En sus labios se dibujó una sonrisa.
—Olvida la mayor parte de lo que crees saber sobre vampiros, Diana. Esto es simple cortesía. No hay una barrera mística entre una hermosa doncella y yo, una barrera que me mantiene aquí de pie. —Matthew tuvo que agacharse un poco para poder pasar por la puerta. Apoyaba en su brazo una botella de vino y traía unas rosas blancas—. Para ti —dijo con una mirada de aprobación y me dio las flores—. ¿Hay algún sitio donde pueda colocar esto hasta el postre? —Bajó la mirada hacia la botella.
—Gracias, adoro las rosas. ¿Qué tal el alféizar? —Sugerí, antes de irme a la cocina a buscar un florero. El otro florero que tenía había resultado ser una licorera, según el
sommelier
de la sala común de estudiantes avanzados, que había venido a mis habitaciones unas horas antes para enseñármelo cuando expresé mis dudas sobre la posibilidad de poseer semejante recipiente.
—Perfecto —respondió Matthew.
Cuando regresé con las flores, él estaba paseando por la habitación, mirando los grabados.
—¿Sabes una cosa? En realidad, estos grabados no son malos —comentó cuando puse el florero sobre una desvencijada cómoda napoleónica.
—Me temo que son en su mayoría escenas de caza.
—Detalle que no había escapado a mi atención —dijo Matthew, con un gesto divertido. Me ruboricé avergonzada.
—¿Tienes hambre? —Me había olvidado por completo de los aperitivos que habitualmente se supone que uno debe servir antes de la cena.
—Podría comer —respondió el vampiro con una gran sonrisa.
A salvo de vuelta en la cocina, saqué dos platos del frigorífico. El primero consistía en salmón ahumado salpicado con eneldo fresco y un puñadito de alcaparras y pepinillos en vinagre dispuestos artísticamente a un lado, que podían ser interpretados como adorno en caso de que los vampiros no comieran vegetales.
Cuando volví con la comida, Matthew esperaba junto a la silla más alejada de la cocina. El vino descansaba en un artefacto plateado alto que yo había estado usando para guardar monedas, pero que, según me explicó el mismo asistente de la sala común de los estudiantes avanzados, en realidad servía para sostener una botella de vino. Matthew se sentó mientras yo descorchaba una botella de Riesling alemán. Serví dos copas sin derramar una gota y me acerqué a él.
Mi invitado estaba absorto, concentrado, sosteniendo el Riesling delante de su larga nariz aguileña. Esperé a que terminara lo que estaba haciendo, preguntándome cuántos receptores sensoriales tenían los vampiros en la nariz en comparación con los de los perros.
A decir verdad, yo no sabía nada sobre los vampiros.
—Muy bueno —dijo finalmente, abriendo los ojos y dirigiéndome una sonrisa.
—No soy responsable del vino —me apresuré a decir, desplegando la servilleta en mi regazo—. Lo eligió el empleado de la tienda de vinos, de modo que si no es bueno, no es culpa mía.
—Muy bueno —repitió—, y el salmón parece estupendo.
Matthew cogió su cuchillo y su tenedor y cortó un trozo de pescado. Mientras yo lo miraba disimuladamente para ver si de verdad podía comerlo, piqué una alcaparra y un poco de salmón con mi tenedor.
—No comes como una estadounidense —comentó, después de tomar un sorbo de vino.
—No —confirmé, mirando el tenedor en mi mano izquierda y el cuchillo en mi mano derecha—. Supongo que he pasado demasiado tiempo en Inglaterra. ¿De verdad puedes comer esto? —Espeté, sin poder contenerme más.
Se rió.
—Sí. La verdad es que me gusta el salmón ahumado.
—Pero no comes de todo —insistí, dirigiendo la atención otra vez a mi plato. —No —admitió—, pero puedo comer un poco de la mayoría de las comidas. Aunque para mí nada tiene demasiado gusto, a menos que esté crudo.
—Eso es raro, considerando que los vampiros tienen sentidos tan desarrollados. Yo pensaba que todas las comidas tendrían excelentes sabores. —Mi salmón tenía el gusto del agua fresca y fría.
Tomó su copa de vino y observó el transparente líquido dorado.
—El vino tiene un sabor estupendo.
La comida le sabe mal a un vampiro una vez que ha sido cocinada.
Pensé en el menú con gran alivio.
—Si la comida no tiene buen sabor, ¿por qué sigues invitándome a salir a comer? —pregunté.
Matthew recorrió con sus ojos rápidamente mis mejillas, mis ojos y se detuvo en mi boca.
—Es más fácil estar contigo cuando estás comiendo. El olor de la comida cocinada me produce náuseas.
Lo miré parpadeando, todavía confundida.
—Mientras siento náuseas, no tengo hambre —explicó Matthew, con exasperación en su voz.
—¡Ah! —Las piezas encajaron. Yo ya sabía que le gustaba mi olor. Aparentemente eso le daba hambre—. Ah. —Me ruboricé.
—Creí que tú ya conocías esta cuestión —dijo con más delicadeza—, y que ésa era la razón por la que me invitaste a cenar.
Sacudí la cabeza, cogiendo otro bocado de salmón.
—Probablemente sé menos sobre vampiros que la mayoría de los humanos. Y lo poco que mi tía Sarah me enseñó debe ser considerado como algo muy dudoso, si tenemos en cuenta todos sus prejuicios. Ella tenía ideas muy claras, por ejemplo, acerca de tu dieta. Decía que los vampiros sólo se alimentan de sangre porque es lo único que necesitan para sobrevivir. Pero eso no es verdad, ¿no?
Matthew entrecerró los ojos, y su tono fue repentinamente frío:
—No. Tú necesitas agua para sobrevivir. ¿Eso es lo único que bebes?
—Seguramente no debería hablarte de estas cosas, ¿verdad? —Mis preguntas estaban empezando a molestarle. Nerviosamente, enrosqué mis piernas en las patas de la silla y me di cuenta de que no había llegado a ponerme los zapatos. Había recibido a mi invitado descalza.
—No puedes evitar ser curiosa, supongo —respondió Matthew después de pensar un rato en mi pregunta—. Bebo vino y puedo comer algo…, alimentos preferentemente crudos, o comidas que estén frías, para que no tengan tanto olor.
—Pero la comida y el vino no te nutren —supuse—. Tú te alimentas de sangre…, sangre de cualquier clase. —Él se estremeció—. Y no tienes que esperar fuera hasta que te invite a entrar a mi casa. ¿En qué otra cosa me equivoco respecto a los vampiros?
El rostro de Matthew adoptó una expresión de sufrida paciencia. Se echó hacia atrás en su silla, llevando la copa de vino consigo. Me estiré un poco y extendí la mano por encima de la mesa para servirle más. Si iba a someterlo a un interrogatorio, lo menos que podía hacer era darle buen vino. Inclinada sobre las velas, casi prendo fuego a mi blusa. Matthew agarró la botella de vino.
—Deja que lo haga yo —sugirió. Se sirvió un poco más y llenó mi copa también antes de responder—. Casi todo lo que sabes sobre mí…, sobre los vampiros…, es lo que los humanos han soñado. Estas leyendas hicieron posible que los humanos vivieran con nosotros. Las criaturas los asustan. Y no estoy hablando sólo de los vampiros.
—Sombreros negros, murciélagos, escobas. —Ésa era la infame trinidad de la tradición de brujería, que adquiría vida de forma espectacular y ridícula todos los años en Halloween.
—Exactamente. —Matthew asintió con la cabeza—. En cada una de esas historias hay una parte de verdad, algo que asustó a los humanos y los ayudó a negar que nosotros fuéramos reales. La característica más fuerte que distingue a los humanos es su capacidad de negación. Yo tengo fuerza y una vida larga, tú tienes habilidades sobrenaturales, los daimones tienen una creatividad impresionante. Los humanos pueden convencerse a sí mismos de que lo de arriba está abajo y de que lo negro es blanco. Ése es su don especial.
—¿Qué parte de verdad hay en la creencia de que los vampiros no entran en una casa sin que haya una invitación previa? —Después de haber indagado acerca de su dieta, me concentré en los protocolos de entrada a los sitios.
—Los humanos están con nosotros todo el tiempo. Simplemente se niegan a reconocer nuestra existencia porque no tenemos sentido dentro de su limitado mundo. Una vez que nos dejen entrar, que nos vean tal como realmente somos, nos quedaremos, como alguien que invitas a tu casa y luego te resulta difícil echarlo. Ya no podrían ignorarnos.
—Entonces es como las historias sobre la luz del sol —dije lentamente—. No es que vosotros no podáis estar a la luz del sol, sino que cuando eso ocurre es más difícil que los humanos os ignoren. En lugar de admitir que los vampiros se mueven entre ellos, los humanos se dicen a sí mismos que no podéis sobrevivir a la luz.
Matthew asintió con la cabeza de nuevo.
—De todos modos, se las arreglan para ignorarnos, por supuesto. No podemos quedarnos dentro hasta que oscurezca. Pero para los humanos tiene más sentido imaginarnos después del crepúsculo… y eso vale para ti también. Deberías verte cuando entras en una habitación o paseas por la calle.
Pensé en mi aspecto habitual y lo miré, dudosa. Matthew se rió entre dientes.
—No me crees, lo sé. Pero es verdad. Cuando los humanos ven a una criatura en pleno día, están incómodos. Somos demasiado para ellos…, demasiado altos, demasiado fuertes, demasiado seguros de nosotros mismos, demasiado creativos, demasiado poderosos, demasiado diferentes. Se esfuerzan por meter nuestras realidades en sus estrechos casilleros mentales durante el día. Por la noche les resulta un poco más fácil descartarnos simplemente como seres raros.
Me levanté y retiré los platos de pescado, contenta al ver que Matthew se había comido todo, menos la guarnición. Se sirvió un poco más del vino alemán en su copa mientras yo sacaba dos platos del frigorífico. En cada uno había unas lonchas de venado crudo cuidadosamente colocadas, tan finas que el carnicero me había asegurado que se podía leer el
Oxford Mail
a través de ellas. A los vampiros no les gustaban las verduras. A ver qué pasaba con los tubérculos y el queso. Puse algunas remolachas en el centro de cada plato y rallé parmesano encima.
Coloqué una licorera de fondo ancho llena de vino tinto en el centro de la mesa, que atrajo rápidamente la atención de Matthew.
—¿Puedo? —preguntó, indudablemente preocupado de que yo pudiera quemar la residencia. Cogió el recipiente de cristal liso, sirvió un poco de vino en nuestras copas y luego se lo llevó a la nariz.
—Côte-Rôtie —anunció con satisfacción—. Uno de mis favoritos.
Miré hacia el recipiente de cristal.
—¿Puedes saber cuál es sólo con olerlo?
Se rió.
—Algunas historias de vampiros son verdaderas. Tengo un excepcional sentido del olfato… y también son excelentes mi vista y mi oído. Pero incluso un humano podría distinguir que éste es un Côte-Rôtie. —Cerró los ojos otra vez—. ¿Es de la cosecha de 2003?
Abrí la boca de golpe.
—¡Sí! —Esto era mejor que ver un concurso. En la etiqueta había una pequeña corona—. ¿Tu nariz te dice de dónde procede?
—Sí, pero eso es porque he paseado por las viñas donde las uvas fueron cultivadas —confesó tímidamente, como si lo hubiera sorprendido haciendo trampas.
—¿Puedes percibir el olor del campo en esto? —Metí mi nariz en la copa, aliviada al notar que el olor del estiércol de caballo ya no se percibía.
—A veces creo que puedo recordar todo lo que he olido alguna vez. Probablemente sea sólo vanidad —dijo con pesar—, pero los olores te traen a la mente los recuerdos intensos. Yo recuerdo la primera vez que olí chocolate como si fuera ayer.
—¿En serio? —Adelanté mi cuerpo en la silla.
—Fue en 1615. La guerra no había estallado aún, y el rey francés se había casado con una princesa española que a nadie le gustaba, y menos al rey. —Cuando sonreí, me devolvió la sonrisa, aunque sus ojos estaban fijos en alguna imagen distante—. Ella trajo chocolate a París. Era tan amargo como el pecado y también tan decadente. Bebíamos directamente el cacao, mezclado con agua y sin azúcar.
Me reí.
—Parece horrible. Afortunadamente, a alguien se le ocurrió que el chocolate merecía ser dulce.
—Fue a un humano, me temo. A los vampiros les gustaba amargo y áspero.
Cogimos nuestros tenedores y empezamos con el venado.
—Más comida escocesa —dije, señalando la carne con el cuchillo.
Matthew masticó un poco.
—Venado rojo. Un ciervo joven de las Highlands, por el sabor.
Sacudí la cabeza asombrada.
—Como te he dicho —continuó—, algunas de esas historias son verdaderas.
—¿Puedes volar? —le pregunté, sabiendo ya la respuesta.
Dejó escapar un bufido.
—Por supuesto que no. Eso se lo dejamos a las brujas, ya que vosotras podéis controlar los elementos. Pero nosotros somos fuertes y rápidos. Los vampiros podemos correr y saltar, lo cual hace que los humanos crean que podemos volar. Somos eficientes también.
—¿Eficientes? —Dejé mi tenedor, no muy segura de que el venado crudo fuera de mi agrado.
—Nuestros cuerpos no desperdician demasiada energía. Tenemos mucha que utilizamos en nuestros movimientos cuando tenemos que hacerlos.
—Vosotros no respiráis mucho —dije, recordando la clase de yoga y tomando un sorbo de vino.
—No —confirmó Matthew—. Nuestros corazones no laten demasiado rápido. No necesitamos comer con demasiada frecuencia. Comemos alimentos fríos, lo cual disminuye la velocidad de la mayoría de los procesos corporales y ayuda a explicar por qué vivimos tanto tiempo.
—¡La historia del ataúd! No dormís mucho, pero cuando lo hacéis es como si estuvierais muertos.
Esbozó una amplia sonrisa.
—Veo que vas aprendiendo.
Matthew había vaciado su plato, menos las remolachas, y yo había dejado el venado en el mío. Levanté el segundo plato y lo invité a que sirviera más vino.
El plato principal era la única parte de la comida que requería calor, y no mucho. Ya tenía hecha una cosa un tanto rara, parecida a un bizcocho de castañas molidas. Lo único que me faltaba era rehogar un poco de conejo. La lista de ingredientes incluía romero, ajo y apio. Decidí renunciar al ajo. Con su sentido del olfato, el ajo iba a dominar sobre todo lo demás… Había algo de verdad en esa leyenda de vampiros. El apio también fue descartado. Decididamente a los vampiros no les gustaban las verduras. Las especias no parecían ser un problema, así que conservé el romero y molí un poco de pimienta sobre el conejo mientras se rehogaba en la cacerola.
Dejé la ración de conejo de Matthew a medio cocer y guisé el mío un poco más de lo requerido, con la esperanza de que lograría quitar de mi boca el sabor del venado crudo. Después de montar todo en artística superposición, lo llevé a la mesa.