El Desfiladero de la Absolucion (105 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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La presión de la propulsión, a pesar de su suavidad, hizo que el pecho de Escorpio le doliese. Valensin le había dicho que estaba loco por pensar siquiera que podía pilotar una nave hasta Hela después de lo que había sufrido en los últimos años. Escorpio se había encogido de hombros. Un cerdo tenía que hacer lo que un cerdo tenía que hacer, le dijo.

Grelier atendió a Quaiche, echándole gotas de una solución en su ojo ciego. Quaiche se retorcía y se quejaba a cada gota, pero gradualmente sus quejas se fueron convirtiendo en gimoteos intermitentes de irritación y decepción, más que de dolor.

—Aún no me has dicho qué hace la chica aquí —dijo Quaiche finalmente.

—Eso no era responsabilidad mía —contestó Grelier—. Yo he descubierto que no era quien decía ser y que llegó a Hela hace nueve años. El resto tendrás que preguntárselo tú mismo.

Rashmika se levantó y caminó hacia el deán, apartando al inspector general.

—No tiene que preguntar —dijo—. Se lo diré yo misma. Vine aquí para encontrarle. No es que me interesase usted en especial, sino porque era la clave para llegar hasta las sombras.

—¿Las sombras? —preguntó Grelier, enroscando la tapa de una botellita de fluido azul.

—Él sabe de lo que hablo —dijo Rashmika—. ¿Verdad, deán? Incluso a pesar de la rígida máscara de su cara, Quaiche logró expresar que efectivamente lo entendía.

—Pero has tardado nueve años en encontrarme.

—No se trataba solo de encontrarle, deán. Siempre supe dónde estaba, nunca fue un secreto. Mucha gente pensaba que estaba muerto, pero yo siempre supe dónde debía estar.

—Entonces, ¿por qué esperar todo este tiempo?

—Yo no estaba preparada —dijo—. Tenía que aprender más sobre Hela y los scuttlers, de otra forma no habría estado segura de que las sombras eran los interlocutores adecuados. No me servía de nada confiar en las autoridades de la Iglesia. Tuve que aprender las cosas por mí misma, sacar mis propias conclusiones y por supuesto, necesitaba unos antecedentes convincentes para que confiase en mí.

—Pero nueve años —repitió Quaiche absorto—. Y aún no eres más que una niña.

—Tengo diecisiete años y no han sido solo nueve años, créame.

—Las sombras —dijo Grelier—. ¿Querría alguien por favor explicarme qué son?

—Cuénteselo, deán —dijo Rashmika.

—No sé lo que son.

—Pero sabe que existen. Le hablan, ¿verdad? Igual que me hablan a mí. Le pidieron que las salvase, que se asegurase de que no se destruirían cuando la
Lady Morwenna
cruce el puente.

Quaiche levantó una mano, como negándola.

—Eres una ilusa.

—¿Tanto como Saúl Tempier, deán? Él sabía lo de la desaparición no registrada y no se creía las negativas oficiales. También sabía que las desapariciones tendrían un final, igual que lo creía los numericistas.

—Nunca he oído el nombre de Saúl Tempier.

—Puede que no —dijo Rashmika—, pero su Iglesia lo asesinó porque no podían permitir que hablase de la desaparición perdida, porque usted no podía aceptar el hecho de que realmente había sucedido, ¿verdad?

La botellita azul estalló entre los dedos de Grelier.

—Dime de qué va esto —exigió.

Rashmika se volvió hacia él y se aclaró la garganta.

—Si él no te lo cuenta, lo haré yo. El deán tuvo una crisis de fe durante uno de esos períodos en los que empezó a desarrollar la inmunidad frente a los virus de su propia sangre. Comenzó a cuestionarse los fundamentos de la religión que había construido a su alrededor, lo cual resultaba muy doloroso para él, porque sin esta religión la muerte de su amada Morwenna se convertiría simplemente en un evento cósmico sin importancia.

—Ten mucho cuidado con lo que dices —la amenazó Quaiche.

Rashmika lo ignoró.

—Durante esta crisis se sintió obligado a demostrar la naturaleza de las desapariciones usando las herramientas científicas que la Iglesia normalmente prohibía. Lanzó una sonda hacia la superficie de Haldora durante una desaparición.

—Eso conlleva una minuciosa preparación —dijo Grelier—. Una desaparición es tan breve…

—Pero no esta —dijo Rashmika—. La sonda tuvo un efecto: prolongó la desaparición más de un segundo. Haldora no es más que una ilusión, un camuflaje que esconde un mecanismo para enviar señales. El camuflaje había estado fallando últimamente, por eso empezaron a tener lugar las desapariciones. La sonda del deán le añadió una tensión adicional, prolongando así la desaparición. Con eso bastó, ¿verdad deán?

—Yo no…

Grelier sacó otro vial (uno verde ahumado esta vez), lo sujetó entre el pulgar y el índice y lo sostuvo encima del rostro de su señor.

—Deja de hacernos perder el tiempo, ¿de acuerdo? Estoy seguro de que la chica sabe más de lo que te gustaría que supiésemos, así que ¿por qué no dejas de negarlo?

—Cuénteselo —pidió Rashmika.

Quaiche se humedeció los labios, que estaban tan pálidos y secos como un hueso.

—Tiene razón —dijo—. ¿Por qué negarlo ahora? Las sombras no son más que una distracción. —Inclinó la cabeza hacia Vasko y Khouri—. Tengo vuestra nave, ¿creéis que me importa lo demás?

La piel de los dedos de Grelier se quedó blanca alrededor del vial.

—Dínoslo —dijo con un siseo.

—Envié una sonda a Haldora que prolongó la desaparición —dijo Quaiche—. Durante ese fugaz instante vi… cosas, maquinaria reluciente, como el interior de un reloj, normalmente escondido dentro de Haldora. Y la sonda contactó con algo. Se destruyó casi al instante, pero antes, algo, fuese lo que fuese, logró transmitirse a sí mismo hacia la
Lady Morwenna
.

Rashmika se giró y apuntó hacia el sarcófago.

—Están encerradas ahí. Grelier entornó los ojos.

—¿En el sarcófago ornamentado?

—Morwenna murió en él —dijo Quaiche, escogiendo las palabras como alguien que caminase por un campo de minas—. Murió aplastada dentro cuando nuestra nave vino a toda velocidad a Hela para rescatarme. La nave no sabía que Morwenna no toleraría esa clase de aceleración. La redujo a papilla, la convirtió en una gelatina roja con huesos y trozos de metal. Yo la maté. Si no hubiera venido a Hela…

—Siento mucho lo que le pasó —dijo Rashmika.

—Yo no era así antes de que aquello sucediese —dijo Quaiche.

—Nadie podría culparle de su muerte.

—No dejes que te engañe —dijo Grelier con desprecio—. No era precisamente un santo antes de aquello.

—Era simplemente un hombre con algo malo en la sangre —dijo Quaiche defendiéndose—. Solo un hombre intentando abrirse camino.

—Le creo —dijo en voz baja Rashmika.

—¿Puedes leer mi cara? —preguntó el deán.

—No —contestó ella—, pero le creo. No me parece que sea una mala persona, deán.

—¿Ni siquiera ahora, después de todo lo que he hecho?

¿Después de lo que le pasó a tu hermano? —Rashmika percibió un rayo de esperanza en su voz. A estas alturas del día y tan cerca del puente, el deán aún ansiaba la absolución.

—He dicho que le creía, no que le perdonara —dijo.

—Las sombras —dijo Grelier—. Aún no me has dicho qué son o qué tienen que ver con el sarcófago.

—El sarcófago es una reliquia sagrada —dijo Rashmika—. Su única conexión tangible con Morwenna. Al someter a una prueba a Haldora, también estaba validando el sacrificio que Morwenna había hecho por él. Por eso puso el aparato receptor dentro del sarcófago, para que cuando llegase la respuesta, cuando descubriera si Haldora era o no un milagro, fuese Morwenna quien se lo dijese.

—¿Y las sombras? —volvió a preguntar Grelier.

—Son demonios —dijo Quaiche.

—Son entes —lo corrigió Rashmika—. Seres con sentimientos que están atrapados en un universo adyacente al nuestro.

Grelier sonrió.

—Creo que ya he oído suficiente.

—Deberías escuchar el resto —dijo Vasko—. No está mintiendo. Son reales y necesitamos su ayuda desesperadamente.

—¿Su ayuda? —repitió Grelier.

—Están más avanzadas que nosotros —dijo Vasko—, más avanzadas que cualquier otra cultura en esta galaxia. Son las únicas que pueden cambiar las cosas frente a los inhibidores.

—¿Y qué piden a cambio de su ayuda? —preguntó Grelier.

—Quieren que las dejemos salir —dijo Rashmika—. Quieren poder cruzar a nuestro universo. Lo que está en el sarcófago no es realmente una de las sombras, es simplemente un agente negociador, como un programa de
software
, pero sabe lo que tenemos que hacer para dejar pasar a las sombras. Sabe las órdenes que debemos enviar a la maquinaria de Haldora.

—¿La maquinaria de Haldora? —preguntó el inspector general.

—Compruébalo tú mismo —dijo el deán. Los espejos habían vuelto a reorganizarse hacia él de nuevo, arrojando un rayo de luz hacia su ojo bueno—. Las desapariciones han terminado, Grelier. Después de todo este tiempo ahora veo la maquinaria sagrada.

46

Glaur estaba solo, era el único miembro de la plantilla técnica de quedaba en la sala abovedada de la Fuerza Motriz. La catedral se había recuperado del percance de antes. Las sirenas se habían callado, las luces de emergencia del reactor se habían apagado y el movimiento de los manguitos y los mástiles sobre su cabeza habían vuelto a su hipnótico ritmo habitual. El suelo se balanceaba de lado a lado, pero únicamente Glaur se había ganado a pulso su agudo sentido del equilibrio para detectarlo. El movimiento estaba dentro de los límites normales y para cualquiera poco familiarizado con la
Lady Morwenna
, el suelo parecería firme como una roca, como si estuviese anclada a Hela.

Con la respiración entrecortada llegó hasta una de las pasarelas que rodeaba el núcleo de turbinas y generadores. Notó la brisa que producían los mástiles móviles justo sobre su cabeza, pero años de familiaridad con aquel lugar servían para que no agachase la cabeza innecesariamente.

Llegó hasta un anónimo y anodino panel de acceso. Glaur giró la palanca que cerraba el panel; después abrió la portezuela por encima de su cabeza. Dentro brillaban los mandos de color azul plateado del sistema de bloqueo: dos enormes palancas con una única cerradura bajo cada una de ellas. El procedimiento era muy simple, lo había ensayado en muchos ejercicios usando el panel falso al otro lado de la máquina.

Glaur había insertado una llave en la cerradura. Seyfarth había insertado su llave en el correspondiente agujero. Las llaves giraron simultáneamente y entonces los dos hombres tiraron de las palancas hasta su tope con un movimiento sincronizado y suave. Los mecanismos hicieron un sonido metálico y emitieron un zumbido. Por toda la sala hubo un repiqueteo de relés cuando los controles normales se desconectaron. Tras el panel, Glaur sabía que había un reloj blindado marcando los segundos desde el momento en el que las palancas fueron accionadas. Ahora las palancas habían avanzado la mitad de su recorrido. Quedaban otras doce o trece horas para que los relés saltasen de nuevo, restaurando el control manual. Era demasiado tiempo. En trece horas probablemente ya no existiría la
Lady Morwenna
.

Glaur se apoyó contra la barandilla de la pasarela y luego colocó ambas manos enguantadas en la palanca izquierda. Tiró hacia abajo, aplicando tanta fuerza como fue capaz de reunir. La palanca ni se movió. Parecía tan sólida como si la hubiesen soldado en ese ángulo exacto. Lo intentó con la otra y luego probó a bajar ambas a la vez. Era absurdo: sus propios conocimientos del sistema de bloqueo le decían que estaba diseñado para resistir muchas más injerencias que esas.

Estaba hecho para soportar un motín, un solo hombre no podía hacer nada. Pero tenía que intentarlo, por muy pocas que fuesen sus posibilidades de éxito.

Sudando y con la respiración aún más entrecortada, Glaur volvió a la planta baja de la Fuerza Motriz para reunir algunas herramientas pesadas. Subió de nuevo a la pasarela y comenzó a atacar las palancas con los instrumentos que había elegido. Los golpes retumbaban en toda la sala, audibles incluso sobre el
runrún
de la maquinaria. Pero eso tampoco funcionó.

Glaur se desplomó exhausto. Sus manos estaban demasiado sudorosas para sostener nada hecho de metal y sus brazos demasiado débiles para levantar el más ligero de los martillos.

Si no podía forzar el mecanismo de bloqueo para llegar al final de las veintiséis horas, ¿qué otra cosa podía hacer? Solo quería detener la
Lady Morwenna
o desviarla de su trayectoria, no destruirla. Podría dañar el reactor. Había muchas puertas de acceso accesibles para él, pero tardaría horas en hacer efecto. Sabotear la maquinaria de la propulsión tampoco era una idea realista: el único modo de hacerlo sería introducirle algo para atascarla, pero tendría que ser algo enorme. Quizás hubiera trozos de metal en los talleres de reparación, mástiles enteros o manguitos extraídos para repararlos o fundirlos, pero nunca podría levantarlos solo. Ya era demasiado pedir que levantase una llave inglesa.

Glaur había considerado sus posibilidades de sabotear o engañar a los sistemas de orientación: las cámaras que observaban el Camino, los rastreadores de estrellas que vigilaban el cielo, los sensores de campos magnéticos que iban olfateando el rastro del cable enterrado… pero esos sistemas eran redundantes y la mayoría estaban situados fuera de las áreas presurizadas de la catedral, a gran altura del suelo o en zonas de difícil acceso de la superestructura.

Admítelo
, se dijo,
los ingenieros que diseñaron los controles de bloqueo no nacieron ayer. Si hubiera una forma evidente para detener a la Lady Morwenna, ya se habrían encargado de ello
. La catedral no iba a pararse ni a desviarse del Camino. Le había dicho a Seyfarth que se quedaría a bordo hasta el último minuto, atendiendo a sus máquinas, pero ¿qué había que atender ahora? Sus máquinas le habían sido arrebatadas, arrancadas de sus manos como si no se las pudiesen confiar a él.

Desde la pasarela, Glaur miró hacia abajo, hacia una de las ventanas de observación sobre las que había caminado muchas veces. Podía ver el suelo deslizándose debajo, a un tercio de metro por segundo.

La pequeña nave de Escorpio aterrizó. Sus patines retráctiles hicieron crujir el hielo casi derretido. La nave se balanceó mientras se quitaba los cinturones de seguridad y se colocaba las conexiones de su traje de vacío, comprobando que todo estaba bien. Tenía dificultades para concentrarse. La lucidez mental iba y venía como una débil señal de radio. Quizás Valensin tenía razón después de todo y debería haberse quedado en la nave enviando a otro a Hela en su lugar.
¡Ni hablar
!, pensó Escorpio.

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