A veces, ocasionalmente, era por lo que más agradecido se sentía de todas las cosas. Demasiada perspectiva no puede ser buena.
—¿Escorp? —dijo Khouri—. ¿Te importa si te hago una pregunta antes de que nos volvamos a separar?
—No lo sé —respondió—, pregúntame y lo averiguaremos.
—¿Por qué salvaste aquella lanzadera en el sistema de Yellowstone? ¿Qué te impidió disparar cuando viste las máquinas inhibidoras? Salvaste a aquella gente.
¿Lo sabría? Se preguntó Escorpio. Se había perdido muchas cosas durante los nueve años que había estado congelado. Era posible que ella lo hubiera averiguado, que hubiese confirmado lo que él solo sospechaba. Recordaba algo que Antoinette Bax le dijo justo antes de despedirse. Se preguntaba si se volverían a ver de nuevo. Era un universo muy grande, le había contestado él, lo suficientemente grande como para volver a coincidir. Quizás para algunas personas, le había contestado Antoinette, pero no para gente como Escorpio o como ella. Y tenía razón. Escorpio sabía que nunca volverían a verse de nuevo. Se sonrió para sus adentros: sabía exactamente lo que ella quería decir. Él tampoco creía en los milagros, pero ¿dónde se debía trazar la línea exactamente?
Sin embargo ahora sabía con total seguridad que Antoinette también se equivocaba. Esas cosas no le sucedían a gente como Escorpio o Antoinette, pero ¿ya otra gente? A veces cosas así simplemente sucedían.
Escorpio lo sabía. Había leído los nombres de todos los evacuados en la lanzadera que rescataron del sistema Yellowstone y un nombre en particular llamó su atención. El hombre incluso le había causado buena impresión cuando observaba que salían los evacuados de la lanzadera. Recordaba su tranquila dignidad, la necesidad de compartir sus sentimientos, pero no de librarse de su carga. El hombre probablemente estaba congelado desde entonces, como el resto de pasajeros. Ahora estaría entre los dieciocho mil congelados que orbitaban Hela.
—Tenemos que encontrar la manera de llegar hasta esa gente —le dijo a Khouri.
—Creía que estábamos hablando de…
—Estábamos —dijo, dejándolo ahí. La haría esperar un poco más. Había esperado todo este tiempo, después de todo.
Durante un rato nadie habló. La catedral parecía que fuese a vivir otros mil años. Pero en opinión de Escorpio, no le quedaban más de cinco minutos.
—Todavía podría llegar allí arriba —dijo Vasko—, si corro… si corremos, Escorp…
—Nos vamos —dijo Escorpio.
Todos lo miraron y luego miraron a la catedral. La parte delantera estaba a unos setenta metros del final del puente.
Aún le quedaban otros tres o cuatro minutos antes de caer al vacío. ¿Y después? Al menos un minuto sin duda antes de que la impresionante masa de la
Lady Morwenna
comenzase a desequilibrarse.
—¿Irnos a dónde, Escorp? —preguntó Khouri.
—Ya estoy harto —dijo con decisión—. Ha sido un día muy largo y nos queda una larga caminata por delante. Cuanto antes empecemos, mejor.
—Pero la catedral… —dijo Rashmika.
—Estoy seguro de que será algo impresionante. Ya me lo contaréis luego. —Se dio la vuelta y comenzó a caminar por lo que quedaba del puente. El sol estaba bajo en el horizonte tras él, arrojando su cómica sombra por delante de sus pasos. Se balanceaba delante de él, meciéndose de un lado a otro como una marioneta mal manejada. Tenía más frío ahora. Sentía un frío extraño, íntimo; una frialdad que tenía su nombre escrito.
Quizás ha llegado la hora
, pensó, el final del camino, tal y como le habían advertido. Era un cerdo, no podía tenerlo todo. Él ya había dejado más huella que la mayoría.
Caminó más rápido. Entonces otras tres sombras comenzaron a acercarse a la suya. No dijeron nada. Caminaban juntas, conscientes de la dificultad del camino que tenían por delante. Cuando, al cabo de varios minutos, el suelo retumbó, como si un gran puño hubiese golpeado Hela con fuerza, ninguno se detuvo ni aminoró el paso. Simplemente siguieron andando. Y entonces, finalmente, vio que la sombra más pequeña tropezaba. Vio a los demás abalanzarse sobre ella y sujetarla. Después de aquello no recordaba mucho más.
Da otra orden y las mariposas mecánicas desenganchan sus alas entrelazadas, haciendo añicos la pantalla temporal que habían formado. Se reagrupan en la diáfana y ondeante tela de su manga. Cuando mira hacia el cielo, solo ve un puñado de estrellas: aquellas lo suficientemente brillantes para dejarse ver a pesar de la luna y el centelleante río del anillo. De la estrella verde que las mariposas le han mostrado no queda ni rastro, pero ella sabe que sigue estando allí, solo que es demasiado débil para ser vista. Cuando se ha visto una vez, es algo difícil de olvidar.
Ella sabe que en realidad no le pasa nada malo a la estrella. Sus procesos de fusión no se han desequilibrado, su química atmosférica no se ha perturbado. Brilla con tanto calor como hace un siglo y los neutrinos que salen despedidos de su centro avalan sus condiciones normales de presión, temperatura y abundancia nucleótida. Pero algo terrible le ha sucedido al sistema que antes orbitaba alrededor de la estrella.
Sus mundos han sido desechos, reducidos a meros átomos para después ser reagrupados en una nube de burbujas de cristal: hábitats de aire y agua, infinidad de ellos. Vastos espejos, forjados en la misma orgía de demolición y reconstrucción, atrapan cada fotón de luz de las estrellas y lo arrojan al enjambre de hábitats. Nada se desaprovecha, nada se malgasta. En las burbujas la luz solar alimenta complejas redes trémulas de bioquímica de ciclo cerrado. Las plantas y animales prosperan en los enjambres, mientras las máquinas atienden todas sus necesidades. Las personas son bienvenidas, es más, el enjambre está concebido precisamente para las personas, aunque nunca les preguntaron su opinión.
Este sol teñido de verde no será el primero, ni será el último. Hay docenas de soles teñidos ahí fuera. Las máquinas transformadoras que construyen los enjambres de hábitats pueden saltar de un sistema a otro con la mecánica eficacia de las plagas de langosta. Llegan, hacen copias de sí mismas y empiezan a desmantelarlo todo. Cualquier intento por contener su avance ha fracasado.
Basta con una para iniciar el proceso, aunque llegan por millones. Los llaman pulgones.
Nadie sabe de dónde han venido ni quién los hizo. La mejor hipótesis es que son una especie solitaria de tecnología terraformadora desarrollada hace casi mil años, en los siglos anteriores a la llegada de los inhibidores. Pero obviamente son algo más que máquinas venidas del pasado: son demasiado rápidas y fuertes. Han pasado mucho tiempo aprendiendo a sobrevivir por sí mismas, haciéndose cada vez más implacables y feroces en el proceso. Son oportunistas: estaban escondidas en las penumbras, esperando pacientemente su momento.
Y
, piensa,
nosotros les proporcionamos ese momento
.
Mientras la humanidad estaba bajo el yugo de los inhibidores, no habrían permitido que nada de esto sucediese. Los inhibidores (siendo ellos mismos una clase de maquinaria replicante espacial) nunca habrían tolerado un rival. Pero ellos habían desaparecido ya; no se les había vuelto a ver en los últimos cuatro siglos. No es que hubieran sido vencidos realmente. No había sucedido así exactamente, pero los habían hecho retroceder y habían establecido fronteras y zonas de contingencia. La mayoría de la galaxia, presumiblemente, les pertenecía a ellos, pero su intento de exterminar a la humanidad, de masacrarla, había fracasado. No había tenido nada que ver con la inteligencia humana, sino con las circunstancias, la suerte y la cobardía. Como colectivo, los inhibidores llevaban fracasando millones de años. Tarde o temprano alguna especie emergente estaba destinada a liberarse. La humanidad probablemente no habría sido esa especie, incluso con la ayuda de la matriz de Hades, pero Hades sí les puso en la dirección adecuada. Les había enviado a Hela y habían tomado la decisión correcta: no invocar a las sombras, sino solicitar la ayuda de los constructores de nidos. Fueron ellos los que aniquilaron a los scuttlers cuando estos cometieron el error de negociar con las sombras.
Y nosotros casi cometimos el mismo error en una ocasión
, recordó. Estuvieron tan cerca, que incluso ahora le produce escalofríos recordarlo. Las mariposas de su blanca armadura revolotean más cerca todavía.
—Deberíamos irnos ya —dice su protector, llamándola desde el final del embarcadero.
—Me diste una hora.
—Ya llevas casi una hora mirando las estrellas.
No puede ser verdad. Quizás exagera, o quizás realmente ha pasado todo ese tiempo observando la estrella verde. A veces se pierde en las ensoñaciones de sus propios recuerdos y las horas parecen minutos y las décadas, horas. Es tan anciana que a veces incluso se da miedo así misma.
—Un poco más —ruega.
Los constructores de nidos (se acordó del antiguo y ahora olvidado nombre que daban a los simbiontes: fabricantes de conchas) llevaban mucho tiempo practicando la estrategia del camuflaje. En lugar de enfrentarse a los inhibidores de frente, prefirieron deslizarse entre las estrellas, evitando el contacto siempre que fuese posible. Eran expertos en el sigilo, pero después de adquirir algunas de sus armas y datos, la humanidad se decantó por una táctica de confrontación directa. Habían logrado limpiar el espacio local de inhibidores. A los constructores de nidos no les había gustado nada, ya que les habían advertido de los peligros de romper el equilibrio. Algunas cosas, por muy malas que parecieran, siempre eran mejores que la alternativa.
Pero eso no era lo que la humanidad quería oír.
Quizás valió la pena
, piensa.
Durante cuatrocientos años hemos vivido una segunda Edad de Oro. Hemos logrado cosas maravillosas, hemos dejado extraordinarias huellas en la historia. Lo hemos pasado bien. Olvidamos las viejas leyendas y creamos otras nuevas, nuevas fábulas para nuevos tiempos. Pero durante todo ese tiempo algo aguardaba en su letargo. Cuando borramos a los inhibidores de la ecuación, les dimos a los pulgones su oportunidad
.
No es el fin. Los mundos están siendo evacuados conforme los pulgones entran en sus sistemas. Tras superar la catastrófica gestión de las primeras evacuaciones las cosas van mejor ahora. Las autoridades van por delante de la plaga y ya se conocen todos los trucos para controlar a la multitud.
Volvió a mirar a la oscuridad. Las máquinas pulgones se mueven despacio. Ahí fuera había aún colonias que no serán sus víctimas hasta dentro de cientos, o incluso miles de años. Aún hay tiempo para vivir y amar. El rejuvenecimiento, incluso para una vieja medio combinada, aún tiene su encanto. Se dice que ahora existen mundos establecidos en las Pléyades. Desde allí, los soles teñidos de verde se verán bastante lejanos, bastante poco amenazadores. Pero para cuando llegue hasta las Pléyades, habrán transcurrido otros cuatrocientos años desde su nacimiento.
Piensa, como suele hacer, en los mensajes de las sombras. También le hablaron del acoso de máquinas que teñían las estrellas de verde. Se pregunta, como tantas otras veces, si realmente será una coincidencia. Bajo el reinante paradigma de la teoría de las membranas, el mensaje debe provenir del presente, en lugar de un futuro o un pasado lejanos. Pero ¿y si la teoría se equivocaba? ¿Y si todo, las membranas, el volumen, las señales gravitacionales, no era más que una invención para ocultar una verdad aún más extraña? No sabe la respuesta ni cree poder conocerla algún día. Tampoco está segura de querer saberla.
Aparta la vista del cielo y dirige su atención hacia el océano. Aquí fue donde murieron, cuando este lugar se llamaba Ararat. Nadie lo llama así ahora. Nadie siquiera se acuerda de que Ararat fue una vez su nombre. Pero ella sí lo recuerda.
Recuerda haber visto estallar una de sus lunas cuando los inhibidores desviaron la energía del arma caché mientras la
Nostalgia por el Infinito
emprendía la huida.
Inhibidores, arma caché,
Nostalgia por el Infinito
: son como la encarnación de un juego infantil olvidado hace años. Suenan ligeramente ridículos y a la vez cargados de terrible significado.
Para ser sinceros, ella no vio cómo estallaba la luna, había sido su madre la que lo había visto, pero su memoria no hacía grandes distinciones entre ambas. Había sido testigo aunque lo hubiera visto a través de otros ojos.
Piensa también en Antoinette, Xavier, Blood y los demás, en toda la gente que por decisión o por obligación se habían quedado en Ararat mientras la astronave emprendía su huida. Ninguno de ellos habría sobrevivido la fase de bombardeo cuando los fragmentos de la luna cayeron sobre el océano. Se habrían ahogado con los tsunamis que barrieron las frágiles comunidades de la superficie. A menos, piensa, que hubieran decidido ahogarse antes. ¿Y si el mar los había acogido? Los malabaristas de formas ya habían cooperado con el despegue de la nave. ¿Era acaso tan disparatado pensar que salvarían también a los isleños que quedaban en tierra?
Hace cuatrocientos años que la gente vive aquí y hay nadadores entre esa gente. A veces, según dicen los informes, los nadadores hablan de encuentros con fantasmas, y también con antiguas mentes. ¿Estarán los isleños entre ellos, conservados en la memoria viva del mar después de tantos años?
Las manchas incandescentes en el agua rodean ahora el embarcadero. Ya ha tomado una decisión incluso antes de llegar: va a nadar y abrirá su mente al océano. Le contará al océano todo lo que sabe, todo lo que va a sucederle a este lugar cuando los terraformadores lleguen. Nadie sabe qué puede pasar cuando los pulgones se encuentren con los organismos alienígenas de un mar malabarista. ¿Quién asimilará a quién? Es un experimento que no se ha realizado nunca. Quizás el océano absorberá a las máquinas sin más, como ha absorbido tantas otras cosas. Quizás se produzcan una especie de tablas, o quizás este mundo, como decenas antes que él, será destrozado y reconstruido en una reorganización sin sentido.
No sabe qué puede significar eso para las mentes que ya están en el océano. En cierto modo está segura de que ya saben lo que está a punto de suceder. No pueden haber ignorado las escenas de pánico de la población humana durante sus planes de evacuación. Pero cree que es poco probable que alguien haya nadado con el objetivo de contarles exactamente lo que iba a pasar. Quizás no cambie nada, pero por otro lado, literalmente, puede significar un cambio radical para este mundo.