—Quizás encontremos a Escorpio —dijo uno de los oficiales a un colega.
—¿Escorpio?
—El cerdo que estaba al mando cuando la unidad de Seyfarth subió a bordo. Dicen que hay una recompensa especial para el que saque su cuerpo de la nave. Será fácil de identificar: Seyfarth lo clavó aquí y aquí —dijo, señalándose ambos lados de la clavícula.
El otro oficial volteó a uno de los cerdos de una patada, dando gracias por llevar casco y evitar así el olor de la matanza.
—Pues habrá que estar pendientes.
Las luces de la pared se apagaron. La Guardia de la Catedral caminaba entre los muertos guiadas únicamente por las luces de sus cascos. Otra parte de la nave debía haberse muerto. En realidad era sorprendente que las luces hubieran seguido iluminando tanto tiempo. Pero de pronto volvieron a encenderse, como para reírse de sus suposiciones.
Algo no iba bien.
—La nave está perdiendo el control —dijo Quaiche—. Esto no debería estar pasando.
La nave privada se acercó más a la plataforma. La distancia era de tan solo unos centímetros.
—¡No! —exclamó Grelier con repentina insistencia—. No te arriesgues, obviamente algo no marcha bien…
Pero Quaiche había visto su oportunidad. Aceleró con su diván hacia la esclusa de aire que le aguardaba, aumentando la velocidad al máximo. Durante un prolongado momento, la nave permaneció perfectamente inmóvil. Parecía que iba a lograrlo, incluso si tenía que cruzar un palmo de espacio vacío, pero entonces la
Dominatrix
volvió a dar un bandazo hacia atrás con los reactores de control escupiendo fuego de forma caótica. La distancia se agrandaba, ya no eran unos centímetros, sino casi un metro. Quaiche comenzó a detenerse al darse cuenta de su error. Sus manos se movían como demonios, pero el hueco seguía agrandándose y el diván no iba a detenerse a tiempo.
La
Dominatrix
estaba ya a unos cinco o seis metros de la plataforma de embarque, intentando desesperadamente orientarse. Comenzó a rotar, haciendo desaparecer la apertura de la esclusa de aire de la vista. Pero ya no importaba. Quaiche gritó. Su diván saltó por el borde.
—Idiota —dijo Grelier, antes de que el grito de Quaiche hubiera terminado.
Rashmika miró a la nave. Había vuelto a mostrarles su parte trasera. Ahora finalmente vieron que estaba terriblemente dañada. Su liso casco había sido destrozado por una serie de extrañas heridas. Eran aperturas perfectamente circulares que revelaban un interior casi esférico cubierto del brillante y lustroso metal de las superficies recién cortadas. Era como si se hubieran abierto ampollas en el propio casco, reventando luego para mostrar agujeros matemáticamente perfectos.
—Algo la ha atacado —dijo Grelier.
La nave se desplomó, perdiendo altitud. Sus maniobras correctivas se volvían cada vez más frenéticas e ineficaces a cada segundo.
—¡Al suelo! —dijo Grelier empujándola contra la cubierta y cayendo junto a ella en ese mismo instante. Se pegó al suelo tanto como pudo instando con una mano a Rashmika a hacer lo mismo.
—¿Pero qué…? —intentó decir ella.
—Cierra los ojos.
El aviso llegó una fracción de segundo demasiado tarde. Rashmika vio el principio de la explosión provocada por la nave al tocar la superficie de Hela. El resplandor atravesó sus párpados y una luz como una aguja al rojo llegó hasta su nervio óptico. En su cuerpo notó que temblaba toda la estructura de la catedral.
Cuando el vendaval de aire que se escapaba de la sala cesó, Glaur decidió que ya era seguro iniciar su descenso.
Había cortado un agujero del tamaño de un hombre en el panel de cristal y en la rejilla protectora de más abajo. Fuera había vacío y veinte metros más abajo la incesante superficie de Hela en movimiento.
Comprobó su cable de seguridad una vez más y entonces introdujo su mitad inferior por el agujero. Los bordes del cristal estaban romos al haberse derretido, por lo que no había peligro de rasgar el raje. Durante un momento se quedó allí suspendido, con medio cuerpo dentro de la Fuerza Motriz y medio colgando en el vacío. Era la hora de la verdad. Se impulsó valientemente y se sintió momentáneamente ingrávido. Cayó durante un segundo, durante el que solo vio la maquinaria borrosa pasando junto a él. Entonces el cable detuvo su caída, sujetándolo con fuerza. El cinturón se hundió en su cintura. Estaba de espaldas al suelo, con la cabeza y los hombros en un ligero ángulo. Miró hacia abajo. El suelo se deslizaba a unos cuatro o cinco metros. Eran más de los que había esperado y probablemente se diera un buen golpe al caer, pero seguramente podría levantarse y sacudirse el polvo. Incluso si perdía el conocimiento en la caída, la catedral simplemente pasaría sobre él sin dañarlo ya que los enormes pies de la tracción estaban alineados a ambos lados. Una de esas filas pasaría más cerca de él que la otra, pero aun así estaban demasiado alejados como para preocuparse.
El cinturón empezaba a molestarle.
Ahora o nunca
, pensó Glaur. Manipuló el cierre y de pronto estaba cayendo. Golpeó el hielo. No fue agradable. Nunca antes había caído desde tanta distancia. Su espalda se llevó la peor parte. Tras quedarse allí tumbado durante un minuto, recobró las fuerzas para rodar y plantearse levantarse. La intrincada maquinaria de la panza de la
Lady Morwenna
había estado deslizándose sobre él todo el tiempo, como un cielo lleno de nubes angulares.
Glaur se puso de pie. Con gran alivio comprobó que no se había roto nada, ni tampoco la caída había dañado su suministro de aire. Los indicadores del casco estaban todos en verde. Tenía suficiente aire en el traje para unas treinta horas de actividad vigorosa. Iba a necesitarlo. Tendría que hacer todo el trayecto de vuelta por el Camino hasta encontrar a otros evacuados o a un equipo de rescate enviado por otra catedral. Estarían cerca, pensó, pero prefería ir andando a esperar a bordo de la
Lady Morwenna
esperando la primera sacudida al caer por el precipicio.
Glaur iba a empezar a caminar cuando una silueta con traje espacial emergió de detrás de la línea de tracción más cercana. La silueta corría hacia él, aunque más que correr parecía que andaba como un pato. Sin querer, Glaur se echó a reír.
Había algo absurdo en la forma en la que la silueta infantil se movía. Repasó en su memoria a los habitantes de la catedral, preguntándose quién podría ser este superviviente enano y qué querría de él. Entonces reparó en el brillo en la extraña mano cubierta por una manopla de dos dedos. Era un cuchillo que vibraba y centelleaba, como si no pudiera decidir qué forma quería tener. De pronto el sentido del humor lo abandonó por completo.
—Me preocupaba que algo así sucediese —dijo Grelier—.
¿Estás bien? ¿Puedes ver?
—Creo que sí —dijo ella. Estaba aturdida por la explosión de la nave del deán, pero aún era capaz de valerse por sí misma.
—Entonces levántate. No tenemos mucho tiempo. —De nuevo, Rashmika notó la aguja presionar la capa más superficial de su traje.
—Quaiche se equivocaba —dijo sin moverse—, nunca se está a salvo.
—Calla y camina.
Su presencia debía haberla alertado. La pequeña nave roja con forma de concha hizo parpadear dos luces verdes a modo de saludo. Una pequeña puerta se abrió en un lateral.
—Entra —dijo Grelier.
—Tu nave no funciona —dijo Rashmika—. ¿No oíste lo que dijo Quaiche? Hizo que sus hombres le disparasen.
—No tiene que llevarnos muy lejos. Basta con bajar de la catedral, para empezar.
—¿Y después a dónde, asumiendo que despegue? ¿No querrás ir a la estructura de sujeción?
—Ese era el plan de Quaiche, no el mío.
—¿Entonces a dónde?
—Ya pensaré algo —dijo—. Conozco muchos lugares donde escondernos en este planeta.
—No tienes por qué llevarme contigo.
—Eres útil, señorita Els, demasiado útil como para dejarte aquí justo ahora, ¿me entiendes?
—Deja que me vaya. Deja que vuelva para salvar a mi madre. Ya no me necesitas. —Hizo una señal con la cabeza hacia la nave—. Vete y supondrán que estoy contigo. No te atacarán.
—Es un poquito arriesgado —dijo.
—Por favor… déjame salvarla.
Grelier dio un paso hacia la nave que le aguardaba y luego se detuvo. Era como si hubiese recordado algo que había olvidado, algo que significaba que tendría que volver al interior de la
Lady Morwenna
. Pero en lugar de eso simplemente la miró y emitió un horrible sonido.
—¿Inspector general? —dijo Rashmika.
La presión de la aguja desapareció. La jeringa cayó al suelo en silencio. El inspector general se retorció y luego cayó de rodillas. Hizo de nuevo el mismo sonido: un gorgoteo de dolor que esperaba no volver a oír jamás.
Se levantó, aún temblorosa sobre sus piernas. No estaba segura de si era por los efectos de la explosión o por la relajación del miedo que había sentido al tener la aguja pegada a ella todo el tiempo.
—¿Grelier? —dijo en voz más baja.
Pero Grelier no dijo nada. Lo miró de arriba abajo y entonces se dio cuenta de que le pasaba algo horrible. La zona del abdomen de su traje estaba hundida, como si le hubieran vaciado con una cuchara el interior. Rashmika se agachó, rebuscando entre las pertenencias del inspector general hasta que encontró la llave de la Torre del Reloj. Se levantó alejándose del cuerpo de Grelier y vio cómo de pronto este se desintegraba. Unas esferas de nada lo iban mordiendo hasta que lo único que dejaron fue una especie de residuo intersticial congelado.
—Gracias, Capitán —dijo, sin saber muy bien por qué.
Miró hacia delante, hacia el puente roto. No le quedaba mucho tiempo.
Rashmika bajó sola en el ascensor de vuelta al interior de la
Lady Morwenna
, cerrando los ojos para no ver las luces de las vidrieras en un esfuerzo por concentrarse. Los pensamientos golpeaban su mente: Quaiche estaba muerto, el inspector general de Sanidad estaba muerto. Quaiche había ordenado a la Guardia de la Catedral que no dejase salir a nadie hasta que llegase a la estructura de sujeción de la nave o treinta minutos antes de que la
Lady Morwenna
cayese por el borde occidental del puente. Y había especificado que el sarcófago debía quedarse a bordo. Pero el sarcófago era pesado y voluminoso. Incluso si lograban convencer a los guardias, necesitarían más de treinta minutos para sacarlo de la catedral. Quizás incluso necesitasen más que las pocas horas que les quedaban antes de que la catedral dejase de existir.
Quizás, pensó, era hora de hacer un trato con las sombras, aquí y ahora. Incluso ellas comprenderían que no tenían más elección, que no había forma de salvar a su enviado. Había hecho todo lo posible, ¿no? Si tenían la información acerca de lo que ella y sus aliados debían hacer para permitir que las demás sombras cruzasen, entonces no perderían nada dándosela ahora.
El ascensor se detuvo bruscamente. Con cautela, Rashmika descorrió la reja. Tenía que recorrer el interior de la catedral deshaciendo la ruta por la que Grelier y el deán la habían traído. Luego tendría que encontrar otro ascensor que la llevase a lo más alto de la Torre del Reloj y tendría que hacer todo esto evitando cualquier contacto con la Guardia de la Catedral que aún quedaba a bordo.
Salió del ascensor. Debía reservar el aire de su traje para cuando realmente lo necesitase, así que se levantó la visera del casco. La catedral nunca había estado tan silenciosa, aún podía oír el ruido de los motores, pero incluso eso parecía más apagado. No había coro, ni voces rezando, ni pasos en solemne procesión.
Su corazón latió más deprisa. La catedral estaba casi desierta. La Guardia de al Catedral debía de haberse ido ya, aprovechando la conmoción en la plataforma de aterrizaje. Si era así, lo único que tenía que hacer era encontrar a su madre y a Vasko y confiar en que el sarcófago siguiese con ganas de comunicarse.
Se orientó usando los dibujos de las vidrieras de colores como referencia y se dirigió a la Torre del Reloj. Pero apenas si había dado un paso cuando dos oficiales de la Guardia de la Catedral surgieron de un anexo, apuntándola con sus armas. Tenían los cascos puestos, con las viseras cerradas y las plumas rosas colgando de su cresta.
—Por favor —dijo Rashmika—, dejadme pasar. Lo único que quiero es buscar a mis amigos.
—Quédate donde estás —dijo uno de los guardias, apuntando con su arma los parpadeantes indicadores de su tabardo de soporte vital. Hizo un gesto con la cabeza a su compañero—. Inmovilízala.
Su colega se colgó el arma al hombro y echó mano a algo en su cinturón.
—El deán ha muerto —dijo Rashmika—. La catedral está a punto de hacerse añicos. Debéis abandonarla ahora que todavía podéis.
—Tenemos órdenes —dijo el guardia, mientras su compañero la empujaba contra un bloque de piedra.
—¿Es que no lo entendéis? —preguntó—. Esto se ha terminado, las cosas han cambiado. Ya no tiene importancia.
—Átala, y si puedes hazla callar también.
El guardia levantó el brazo para cerrar la visera de Rashmika. Ella empezó a protestar, queriendo luchar pero siendo consciente de que no tenía las fuerzas suficientes. Sin embargo incluso mientras se revolvía, pudo ver algo que se movía entre las sombras tras el guardia que llevaba el arma.
Con el rabillo del ojo vio el destello de un cuchillo. El guardia produjo un sonido gutural y dejó caer el arma al suelo. El otro intentó reaccionar, dando un brinco y haciendo un esfuerzo por empuñar su arma. Rashmika le dio una patada con su bota en la rodilla. Dio un traspié cayendo contra la pared, aún intentando alcanzar su arma. El cerdo enfundado en el traje de vacío llegó hasta él y deslizó la plateada hoja de su cuchillo por el abdomen del hombre para luego girarlo hacia arriba atravesando su esternón con un suave arco.
Escorpio detuvo el cuchillo y lo guardó en su funda. Con un movimiento firme pero suave la empujó hacia las sombras donde ambos se agacharon juntos. Rashmika volvió a levantarse la visera, sorprendida ante su alterada respiración.
—Gracias, Escorp.
—¿Sabes quién soy después de tanto tiempo?
—Dejaste huella —dijo con la respiración entrecortada. Levantó la mano hasta tocar al suya—. Gracias por venir.
—No he podido resistirme.
Rashmika esperó hasta que su respiración se tranquilizó.
—Escorp, ¿has hecho tú lo del puente?