Read El Día Del Juicio Mortal Online
Authors: Charlaine Harris
Me pareció más inteligente no emitir ningún comentario. Cuando Dermot terminó con las ventanas, me ayudó con el recogedor mientras yo barría la porquería con la escoba. Finalizado el barrido y tras subir la aspiradora para rematar la faena, indicó:
—Estas paredes necesitan una mano de pintura.
Era como decir que el desierto necesita agua. Puede que alguna vez alguien las pintara, pero hacía mucho que se habían descascarillado, dejando un color indeterminado, manchado por los innumerables objetos que habían pasado años apoyados.
—Pues sí. Lija y pintura. Y el suelo también. —Di unos golpecitos en el suelo con el pie. Mis antepasados se habían vuelto locos con el encalado cuando añadieron el segundo piso a la casa.
—Sólo necesitarás parte de este espacio para almacenar cosas —soltó Dermot de la nada—. Eso si damos por sentado que los compradores de antigüedades se llevan las piezas más voluminosas y no las tenemos que volver a subir aquí.
—Es verdad. —Dermot parecía tener razón, pero no sabía muy bien adonde quería llegar—. ¿Qué quieres decir? —pregunté sin rodeos.
—Podrías hacer un tercer dormitorio aquí si usases ese extremo como almacén —explicó—. ¿Ves esa parte?
Estaba apuntando hacia un lugar donde la inclinación del tejado creaba un espacio natural de unos dos metros de profundidad y la anchura de la casa.
—No debería costar hacer una partición y poner algunas puertas —dijo mi tío abuelo.
¿Dermot sabía cómo poner puertas? Debí de parecer asombrada, porque añadió:
—He estado viendo el canal
HGTV
[4]
en el televisor de Amelia.
—Oh. —Fue todo lo que pude respondí mientras intentaba dar con una observación más inteligente. Aún me sentía perdida—. Bueno, podríamos hacerlo. Pero no creo que necesite otro dormitorio. Quiero decir: ¿quién querría vivir aquí arriba?
—¿No es bueno tener siempre más dormitorios? Es lo que dicen los del canal de televisión. Y a mí no me importaría mudarme aquí arriba. Claude y yo podríamos compartir el saloncito y ambos tendríamos nuestro propio espacio.
Me sentí fatal por no haber preguntado nunca a Dermot si tenía alguna objeción sobre compartir dormitorio con Claude. Estaba claro que sí. Dormir en un catre en el saloncito… Había sido un desastre de anfitriona. Miré a Dermot con más atención que nunca. Su tono había sonado esperanzado. Quizá mi nuevo inquilino tenía un empleo a tiempo parcial; me di cuenta de que, en realidad, no sabía a qué se dedicaba Dermot en el club. Había dado por sentado que estaría con Claude cuando éste se fuese a Monroe, pero nunca había tenido la curiosidad suficiente para preguntarle lo que hacía una vez allí. ¿Y si ser medio hada era lo único que tenía en común con el egoísta de Claude?
—Si crees que tendrás el tiempo para hacer el trabajo, me encantaría comprar el material necesario —dije sin tener muy claro de dónde salían mis palabras—. De hecho, si pudieras lijar, imprimar, pintarlo todo y construir la partición, te lo agradecería en el alma. Te pagaría gustosa por el trabajo. ¿Qué te parece si vamos al almacén de madera de Clarice el próximo día que libre? ¿Podrías calcular cuánta madera y pintura necesitaríamos?
Dermot se encendió como un árbol de Navidad.
—Puedo intentarlo, y sé dónde alquilar una lijadora —dijo—. ¿Confías en mí para que lo haga?
—Sí —contesté, poco convencida de mi sinceridad. Pero, después de todo, ¿qué podría empeorar el desván? Empecé a sentir que el entusiasmo también se me contagiaba—. Estaría genial reformar este espacio. Dime cuánto debería pagarte por todo.
—Ni hablar —respondió —. Me has dado un hogar y la tranquilidad de tu presencia. Es lo mínimo que puedo hacer a cambio.
Argumentado así, no podía discutirle nada. Es lo que tiene cuando alguien se muestra tan determinado a no recibir un obsequio, y ésa era una de tales situaciones.
Había sido una mañana repleta de información y sorpresas. Mientras me lavaba la cara y las manos para deshacerme del polvo del desván, oí que un coche se acercaba por el camino privado. El logotipo de la tienda Splendide, impreso con letras góticas, llenaba el lateral de una furgoneta blanca.
Brenda Hesterman y su socio salieron del vehículo. El hombre era bajo y compacto, vestía unos pantalones sueltos con un polo azul y brillantes mocasines. Su pelo, de canas incipientes, era bastante corto.
Salí al porche a recibirlos.
—Hola, Sookie —saludó Brenda, como si fuésemos viejas amigas —. Te presento a Donald Callaway, el copropietario de la tienda.
—Señor Callaway —dije, saludando con un gesto de la cabeza—. Pasad, por favor. ¿Queréis beber algo?
Ambos declinaron la oferta mientras subían los escalones. Una vez dentro, repasaron con la mirada el atestado salón, mostrando una apreciación que mis huéspedes feéricos no habían mostrado.
—Adoro el techo de madera —dijo Brenda—. ¡Y mira los tablones de la pared!
—Una casa antigua —observó Donald Callaway—. Enhorabuena, señorita Stackhouse, por vivir en una casa tan maravillosa y llena de historia.
Intenté no parecer tan desconcertada como me sentía. No era la reacción a la que estaba acostumbrada. La mayoría de la gente me compadecía por vivir en una casa tan antigua. Las paredes no eran muy eficaces y las ventanas no eran las normales.
—Gracias —dije, dubitativa—. Bueno, todo esto es lo que había en el desván. Echad un vistazo a ver si hay algo que os guste. Llamadme si necesitáis algo.
No tenía ningún sentido quedarme por allí, y quedarme a observar lo que hacían me hacía sentir un poco violenta. Me fui a mi habitación para limpiar el polvo y ordenarla y, de paso, limpiar uno o dos cajones. En circunstancias normales, me habría puesto la radio, pero ahora prefería tener el oído listo por si necesitaban algo. Hablaban entre ellos en voz baja de vez en cuando, y me di cuenta de que sentía curiosidad por lo que estuvieran decidiendo. Cuando oí que Claude bajaba las escaleras, pensé que sería buena idea salir a despedirme de él y de Dermot antes de que se marcharan.
Brenda se quedó con la boca abierta al paso de los dos atractivos feéricos frente al salón. Los retuve lo suficiente para hacer las presentaciones y mantener un mínimo de educación. No me sorprendió nada que Donald pensase en mí con otra perspectiva tras conocer a mis «primos».
Me encontraba fregando el suelo del cuarto de baño del pasillo cuando oí a Donald soltar una exclamación. Fui corriendo al salón intentando mostrar una curiosidad casual.
Había estado echando un vistazo al escritorio de mi abuelo, una pieza muy fea y pesada que había sido objeto de muchos juramentos y sudores por parte de los hadas cuando lo llevaron hasta el salón.
El pequeño hombre se encontraba frente a él en ese momento, la cabeza cerca del espacio para las rodillas.
—Aquí hay un compartimento secreto, señorita Stackhouse —dijo, y avanzó unos centímetros de cuclillas —. Ven, te lo enseñaré.
Me arrodillé junto a él, emocionada ante el inminente descubrimiento. ¡Un compartimento secreto! ¡El tesoro de los piratas! ¡Un truco de magia! Todos ellos desencadenan una alegre anticipación infantil.
Con la ayuda de la linterna de Donald, observé que al fondo del escritorio, en la zona donde debían encajar las rodillas, había un panel suplementario. Había unas diminutas bisagras, lo suficientemente altas para que ninguna rodilla se rozara con ellas, de modo que la puerta se abriera hacia arriba.
Cómo abrirla era un misterio.
Después de permitirme que echara un buen vistazo, Donald dijo:
—Puedo intentarlo con mi navaja de bolsillo, señorita Stackhouse, si no hay objeción.
—Ninguna en absoluto —respondí.
Se sacó una navaja bastante compacta del bolsillo y sacó la hoja, deslizándola suavemente por la comisura. Como era de esperar, en medio de la comisura dio con un cierre de algún tipo. Empujó suavemente con la hoja, primero desde un lado y luego desde el otro, pero no pasó nada.
A continuación empezó a palpar la madera alrededor de todo el hueco para las rodillas. Había una franja de madera en ambos puntos donde los laterales y la parte superior del hueco se encontraban. Donald presionó y empujó, y justo cuando iba a darme por vencida, se produjo un oxidado chasquido y el panel se abrió.
—¿Qué tal si haces los honores? —propuso Donald—. Es tu escritorio.
Era un argumento razonable y cierto, así que ocupé su sitio cuando lo dejó libre. Levanté el panel y lo mantuve en alto mientras Donald apuntaba con su linterna, pero como mi cuerpo bloqueaba la luz, me llevó un rato sacar el contenido.
Agarré y tiré suavemente cuando noté al tacto el contorno de un bulto. Ya era mío. Retrocedí con movimientos de cadera intentando no pensar en qué aspecto tendría desde el punto de vista de Donald. Tan pronto salí de debajo del escritorio, fui hacia la ventana más cercana con el polvoriento bulto para examinarlo.
Había una pequeña bolsa de terciopelo atada con cuerda por la parte superior. El color había sido rojo vino, pero supuse que de eso hacía mucho tiempo. Había un sobre, antaño blanco, de unos quince por veinte, con fotos dentro. Mientras lo aplanaba, me di cuenta de que contenía el patrón de un vestido. De repente fluyó en mí un torrente de recuerdos. Recordé la caja que contenía todos los patrones, los de Vogue, los de Simplicity y los Butterick. Mi abuela disfrutó durante muchos años de la costura, hasta que un dedo roto de la mano derecha no se curó bien y cada vez se le hizo más difícil manejar los finos patrones y demás material. Por la foto, ese sobre en particular había contenido el patrón de una prenda de falda larga, ceñida por la cintura, y las tres modelos representadas mostraban elegantes hombreras encorvadas, rostros delgados y pelo corto. Una de ellas llevaba el vestido a medio cuerpo, la otra como vestido de boda y la tercera como un vestido de baile. ¡La versatilidad de los vestidos de falda!
Abrí la solapa y miré dentro, emocionada ante la expectativa de ver el frágil patrón impreso con misteriosas instrucciones en negro. Pero lo que encontré fue una carta escrita en papel amarillento. Reconocí la caligrafía.
De repente me encontré al borde del llanto. Me eché las manos a los ojos para evitar que se derramasen y salí del salón a toda prisa. No podía abrir ese sobre delante de unos extraños, así que lo deposité en la mesilla de mi habitación junto con la pequeña bolsa y regresé al salón tras secarme los ojos.
Los dos compradores de antigüedades se mostraron tan sensibles como para no hacerme preguntas. Hice un poco de café y se lo llevé en una bandeja con leche, azúcar y unas rodajas de torta. Estaba agradecida y no quería perder los modales. Como me había enseñado mi abuela, mi fallecida abuela, cuya mano había escrito la carta del sobre de los patrones.
Al final no abrí la carta hasta el día siguiente. Brenda y Donald acabaron de repasar todo el contenido del desván una hora después de abrir el compartimento secreto. Después nos sentamos para discutir qué objetos les interesaban y cuánto iban a pagarme por ellos. Al principio estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, pero luego pensé que, en nombre de toda la familia, estaba en el deber de intentar conseguir tanto dinero como me fuera posible. Para mi impaciencia, la conversación pareció prolongarse durante una eternidad.
La esencia de todo se reducía a que ellos querían cuatro grandes piezas de mobiliario (incluido el escritorio), un par de maniquís, un pequeño cofre, algunas cucharas y dos tabaqueras de marfil. Algunas de las prendas de ropa interior estaban en buen estado, y Brenda dijo conocer un método de lavado que sacaría las manchas y las haría parecer como nuevas, aunque no pensaba darme mucho por ellas. Añadió a la lista una silla para amamantar (demasiado pequeña para una mujer actual) y Donald se interesó en una caja de alhajas de los años treinta y cuarenta. El edredón de mi bisabuela, con el patrón de la rueda de carro, llamaba mucho la atención de los tratantes, y nunca había sido mi favorito, así que no me importó perderlo de vista.
Lo cierto era que me alegraba que esos objetos acabasen en hogares donde serían valorados, apreciados y cuidados en vez de acabar acumulando polvo en un desván.
Donald no podía disimular su interés en la gran caja de fotos y papeles que aún aguardaba mi inspección, pero de ninguna manera se la iba a dar hasta repasar todo su contenido. Le dije eso mismo con un tono muy educado y también acordamos que, si descubrían más compartimentos secretos en los muebles que se llevaban, tendría derecho a ser la primera en comprar el contenido, si es que tenía algún valor económico.
Tras llamar a su tienda para programar la recogida y firmar un cheque, los compradores se marcharon con un par de objetos pequeños. Parecían tan satisfechos como yo después de esa jornada de trabajo.
Al cabo de una hora, apareció por el camino un camión grande de Splendide con dos fornidos hombres en la cabina. Tres cuartos de hora más tarde, los muebles estaban envueltos y cargados en la parte de atrás. Por fin podía prepararme para ir a trabajar. No sin dolor, pospuse el repaso de los objetos hallados y los dejé en el cajón de mi mesilla.
Si bien tenía que darme prisa, me tomé un momento para disfrutar de la casa para mí sola mientras me maquillaba y me ponía el uniforme. Decidí que hacía bastante calor para ponerme los shorts.
Había ido a Wal-Mart para comprarme un par nuevo la semana anterior. En honor a su estreno, me aseguré de tener las piernas extra-depiladas. Mi piel ya estaba morena. Me miré al espejo, satisfecha con lo que me encontré.
Llegué al Merlotte’s alrededor de las cinco. La primera persona que vi fue la nueva camarera, India. India tenía una suave piel de color chocolate, el pelo trenzado y un
piercing
en la nariz, además de ser la persona más alegre que había visto en muchos domingos. Me recibió con una enorme sonrisa, como si fuese la persona que justamente estaba esperando ver…, lo cual era literalmente cierto. Me tocaba relevarla.
—Cuidado con el tipo de la cinco —me advirtió—. No deja de beber. Debe de haberse peleado con la mujer.
Lo sabría en cuanto tuviese un momento para «escuchar» sus pensamientos.
—Gracias, India. ¿Algo más?
—Esa pareja de la once. Quieren el té sin azúcar y con mucho limón. Su comida debería estar lista dentro de nada. Verdura rebozada y una hamburguesa para cada uno. La de él con queso.