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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (25 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—Mantén baja la cabeza y respira —ordenó, agachándose sobre la grava con los dedos apoyados sobre mis rodillas. La bilis subió (no había nada en mi estómago salvo agua) y se arrastró subiendo por mi garganta, ahogándome. Me tapé la boca con la mano, dominada por las arcadas. Él estiró su mano hacia mí y apartó un mechón de pelo hacia detrás de mi oreja; sus fríos dedos me resultaron tranquilizadores.

—Estás a salvo —aseguró.

—Lo siento mucho. —Me pasé la mano temblorosa por la boca mientras la náusea iba desapareciendo—. El pánico empezó anoche, después de estar con Knox.

—¿Quieres caminar un poco?

—No —me apresuré a decir. El parque me parecía enorme y oscuro, y notaba una gran debilidad en mis piernas.

Matthew me observó minuciosamente.

—Te llevaré a casa. Ya continuaremos con esta conversación.

Me ayudó a salir del asiento trasero y me sostuvo ligeramente la mano hasta que me colocó en el asiento delantero del coche. Cerré los ojos mientras él subía. Estuvimos sentados en silencio un instante, y luego Matthew puso el motor en marcha. El Jaguar cobró vida rápidamente.

—¿Te ocurre esto a menudo? —preguntó con voz neutra.

—No, gracias a Dios —respondí—. Me ocurría bastante cuando era niña, pero ahora estoy mucho mejor. Es sólo un exceso de adrenalina. —La mirada de Matthew se detuvo en mis manos mientras me quitaba el pelo de la cara.

—Lo sé —respondió otra vez más, soltando el freno de mano y saliendo hacia el sendero de la entrada.

—¿Puedes olerlo?

Asintió con la cabeza.

—Ha ido aumentando en ti desde que me dijiste que estabas usando magia. ¿Por eso haces tanto ejercicio…: correr, remar, yoga?

—No me gusta tomar drogas. Me producen mareos.

—De todos modos, el ejercicio probablemente sea más eficaz.

—Esta vez no ha servido de mucho —murmuré, pensando en mis manos electrizadas hacía poco tiempo.

Matthew salió de los terrenos del Viejo Pabellón y entró en la carretera. Se concentró en la conducción mientras los suaves movimientos del coche me mecían con suavidad.

—¿Por qué me llamaste? —preguntó bruscamente Matthew, interrumpiendo mi estado de ensoñación.

—Por Knox y por el Ashmole 782 —expliqué mientras las chispas de pánico regresaban ante su súbito cambio de humor.

—Eso ya lo sé. Lo que te pregunto es por qué me llamaste a mí. Seguramente tienes amigos…, brujas, humanos…, que podrían ayudarte.

—En realidad, no. Ninguno de mis amigos humanos sabe que soy una bruja. Tardaría varios días en explicar lo que de verdad está ocurriendo en este mundo, siempre que permanecieran a mi lado todo ese tiempo. No tengo amigos en el mundo de la brujería, y no puedo arrastrar a mis tías a esto. No es culpa suya que cometiera la estupidez de devolver el manuscrito porque no lo entendí. —Me mordí el labio—. ¿No debía haberte llamado?

—No lo sé, Diana. El viernes me dijiste que las brujas y los vampiros no podían ser amigos.

—El viernes te dije muchas cosas.

Matthew permaneció callado, prestando toda su atención a las curvas de la carretera.

—Ya no sé qué pensar. —Hice una pausa, sopesando con cuidado mis siguientes palabras—. Pero hay una cosa de la que estoy segura. Prefiero compartir la biblioteca contigo y no con Knox.

—Los vampiros nunca son totalmente dignos de confianza… y menos cuando están tan cerca de seres de sangre caliente. —Matthew clavó sus ojos en mí en un único y frío instante.

—¿Sangre caliente? —pregunté con el ceño fruncido.

—Humanos, brujas, daimones…, todos los que no son vampiros.

—Prefiero correr el riesgo de un mordisco tuyo antes que dejar que Knox se meta en mi cerebro en busca de información.

—¿Ha tratado de hacer eso? —La voz de Matthew era serena, pero había una cierta violencia en ella.

—No fue nada —me apresuré a responder—. Sólo me estaba advirtiendo sobre ti.

—Está bien que lo haga. Nadie puede ser lo que no es, por mucho que se esfuerce. No debes idealizar a los vampiros. Knox puede no tener en gran estima tus intereses, pero tiene razón acerca de mí.

—Mis amigos no son elegidos por otras personas… y mucho menos por intolerantes como Knox. —Me empezaron a picar los dedos a medida que mi irritación aumentaba y los metí debajo de los muslos.

—¿Es eso lo que somos, entonces? ¿Amigos? —quiso saber Matthew.

—Creo que sí. Los amigos no se ocultan la verdad, aunque sea difícil. —Desconcertada por la seriedad de la conversación, jugueteé con los cordones de mi sudadera.

—Los vampiros no son particularmente buenos para la amistad. —Parecía enfadado otra vez.

—Mira, si quieres que te deje tranquilo…

—¡Por supuesto que no! —me interrumpió—. Sólo que las relaciones de los vampiros son… complicadas. Podemos ser protectores…, incluso posesivos. Podría no gustarte.

—Un poco de protección no me viene mal en estos momentos.

Mi respuesta provocó una mirada de cruda vulnerabilidad en los ojos de Matthew.

—Te recordaré eso cuando empieces a quejarte —señaló, y la crudeza fue rápidamente reemplazada por una sonrisa irónica.

Salió de la calle Holywell hacia las puertas de la residencia. Fred echó un vistazo al coche y sonrió antes de mirar discretamente hacia otro lado. Esperé a que Matthew abriera la puerta, mirando detenidamente dentro del coche para asegurarme de que nada mío quedara allí…, ni siquiera una goma del pelo…, para no empujarlo otra vez hacia Escocia.

—Pero hay algo más en todo esto aparte de Knox y el manuscrito —agregué con tono urgente mientras me alcanzaba la esterilla. Por su comportamiento, uno podría pensar que no había criaturas acechándome por todas partes.

—Eso puede esperar, Diana. Y no te preocupes. Peter Knox no podrá acercarse a menos de doscientos metros de ti otra vez. —Su voz era sombría y tocó la
ampulla
debajo de su jersey.

Necesitábamos pasar un tiempo juntos…, no en la biblioteca, sino a solas.

—¿Te gustaría venir a cenar mañana? —le pregunté en voz baja—. Así podríamos hablar de lo ocurrido.

Matthew se quedó helado, con un gesto de confusión revoloteando en su rostro mezclado con algo que no fui capaz de precisar. Dobló ligeramente sus dedos alrededor del amuleto del peregrino antes de soltarlo.

—Me encantaría —dijo lentamente.

—Bien. —Sonreí—. ¿Qué te parece a las siete y media?

Asintió con la cabeza y me respondió con una sonrisa tímida. Apenas di un par de pasos cuando me di cuenta de que había un tema que tenía que ser resuelto antes de la siguiente noche.

—¿Qué te gusta comer? —susurré con rubor en mi cara.

—Soy omnívoro —respondió Matthew mientras su rostro se iluminaba más hasta esbozar una sonrisa que hizo que mi corazón se detuviera momentáneamente.

—A las siete y media, entonces. —Me di la vuelta, riéndome y sacudiendo la cabeza ante su respuesta, que poco me ayudaba—. Ah, algo más —dije, girándome hacia él otra vez—. Deja que Miriam se ocupe sólo de su trabajo. Puedo cuidarme yo solita.

—Eso es lo que ella me ha dicho —admitió Matthew, dirigiéndose hacia su asiento en el coche—. Lo pensaré. Pero me encontrarás mañana en la sala Duke Humphrey, como de costumbre. —Subió al coche y cuando vio que no me movía, bajó el cristal de su ventanilla.

—No me iré hasta que hayas desaparecido de mi vista —dijo, mirándome con gesto de desaprobación.

—¡Vampiros! —farfullé, sacudiendo la cabeza ante sus anticuados modales.

Capítulo
12

M
i experiencia culinaria no me había enseñado qué dar de comer a un vampiro cuando venía a cenar.

En la biblioteca pasé la mayor parte del día en Internet buscando recetas en las que hubiera alimentos crudos, dejando mis manuscritos olvidados sobre la mesa. Matthew dijo que era omnívoro, pero eso no podía ser verdad. Seguramente un vampiro podía tolerar comida cruda, ya que estaba acostumbrado a una dieta de sangre. Pero él era tan civilizado que indudablemente iba a comer cualquier cosa que le pusiera delante.

Después de realizar una amplia investigación gastronómica, dejé la biblioteca a media tarde. Matthew había defendido la fortaleza Bishop a solas ese día, algo que tenía que haber complacido a Miriam. No había señales de Peter Knox ni de Gillian Chamberlain en ningún sitio de la sala Duke Humphrey, lo que me hizo muy feliz. Incluso Matthew parecía de buen humor cuando pasé por el pasillo para devolver mis manuscritos.

Después de pasar por la cúpula de la Cámara Radcliffe, donde los estudiantes leían sus libros asignados, y por las paredes medievales del Jesus College, fui de compras por los pasillos del mercado cubierto de Oxford. Lista en mano, me detuve primero en la carnicería en busca de venado y conejo frescos, y luego en la pescadería para adquirir salmones escoceses.

«¿Los vampiros comen verduras?», me pregunté.

Gracias a mi teléfono móvil, pude llamar al departamento de zoología para preguntar por los hábitos alimenticios de los lobos. Me preguntaron qué clase de lobos. Había visto lobos grises en un viaje de estudios al zoológico de Boston hacía mucho tiempo, y ése era el color favorito de Matthew, de modo que ésa fue mi respuesta. Después de recitar una larga lista de sabrosos mamíferos y de explicar que se trataba de «comidas preferidas», la voz aburrida en el otro extremo de la línea me dijo que los lobos grises también comían nueces, semillas y frutas del bosque.

—¡Pero no hay que darles de comer! —advirtió la voz—. ¡No son mascotas!

—Gracias por el consejo —dije, tratando de evitar una risita burlona.

El tendero me vendió, disculpándose, las últimas grosellas negras del verano y algunas olorosas fresas silvestres. Una bolsa de castañas encontró también su puesto en mi cada vez más grande cesta de la compra.

Luego me dirigí a la tienda de vinos, donde me encontré a merced de un evangelista de la viticultura que me preguntó si «el caballero entiende de vinos». Eso fue suficiente para sumergirme en un torbellino. El empleado aprovechó mi confusión para venderme lo que terminó siendo una notablemente escasa cantidad de botellas de vino francés y alemán por un precio exorbitante. Luego me puso en un taxi para que me recuperara de la conmoción producida por el precio durante el viaje de regreso a la residencia.

Ya en mis habitaciones, saqué todos los papeles de encima de una desvencijada mesa del siglo XVIII que servía tanto de escritorio como de mesa de comedor y la acerqué a la chimenea. Puse la mesa con sumo cuidado, usando la vajilla antigua y los cubiertos de plata que había en mis alacenas, junto con pesadas copas de cristal que debían de ser los últimos restos de un juego eduardiano usado alguna vez en la sala común de los estudiantes del último año. Las agradables señoras de la cocina me ofrecieron un hermoso mantel blanco y almidonado para cubrir la mesa, acompañado de servilletas plegadas que coloqué junto a los cubiertos y también algunos paños para la bandeja de madera descascarillada que me iba a ayudar a trasladar las cosas desde la cocina.

En cuanto empecé a preparar la comida, quedó claro que cocinar para un vampiro no requiere demasiado tiempo. En realidad prácticamente no se cocina nada.

A las siete encendí las velas; la comida estaba lista, excepto alguna cosa que debía ser preparada a última hora, pero la única que todavía no estaba lista era yo misma.

Mi armario no tenía muchas cosas adecuadas para una «cena con un vampiro». No podía cenar con Matthew vestida con un traje o con el conjunto que había usado para encontrarme con el director. El número de pantalones negros y
leggings
que poseía era increíble, todos con diferentes grados de estiramiento, pero casi todos tenían manchas de té, de grasa de bote o de ambas cosas. Finalmente encontré un par de pantalones negros con un brillo que les daba un cierto aire de pijama, aunque con un poco más de estilo. Eso estaría bien.

Sólo con el sujetador y los pantalones puestos, corrí al baño y me cepillé el largo pelo de color paja que me llegaba a los hombros. No sólo estaba enredado en los extremos, sino que me desafiaba a domarlo levantándose desde el cuero cabelludo a cada contacto con el cepillo. Por un momento consideré la posibilidad de recurrir a las tenacillas, pero había muchas probabilidades de que únicamente me diera tiempo para arreglar la mitad de mi cabeza antes de que Matthew llegara. Él iba a llegar puntual. Yo sabía que sería así.

Mientras me cepillaba los dientes, decidí que lo único que se podía hacer con mi pelo era retirarlo de la cara y retorcerlo en un moño. Eso hacía que mi barbilla y mi nariz parecieran más puntiagudas, pero creaba la ilusión de unos pómulos más prominentes y me sacaba el pelo de los ojos, mi mayor atractivo en esos días. Lo recogí hacia atrás, y de inmediato un mechón cayó hacia delante. Suspiré.

La cara de mi madre me devolvía la mirada desde el espejo. Me acordé de lo hermosa que estaba cuando se sentaba a cenar, y me preguntaba qué había hecho para conseguir que sus pálidas cejas y pestañas se destacaran y por qué su amplia boca tenía un aspecto tan diferente cuando nos sonreía a mí o a mi padre. El reloj eliminó cualquier idea de conseguir una transformación similar con los cosméticos. Tenía solamente tres minutos para encontrar una camisa, o le daría la bienvenida a Matthew Clairmont, distinguido catedrático de Bioquímica y Neurociencia, en ropa interior.

Mi armario ofrecía dos posibilidades: una negra y otra de color azul noche. La de color azul noche estaba limpia, un factor determinante a su favor. También tenía un extraño cuello que se levantaba por detrás y se abría hacia mi rostro antes de descender en un escote en forma de V. Las mangas eran relativamente cómodas y terminaban en puños largos y rígidos que flameaban ligeramente y terminaban hacia la mitad del dorso de mis manos. Estaba poniéndome unos pendientes de plata, cuando llamaron a la puerta.

Mi pecho se sobresaltó ante aquel sonido, como si aquélla fuera una cita. Eliminé semejante idea de inmediato.

Cuando abrí la puerta, allí estaba Matthew. Parecía el príncipe de un cuento de hadas, alto y erguido. Rompiendo sus costumbres habituales, vestía todo de negro, lo cual le daba un aspecto todavía más imponente… y más vampírico.

Esperó pacientemente en el descansillo de la escalera mientras lo examinaba.

—Pero ¿dónde están mis modales? Por favor, entra, Matthew. ¿Servirá esto como invitación formal para entrar a mi casa? —Yo había visto en la televisión o había leído en un libro que un vampiro no entra en una casa si no es invitado a hacerlo.

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