El diablo de los números (2 page)

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Authors: Hans Magnus Enzensberger

Tags: #Matemáticas

BOOK: El diablo de los números
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—¡Así no se le habla a un diablo! —gritó.

Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el suelo, y sus ojos echaban chispas.

—Perdón —murmuró Robert.

Todo aquello estaba empezando a resultarle un poco inquietante.

—Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como de películas o de bicicletas, ¿para qué se necesita un diablo?

—Por eso mismo, querido —respondió el anciano—: Lo diabólico de los números es lo sencillos que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora.

Para empezar, sólo necesitas una cosa: el uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo, si te dan miedo las cifras grandes, digamos... cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos doce, empieza simplemente así:

y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones etcétera. ¡No dirás que es demasiado complicado para ti! Eso puede entenderlo hasta el más idiota, ¿no?

—Sí —dijo Robert.

—Y eso aún no es todo —prosiguió el diablo de los números. Ahora tenía en la mano un bastón de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba delante de las narices de Robert—. Cuando hayas llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues contando. Verás que sigues hasta el infinito. Porque hay infinitos números.

Robert no sabía si creérselo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó—. ¿Has probado a hacerlo?

—No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado tiempo, y en segundo lugar es superfluo.

Robert se quedó igual que estaba.

—O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no es infinito —objetó—, o si es infinito no puedo contar hasta allí.

—¡Mal! —gritó el diablo de los números. Su bigote temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó de rabia y se hizo más y más grande.

—¿Mal? ¿Por qué mal? —preguntó Robert.

—¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido hoy en todo el mundo?

—No lo sé.

—Más o menos.

—Muchísimos —respondió Robert—. Sólo con Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania, en América... miles de millones.

—Por lo menos —dijo el diablo de los números—. Bien, supongamos que hemos llegado al último de los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del bolsillo, y ya tenemos el número de todos los consumidos más uno... el siguiente. ¿Comprendes? No hace falta contar los chicles. Simplemente saber cómo seguir. No necesitas más.

Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que admitir que el diablo de los números tenía razón.

—También se puede hacer al revés —añadió el anciano.

—¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés?

—Bueno, Robert —el anciano volvía a sonreír—, no sólo hay números infinitamente grandes, sino también infinitamente pequeños. Y además, infinitos de ellos.

Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón ante el rostro de Robert como si de una hélice se tratara.

Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación que en el tobogán por el que con tanta frecuencia se había deslizado.

—¡Basta! —gritó.

—¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro chicle. Aquí está...

De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.

Sólo que era tan grande como la balda de una estantería, que tenía un aspecto sospechosamente lila y que estaba duro como una piedra.

—¿Eso es un chicle?

—Un chicle soñado —dijo el diablo de los números—. Lo compartiré contigo. Presta atención. Hasta ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un chicle.

Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente lila, en la punta de su bastón y prosiguió:

—Esto se escribe así:

Dibujó los dos unos directamente en el aire, como hacen los aviones-anuncio que escriben mensajes en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo de las nubes blancas, y sólo poco a poco se fue fundiendo como un helado de mora.

Robert miró hacia lo alto.

—¡Alucinante! —dijo—. Un bastón así me haría falta.

—No es nada especial. Con esto escribo en todas partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito cuadernos ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno de nosotros tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El chicle va arriba y las personas abajo:

»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase también querrán su parte.

—Albert y Bettina —dijo Robert.

—Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno recibe un cuarto:

»Naturalmente, con esto falta mucho para que hayamos terminado. Cada vez viene más gente que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo el colegio, toda la ciudad. Cada uno de nosotros cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte, y luego la mitad de la mitad y la mitad de la mitad de la mitad, etcétera.

—Y así hasta el aburrimiento —dijo Robert.

—Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan pequeños que ya no se pueden ver a simple vista. Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta que cada una de las seis mil millones de personas que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego vienen los seiscientos mil millones de ratones, que también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de ese modo nunca llegaríamos al final.

El anciano había escrito en el cielo, con su bastón, cada vez más unos de color lila bajo una raya lila infinitamente larga.

—¡Vas a pintarrajear el mundo entero! —exclamó Robert.

—¡Ah! —gritó el diablo de los números hinchándose cada vez más—. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que todo sea lo más fácil posible para no confundirse.

—Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando unos es una verdadera lata. Además es bastante trabajoso —se atrevió a objetar Robert.

—¿Ves? —dijo el anciano, borrando descuidadamente el cielo con la mano hasta que desaparecieron todos los unos—. Naturalmente, sería mucho más práctico que se nos ocurriera algo mejor que sólo 1 + 1 + 1 + 1... Por ese motivo inventé todos los demás números.

—¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números? Perdona, pero eso sí que no me lo creo.

—Bueno —dijo el anciano—, yo o algunos otros. Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado? Si quieres, no me importa enseñarte cómo se hacen todos los demás números a partir del uno.

—¿Y cómo es eso?

—Muy fácil. Lo hago así:

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