hablaría, por cuestiones de confidencialidad; sin embargo, en este caso creo que le conviene saberlo. Es posible que desee sentarse, señora Jenkins.

Vivien ya estaba sentada, así que hizo un pequeño sonido para asentir, y escuchó con suma atención cómo un médico que no conocía le contaba una historia que no se podía creer.

Escuchó y habló muy poco y, cuando el doctor Rufus finalmente colgó, Vivien se sentó con el auricular en la mano durante mucho tiempo. Repasó sus palabras, intentando entrelazar los hilos para que tuviesen sentido. Habló de Dolly («Buena chica, que a veces se deja llevar por su gran imaginación») y su joven novio («Jimmy, creo… No lo conozco en persona»); y le habló de su deseo de estar juntos, de la necesidad que sentían de disponer de dinero para comenzar de nuevo. Y entonces detalló el plan que se les había ocurrido, la parte que le correspondía y, cuando Vivien se preguntó por qué la habían elegido a ella, él le explicó la desesperación de Dolly al ser repudiada por alguien a quien admiraba tanto.

Al principio, la conversación dejó a Vivien anonadada…, gracias al cielo, pues habría sido abrumador el dolor de descubrir que tantas cosas que creía buenas y verdaderas no eran más que una mentira. Se dijo que el hombre estaba equivocado, que era una broma cruel o un error…, pero entonces recordó la amargura que había visto en la cara de Jimmy cuando le preguntó por qué él y Dolly no se casaban ya; cómo la reprendió, asegurando que los ideales románticos eran un lujo solo para quienes pudiesen pagarlos; y entonces lo supo.

Se sentó, inmóvil, mientras sus esperanzas se disolvían en torno a ella. A Vivien se le daba muy bien desaparecer tras la tempestad de sus emociones (tenía mucha experiencia), pero esto era diferente; el dolor atenazaba una parte de ella que había ocultado hacía tiempo en un lugar seguro. Vivien vio con claridad, como no lo había visto antes, que no deseaba solo la compañía de Jimmy, sino lo que representaba. Una vida diferente; la libertad y el futuro que se había impedido imaginar, un futuro que se extendiese ante ella sin impedimentos. También, de un modo extraño, el pasado, y no el pasado de sus pesadillas, sino la oportunidad de reconciliarse con los sucesos de antaño…

Hasta que oyó el reloj del vestíbulo, Vivien no recordó dónde estaba. En la habitación hacía más frío y tenía las mejillas húmedas por las lágrimas que había derramado sin notarlo. Una ráfaga de aire entró por algún sitio y la fotografía de Jimmy cayó de la cama al suelo. Vivien la observó, preguntándose si incluso ese regalo tan especial formaba parte del plan, un ardid para ganarse su confianza y poder llevar a cabo el resto de la estafa: la fotografía, la carta… Vivien se enderezó. Tenía un nudo en el estómago. De pronto comprendió que había más en juego que su propia decepción. Mucho más. Un tren terrible estaba a punto de ponerse en marcha y ella era la única persona que podía detenerlo. Dejó el auricular en su sitio y miró el reloj. Las dos en punto. Lo que significaba que disponía de tres horas antes de tener que volver a casa a prepararse para el compromiso de la cena de Henry.

No tenía tiempo para lamentar sus pérdidas; Vivien se acercó al escritorio e hizo lo que tenía que hacer. Titubeó al dirigirse a la puerta, único gesto que delató su tormento interior, su temor creciente, y luego fue rápidamente a recoger el libro. Escribió el mensaje en el frontispicio, tapó la pluma y, sin otro instante de vacilación, se apresuró escaleras abajo y salió.

La señora Hamblin, la mujer que venía a hacer compañía al señor Metcalfe mientras Jimmy trabajaba, abrió la puerta. Sonrió al ver a Vivien y dijo:

—Ah, qué bien, eres tú, querida. Voy un momentito a la tienda, si no te importa, ahora que estás aquí para cuidarlo. —Se pasó una bolsa por el brazo y se sonó la nariz mientras salía a toda prisa—. He oído decir que hay plátanos en el mercado negro para quien sepa pedirlos con amabilidad.

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